Simone Veil - Una vida

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Sobreviviente del horror de Auschwitz y del nazismo que destruyó a su familia, Simone Veil dedicó su vida a la lucha contra la discriminación y la intolerancia, y a favor de los derechos de la mujer y por la construcción de la unidad europea, para ella una garantía de la paz mundial.
Responsable en Francia de la despenalización del aborto (Ley Veil), en 1979 presidió el primer Parlamento Europeo surgido del voto universal directo y en 2010 se convirtió en la sexta mujer de la historia que ingresa a la Academia Francesa. Después de mucha espera y re exión, Veil aceptó contar su vida en primera persona. Y en este libro, que es el fruto de esa decisión y que ya vendió en Francia cerca de un millón de ejemplares, se muestra como es: valiente, apasionada, librepensadora.
Una vida es el relato conmovedor de una mujer extraordinaria que atraviesa buena parte de un siglo que la humanidad no olvidará.

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¿Por qué los nazis no mataron a los judíos ahí mismo en lugar de llevárselos con ellos en su propia fuga? La respuesta es simple: para no dejar rastros. La idea ni siquiera era tratar de conservarnos como futuros rehenes de un posible intercambio, simplemente querían hacernos desaparecer de la manera más discreta posible. Tuvimos suerte de que el campo de Auschwitz estuviera todavía demasiado poblado como para que pudiesen hacer una eliminación discreta, completa y rápida. Nuestro tren se dirigió hacia el campo de Dora, comando de Buchenwald. Muchos de los nuestros murieron durante el viaje por el frío y la falta de comida. Fuimos las únicas mujeres que pasaron por Dora. Era un campo para hombres, muy duro, donde los deportados trabajaban en el fondo de un túnel en la fabricación de los famosos V2 (16). Allí reinaba el terror. Después de dos días de incertidumbre y angustia, el pequeño grupo de mujeres del que formábamos parte fue enviado a Bergen-Belsen, entre Hamburgo y Hannover, al norte de Alemania, una región adonde las tropas aliadas llegaron muy tarde. Los nazis habían sumado a nuestro convoy a un grupo de gitanos detenidos poco antes porque, pese a la debacle, la locura alemana por las detenciones continuaba. En Bergen-Belsen, debido a su situación geográfica, convergían los millares de deportados que venían desde todos los campos del este, incluyendo a los resistentes. También había francesas, esposas de oficiales, y suboficiales judíos detenidos en el campo de prisioneros de Lübeck. Llegamos allí el 30 de enero.

En Bergen-Belsen los detenidos no trabajaban, el campo, concebido para recibir deportados de status especial, se hallaba totalmente colapsado por esas olas que llegaban de todos lados. Las condiciones de vida, si se puede emplear esta expresión, eran espantosas. Ya no había control administrativo, casi no quedaba comida ni ningún tipo de atención médica. Hasta faltaba agua, ya que la mayoría de las tuberías había explotado. Y, como si todo esto no fuera suficiente para la desgracia de las siluetas esqueléticas que erraban en busca de comida, se declaró una epidemia de tifus que, sumada al hambre, provocó una mortalidad aterradora. Ya nadie se ocupaba de retirar los cadáveres, de modo que los muertos se mezclaban con los vivos. En las últimas semanas, la situación llegó al extremo de que comenzaron a aparecer algunos casos de canibalismo. Los SS, aterrados tanto por la debacle militar que se extendía por toda Alemania como por los riesgos de contagio, se contentaban sólo con vigilar, mientras llegaban sin parar nuevos judíos de todo el país. Salvo algunos SS, los alemanes ya no se ocupaban del campo. Bergen-Belsen se había vuelto el símbolo doble del horror de la deportación y de la agonía de Alemania. Aquellos que habían soñado con ser los dueños del mundo eran ahora tan vulnerables como sus propias víctimas.

El azar quiso que en Bergen-Belsen volviera a cruzarme con la Lagerälteste, esa ex prostituta que nos había salvado la vida en Birkenau. Ella había seguido la debacle de los campos y se había convertido en jefa del campo de Bergen-Belsen. Me reconoció y me dijo que fuera a verla a la mañana siguiente, cosa que hice. Enseguida me colocó en la cocina de los SS. Este nuevo gesto, sin lugar a dudas, hizo que no muriésemos de hambre como muchos otros. La actitud que tuvo esta mujer conmigo hasta el día de hoy me resulta inexplicable. En los días siguientes a la liberación del campo, me enteré de que había sido colgada por los británicos.

En la cocina tenía que pelar papas todo del día, hasta que me sangraban las manos. Me dedicaba a esta tarea hasta la última gota de energía, temiendo más que nada ser echada de un trabajo donde, pese al miedo y a mi torpeza, lograba robar un poco de comida para mamá y Milou. Una vez un SS me descubrió con un poco de azúcar. Se limitó a darme una severa admonición antes de dejarme ir, con el azúcar.

El trabajo en la cocina era tan duro como la vida en el resto del campo. En los últimos tiempos no dormía más que dos o tres horas por noche, por las alertas constantes. Dejábamos la cocina tan tarde que me dormía caminando. Los bombardeos, cada vez más frecuentes, impedían muchas veces que volviésemos a las barracas, en las que frecuentemente ya no quedaba ningún lugar para acostarse, ni siquiera para sentarse. Por la mañana, nos levantábamos antes de que amaneciese para estar listas para partir hacia los comandos al alba, exhaustos por la falta de sueño pero buscando a toda costa no llamar la atención, porque trabajar en la cocina de los SS era la frágil certeza de no morir de hambre.

Mamá ya estaba muy debilitada por la detención, el trabajo alienante, el viaje agotador atravesando Polonia, Checoslovaquia y Alemania. No tardó en contagiarse el tifus. Peleó con el coraje y la abnegación de los que era capaz. Conservaba la misma lucidez sobre las cosas, el mismo juicio sobre la gente, el mismo estupor frente a lo que los hombres eran capaces de hacerles soportar a otros hombres. Pese a la atención que Milou y yo le dábamos, pese a la poca comida que lograba robar para que se repusiese, su estado se deterioró rápidamente. Sin medicamentos ni médicos, éramos incapaces de curarla. La veíamos empeorar día tras día. Asistir con impotencia al fin lento pero certero de aquella a la que amábamos más que a nadie en el mundo nos resultaba insoportable.

Murió el 15 de marzo, mientras yo estaba trabajando en la cocina. Cuando Milou me lo contó al volver a la noche, le respondí: “La mató el tifus, pero todo en ella ya estaba agotado.” Hoy en día, todavía, sesenta años más tarde, me doy cuenta de que nunca he podido resignarme a su desaparición. En cierto modo, no la he aceptado. Día tras día mamá está conmigo, y sé que las cosas que logré en mi vida fueron gracias a ella. Fue ella quien me alentó y me dio la voluntad para actuar. Probablemente yo no tenga su misma indulgencia y, en muchos asuntos, ella me juzgaría con cierta severidad. Pensaba de mí que era poco conciliadora, que a veces no era amable con los demás, y no estaba equivocada. Por todo, sigue siendo mi modelo, porque supo tener convicciones muy fuertes aunque siempre haciendo gala de una moderación y una sabiduría de las que sé que todavía no soy siempre capaz.

A comienzos de abril, supimos que el final se avecinaba. Día a día sentíamos cómo se acercaban los bombardeos. Milou no estaba bien. Ella también se había contagiado el tifus. Yo trataba de reconfortarla como podía: “Escúchame, hay que aguantar y no entregarse, porque vamos a ser liberadas muy pronto.” Cuando volvía de trabajar, le repetía: “Ya vas a ver, ocurrirá mañana. Tienes que aguantar, aguanta...” Y las noches en que cortaban la luz por culpa de las alertas y yo no podía volver a nuestra barraca, me invadía el miedo: ¿Encontraría viva a Milou? La idea de que, después de mi madre, mi hermana tampoco regresara a Francia, me destruía. Me obligaba entonces a aguantar, a armarme de valor, pese a que yo también comenzaba a sentir algunos síntomas de tifus, cosa que los médicos me confirmaron luego de la liberación del campo. Pero me recuperé bastante rápido.

Bergen-Belsen fue liberado el 17 de abril. Las tropas inglesas tomaron posesión del campo sin encontrar la más mínima resistencia, pese a la presencia residual de algunos SS. De hecho, los alemanes y los ingleses habían firmado un acuerdo dos o tres días antes, tal era el terror que los alemanes le tenían al tifus. Para mí, el día de la liberación fue uno de los más tristes de ese largo período. Yo estaba en la cocina, que era un edificio separado del resto, y cuando los ingleses llegaron, aislaron el campo con unos alambres de púas infranqueables. No pude reencontrarme con mi hermana. No poder compartir mi alegría y mi alivio con ella fue para mí una gran contrariedad. Habíamos estado juntas durante trece meses, sin separarnos nunca, lo que fue una suerte extraordinaria. Y el día en el que terminaba la pesadilla, nos encontrábamos lejos una de la otra. Hubo que esperar hasta el día siguiente para que finalmente nos pudiésemos abrazar.

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