La endemoniada de la Calle de la Maestranzala verdadera historia Autor: Eduardo Bastías GuzmánEditorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208. info@editorialforja.cl www.editorialforja.clDiseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: febrero, 2021. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.
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Registro de Propiedad Intelectual: N° 2021-A-3038
ISBN: Nº 9789563385151
eISBN:Nº 9789563385168
A la memoria de mi profesor de Psiquiatría
dr. Armando Roa Rebolledo
La endemoniada de la Calle de la Maestranza es el relato de un caso verídico, ocurrido en Chile a mediados del siglo XIX.
El drama se inicia en Valparaíso y culmina en Santiago de Chile, en el Hospicio de las Hermanas de la Caridad, en la Calle de la Maestranza –hoy Portugal–, donde Carmen Marín fue internada a causa de un extraño mal que desconcertaba tanto a connotados médicos de Santiago, como a las autoridades de la Iglesia católica, llegando a provocar conmoción pública.
La novela recoge los hechos verídicos y los recrea en el entorno de la época, con aportes de ficción que no afectan los contenidos fundamentales.
Te conjuro a que de esta criatura, que es un siervo de Dios y que vuelve al seno de la Iglesia, te apartes inmediatamente con tu ejército de furia y de terror.
Ritual Romano ; título XI, capítulo 2. “Ritus exorcizandi obsessos a daemonio”.
Capítulo I
Santiago, lunes 27 de julio de 1857, poco antes del mediodía
El resonar de cascos dispersó al grupo de mozuelos que jugaba en la Calle de la Maestranza. El carruaje se detuvo frente a un portón, a cuadra y media de la Alameda de Las Delicias. Al toque de campanilla, se acercaron una monja y un criado; este último despejó la entrada para el carruaje en que acudían los presbíteros Raimundo Zisternas, Ramón Astorga y Vitaliano Molina.
–Ave María Purísima –saludó Zisternas.
–Sin pecado concebida.
–Buenos días, hermana.
–Bienvenidos, monseñor.
El rito acompasado de los saludos pareció continuar el traqueteo de los caballos sobre los adoquines del patio de entrada del hospicio.
–Excusadnos, hermana, por el atraso.
–No os preocupéis. Siempre sois oportunos.
Hacía por lo menos un mes que el presbítero Zisternas había oído que se encontraba en el Hospicio de las Hermanas de la Caridad, una joven bautizada como Carmen Marín, de la que se decía estaba poseída por el demonio. Pensando que no sería más de uno de tantos rumores infundados, no le había concedido mayor atención, hasta que respetables personas, que afirmaban haber presenciado el extraordinario comportamiento de la infeliz, despertaron su interés por confirmarlo. Cuando supo de la misma inquietud por parte de los presbíteros Molina y Astorga, acordaron acudir al hospicio para conocer la realidad de los crecientes rumores.
–Tened la bondad de pasar y tomad asiento.
La monja los acompañó hasta una sala, donde les solicitó que aguardasen a la madre superiora. Al centro de una muralla de gruesos adobes, una ventana proyectaba luz natural desde un gran patio interior, rodeado por una galería abierta. En el patio destacaban un pozo de agua, entre descuidados árboles frutales y un corral de palos. Después de cubrir el recinto con atentas y ansiosas miradas, los religiosos tomaron asiento en rústicas sillas, junto a una mesa de madera labrada.
La tensa quietud de la espera fue interrumpida por un sobrecogedor bullicio que irrumpió desde el patio. Los sacerdotes se miraron y –con una misma sospecha– se precipitaron hacia la ventana. Con estupor comprobaron que el vocerío gutural provenía del corral enrejado de palos, al fondo del patio, donde un grupo de niños semidesnudos recibían con ansiedad y torpeza, raciones de comida depositadas en palanganas.
El saludo de la superiora los sorprendió cuando aún miraban a través de los barrotes.
–Paz y gozo en Jesús y María Inmaculada.
–Por los siglos de los siglos –respondieron al unísono.
La religiosa completó el saludo con una reverencia, dirigiendo la mirada hacia el vicario general, don Ramón Astorga.
–Buenos días, madre –respondió el sacerdote, inclinando luego la cabeza en dirección a los dos presbíteros–. Nos acompañan el padre Zisternas y el padre Molina.
La superiora volvió a inclinar la cabeza, esta vez hacia cada uno de los recién nombrados. Luego giró solemnemente, se acercó a la ventana, volvió la mirada hacia el grupo de niños en el patio y con voz resignada justificó la escena:
–Son insanos que nadie acepta… ni siquiera en la nueva casa de locos. Nos faltan muchos recursos.
Los sacerdotes se limitaron a guardar expectante silencio, hasta que la religiosa los introdujo en el motivo de la visita.
–Por vuestro anuncio, entiendo que habéis acudido para examinar a la muchacha de tan extraño comportamiento. No sé si será apropiado el momento; hace un par de horas que Carmen tuvo uno de sus ataques, pero al venir hacia acá la he visto tranquila, como si nada le sucediese.
–No importa, madre –respondió el presbítero Zisternas–, entendemos que puede ser así. Solo deseamos conocerla.
–Tened la bondad de acompañarme.
Durante el trayecto, la religiosa les informó que desde el ingreso de Carmen habían llegado a verla más intrusos que personas realmente interesadas.
–Aunque entre ellos hubo sacerdotes, jamás regresaron para ayudar a la muchacha. Vuestra visita es un buen auspicio para que la Iglesia demuestre verdadero interés en informarse de su estado. En nuestra comunidad, Carmen ha despertado tal desasosiego, que infunde sentimientos de piedad y de temor.
La superiora terminó de exponer sus inquietudes cuando el grupo hizo su entrada en la habitación, con dos camas y un colchón en el suelo, donde yacía la muchacha, cubierta solo por un camisón. No mostró reacción alguna cuando ingresaron al cuarto.
–Carmen, estos sacerdotes vienen a visitarte.
La chica se mantuvo impasible. Los clérigos la observaron sorprendidos, probablemente por su juventud y grata apariencia, muy distante de la imagen que esperaban encontrar.
Su armonioso físico, de piel muy blanca, largo cabello negro, penetrantes ojos oscuros, vistosas pestañas y una actitud de indiferente insolencia, la dotaban de un misterioso atractivo que no dejaba de impresionar a quienes recién la conocían.
–¿Qué esperas para saludar? –la recriminó la superiora, en forma autoritaria.
Ante la falta de respuesta, intervino el presbítero Zisternas:
–Yo tengo un remedio para las muchachas descorteses.
–Si lo ordenáis, monseñor... –amenazó la superiora.
–Traed una varilla, que le daré un merecido en su mano derecha.
De la muchacha salió una voz gruesa, retumbante y ajena:
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