’Que la prudencia y sabiduría de la Divina Providencia os acompañen.
Dando por terminada la audiencia, los sacerdotes se acercaron al arzobispo y uno tras otro inclinaron una rodilla, besaron el anillo episcopal y se alejaron, retrocediendo con respetuosas reverencias. Al aproximarse, Zisternas le agradeció su confianza.
Iniciando su salida, los religiosos se encontraron con el presbítero Miguel Tagle, quien acompañaba a su hermano Agustín, administrador del hospicio.
La presencia de este último los llevó a preguntar:
–¿Venid, quizás, por las mismas razones nuestras?
–Venimos a informar a su excelencia sobre la endemoniada del hospicio.
Los ojos de Zisternas se iluminaron para comentar:
–Será de gran provecho vuestra visita, porque con esa misma inquietud hemos acudido a ponerlo en advertencia y, conforme a su voluntad, se me ha encomendado la investigación y aplicaciones del caso. Sin dudas, monseñor atenderá vuestros juicios con mucha atención.
El recién designado exorcista se despidió del grupo y aprovechando el coche que los hermanos Tagle dejaban desocupado, emprendió rumbo hacia el hospicio.
Ese mismo día, en el hospicio, a las 16:15 horas
Para Raimundo Zisternas, su tarea se iniciaba con disímiles emociones: entre la satisfacción de haber sido designado para tan delicada misión, junto al temor y la ansiedad por la responsabilidad adquirida. Su elección sobre los otros presbíteros y la celeridad de los hechos, parecían provenir de inescrutables designios.
En cuanto llegó a su destino, solicitó la presencia de la superiora. La monja acogió con amabilidad al pequeño sacerdote, de rostro serio y bondadoso, en quien la corona de canas otorgaba, además de respeto, una falsa imagen de ingenua irrelevancia.
–Buenas tardes, madre. Vengo esta vez porque el señor arzobispo me ha encomendado investigar lo de Carmen Marín.
Los ojos de la superiora no disimularon su sorpresa y satisfacción.
–Enhorabuena, monseñor. Cada vez llega más gente que desea conocerla y ya no hay paz en esta casa... que se ofrece a vuestra completa disposición.
–Solo necesito que me facilite una sala de trabajo y su colaboración.
Cuente desde ahora mismo con lo que requiera. Se ha perdido ya demasiado tiempo, a mi modesto parecer. En esta casa se dispondrá de todo lo necesario para contribuir a que se cumpla la voluntad de nuestro Señor.
–Así sea. Comenzaremos ahora mismo enviando una nota a tres o cuatro médicos, para que acudan a reconocer a la muchacha y nos certifiquen un juicio sobre la naturaleza de su mal.
–Son muchos los médicos que ya la han visto y tratado.
–Su señoría desea que se proceda con el mayor rigor. Llamaremos a los más calificados facultativos para que la reconozcan. Así no quedará la menor duda.
–¿Tiene a algunos en mente?
–En el camino he pensado en citar a los doctores Sazié y Armstrong, aunque pueden ser cuatro o más. Escribiré las notas de inmediato y os ruego que las hagáis llegar hoy mismo a sus destinos.
El profesor Lorenzo Sazié, nacido en Monpezat, Francia, había llegado a Chile como primer decano de la facultad de Medicina. Cumplía ya su sexto período de decanato. Sus méritos académicos y profesionales eran acreditados con su calidad de miembro de la Sociedad de Anatomía de París y con la condecoración de la Orden de Caballero de la Legión de Honor de Francia, otorgada por su contribución al control de la epidemia de cólera, que asoló a París en 1832. Su prestigio como médico práctico rebasaba los contornos de la naciente medicina chilena. Se le encontraría en el Hospital San Juan de Dios, en su cátedra de Obstetricia y Cirugía o en su pequeña casa detrás del mismo hospital.
El profesor Tomás Armstrong, de origen inglés, era uno de los docentes más destacados de la facultad. Por su alto prestigio había sido incorporado al Tribunal Protomédico, organismo contralor de títulos y ejercicios de los profesionales de la salud en el país.
Las cartas se escribieron con el mismo texto:
Señor mío:
Ruego a usted visitar en su lugar de internación a la muchacha Carmen Marín, recluida en el Hospicio de las Hermanas de la Caridad, en la Calle de la Maestranza.
Esta joven está afectada de un extraño mal, del que no ha podido aún ser curada.
Espero que, al pie de esta, o por separado, como a usted le parezca, tenga la bondad de emitir el juicio que se hubiere formado sobre la enfermedad o como quiera llamarle. Formulo a usted esta invitación en nombre de nuestro arzobispo, quien se compromete a cancelar el recibo de honorarios que exija por sus servicios.
Intertanto, me repito de usted su atento, seguro servidor y capellán
J. Raimundo Zisternas
Esa tarde, a la hora de la oración
La ansiedad llevó a Zisternas a visitar a Carmen Marín cuando comenzaba a oscurecer, por tercera vez en el mismo día.
–¿Y qué más se sabe de ella, madre?
–Lo que Carmen nos ha contado. Nació hace 18 años en Valparaíso. Su madre nunca se repuso del parto y murió de calenturas, cuando todavía la criaba con su leche. De su padre poco se sabe. Al parecer fue dado por desaparecido, después de embarcarse con el ejército al Perú. A Carmen se le culpó de haber traído el infortunio a la familia y solo una tía, en Tabolango, aceptó hacerse cargo de ella. Estuvo cinco o seis años en esas tierras, cerca de Quillota, hasta que la mandaron de regreso a Valparaíso.
–No fue una infancia feliz.
–De ningún modo. Parece que estuvo más en las calles que en la escuela, hasta que alguien la llevó a un colegio de monjas, donde al poco tiempo empezaron sus ataques.
–Quisiera conversar con ella antes de retirarme. Entiendo que es algo tarde, pero quiero progresar lo más rápido posible.
–Como usted disponga, monseñor. Espere aquí. Si aún no duerme, la haré traer de inmediato.
La superiora no tardó en regresar, acompañada de Carmen Marín y se retiró, después de encender las luces de otro candelabro de tres cirios.
–Buenas noches, Carmen.
–Buenas noches, padre.
Los negros ojos y largas pestañas destacaban más en la blanca piel de Carmen, cuando lucían bajo los matices vacilantes de la luz artificial.
–¿Te encuentras bien?
–Sí, padre.
Zisternas la invitó a sentarse frente a él.
–Cuéntame, ¿hace mucho que estás aquí?
–Desde varios meses.
–Y antes, ¿dónde estabas?
–En casa de una tía... y en otras partes.
–¿En el hospital?
–También.
–¿Por qué te hospitalizaron?
–Por los ataques, en que no sé de mí. También por las viruelas.
–¿Cuándo empezaron tus ataques?
–A los doce años, cuando estaba en Valparaíso, donde las monjas.
La conversación siguió hasta que se oyó al sereno pregonando las nueve de la noche.
Dos horas más tarde, el religioso no lograba conciliar el sueño.
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