–A Carmen castigaréis, que no a mí.
El presbítero Zisternas tardó en reaccionar:
–¿Por qué me hablas en tercera persona?
–Yo hablo por mí.
–¿Y no eres la Carmen?
–Pregúntale a ella.
La mirada de la joven penetró en el presbítero y, mientras los desconcertados sacerdotes permanecían estáticos, la muchacha giró para recostarse vuelta hacia una pared.
El sacerdote titubeó antes de insistir:
–Si eres el demonio, no debes temer a una varilla.
Carmen Marín surcó el silencio para volver a enfrentar al grupo. Sus ojos habían incorporado un brillo extraño e inquietante. Se levantó tensando el cuerpo como culebra que se apresta para atacar y comenzó a acercarse a los visitantes, quienes no pudieron evitar retroceder. Se detuvo en actitud desafiante. Tras una pausa, giró de pronto y, como un resorte, se elevó en un salto imposible que la arrojó a la cama en un ovillo, agitándose convulsivamente. Los brincos y rebotes no le impedían proferir insultos, maldiciones y amenazas que estremecían a los observadores, cada vez más atónitos.
Como lejos de atenuarse los saltos e improperios iban en aumento, las miradas de los clérigos se volvieron hacia la monja exigiendo que interviniese. La superiora se acercó al presbítero Astorga y le demandó que diese lectura al Evangelio de San Juan.
El sacerdote tomó la Biblia que la religiosa puso en sus manos, buscó el texto requerido y comenzó a leer:
–In principio erat Verbum...
Desde la muchacha se desprendió un grito profundo, desgarrador, que ningún ser humano sería capaz de emitir. Su cuerpo se había doblado sobre sí mismo, hasta dejar la cabeza escondida bajo el vientre. El aullido pareció brotarle de las entrañas. Y el espacio se estremeció con el estrépito.
La temblorosa voz del sacerdote continuó:
–…y el verbo era Dios.
’Él era la vida
’y esa vida era la luz del hombre.
La potencia de la lectura no lograba imponerse sobre el alboroto generado por la joven.
–...esa luz brilla en la tiniebla.
La muchacha comenzó a dar mayores brincos en la cama, que la elevaron una vara sobre el suelo.
–...y la tiniebla no la ha extinguido.
Un rugido pavoroso acompañó al siguiente salto, que la arrojó fuera del lecho y alejó a los clérigos hasta el pasillo.
El vicario, con forzada entereza, logró continuar:
–…la palabra de Dios se hizo Hombre.
’y vivió entre nosotros.
El aullido de Carmen Marín se tornó en trueno que remeció los gruesos adobes de las paredes. Sobrevino un silencio de espanto y los testigos solo pudieron recuperar su prestancia con forzada serenidad.
La superiora les dijo:
–Acérquense. Ya está tranquila.
Arzobispado de Santiago, a las 15.25 horas del mismo día
Los religiosos consiguieron ser recibidos esa misma tarde por don Rafael Valentín Valdivieso, arzobispo de Santiago, cuando le anticiparon que les llevaba un tema de extremo interés.
Zisternas, sentado en la antesala de espera, recordó que tan solo ocho meses atrás había sido recibido en aquel lugar junto a todo el clero de Santiago. Aún no se aquietaban las turbulentas relaciones entre la Iglesia y el Gobierno, que habían llegado al extremo de amenazar con destierro al arzobispo Valdivieso, cuando un recurso judicial por el despido de un sacristán había culminado en un conflicto de poderes que convulsionó a la sociedad santiaguina. En esa ocasión, las damas vestidas de luto, los negros pendones en las ventanas y las campanas de los templos tañendo a duelo, habían ocasionado severos apremios y amenazas al gobierno de Manuel Montt.
En el mismo recinto donde los sacerdotes se habían reunido para dar unánime apoyo al conductor de su Iglesia, los tres religiosos volvían a encontrarse frente al carismático arzobispo.
–Excelencia –asumió la iniciativa Zisternas–, no habríamos osado interrumpir sus valiosos quehaceres de no ser por algo realmente extraordinario que hoy tuvimos oportunidad de comprobar con nuestros propios ojos.
El prelado mantuvo silenciosa atención y la imponente autoridad de su severa mirada.
–Se trata de esa muchacha internada en el Hospicio de las Hermanas de la Caridad –prosiguió el presbítero–, de la cual se ha dicho que pudiese estar espiritada. No han pasado tres horas desde que la hemos visto en uno de sus ataques y podemos afirmar que lo que se dice es tan real como nuestra presencia ante su merced. Estuvo fuera de sí, sufriendo golpes y contorsiones increíbles, sin provocarse daño visible. Se trasformó hasta no parecer humana, generando un temor o pavor en los presentes que no puede provenir de una muchacha dulce, como es su apariencia cuando está sana.
’No quisiésemos aventurar un juicio, excelencia, pero, a nuestro parecer, existe en ella algo sobrenatural que debe ser investigado.
El arzobispo pareció asentir con la cabeza, pero sus ojos fijos advertían que su mente escudriñaba en las ideas. En Valdivieso estaban ausentes la premura y la imprudencia. Acostumbraba a escuchar y observar, sin emitir opinión alguna hasta tener un juicio formado. Antes del sacerdocio, como abogado, había ocupado cargos de regidor, diputado, ministro de la Corte de Apelaciones y rector del Instituto Nacional, demostrando siempre singular sagacidad para conseguir sus propósitos.
Se levantó pesadamente, alzó una de las cejas, espesas y angulosas, se aproximó a Zisternas y con voz firme y pausada dijo:
–Ya me habían advertido sobre esta pobre muchacha, pero también he sabido que la han medicinado como si estuviera enferma.
–En efecto, excelencia, sin embargo no han podido curarla en muchos meses. En cambio, se mejora en cuanto se da lectura al Evangelio de San Juan.
Monseñor Valdivieso miró hacia los clérigos, prolongó el silencio y comenzó a caminar lentamente por su despacho. Por su mente comenzaron a sobreponerse imágenes desafiantes: la sólida figura de don Manuel Montt y la poderosa presencia semioculta del demonio.
De pronto se detuvo, movió ligeramente la cabeza y dijo en voz alta, como si hablara consigo mismo:
–Si nos preocupásemos de todo rumor en que se acusa la presencia del demonio, no tendríamos tiempo para otras tareas. Sin embargo –continuó, con voz más grave–, tampoco podemos permanecer indiferentes si se altera la paz de la diócesis. Y menos ahora, cuando, cada vez más, pareciese que Satanás se empeña en interponerse en nuestro camino.
Volvió a sentarse y cuando parecía pronto a emitir una decisión, Zisternas intervino con cauteloso respeto:
–Excelencia, permítanos iniciar una investigación, sin que apresuremos ningún juicio, y le mantendremos informado de lo que apreciemos.
El arzobispo elevó su mirada sin aparente destino, como si no lo hubiese escuchado y continuó cavilando en voz alta.
–Este caso ya ha trascendido en el debate público. Será mejor que cuanto antes pongamos la mayor luz al respecto.
Asintió sus propias palabras con la cabeza, dirigió la vista hacia Astorga y luego, lentamente, hacia Zisternas, conocido autor de un catecismo de la doctrina cristiana.
–Usted –fijó su mirada en este último–, sí, usted estará a cargo de investigar y de aplicar los exorcismos.
Valdivieso inspiró profundamente, como cargando energía, para proseguir.
–Estudie con atención, debidamente, las instrucciones del ritual romano. Deberá ceñirse estrictamente al rigor eclesiástico, con extrema prudencia y sin anticipar juicios personales. Cuente con mi autorización para lo que sea necesario. Pida en mi nombre los informes que se requiera y acuda a esta casa cuando lo estime.
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