Daniel Jándula (Málaga en 1980). En 2009 publicó El Reo, ficción sobre la biografía del disidente alemán Dietrich Bonhoeffer, tras realizar unos cursos de Teología en Madrid.
Algunos relatos suyos han aparecido en The Barcelona Review, Bcn Mes, Vulture y Paralelo Sur. Colabora en radio (El Prat Ràdio) y prensa escrita (en las revistas Quimera y Viaje a Ítaca), explorando nuevas formas de periodismo cultural, y ha ejercido de redactor en medios decanos como Ruta 66 y Revista de Letras.
Candaya Narrativa, 46
© Daniel Jándula Martín, 2017
Primera edición impresa: octubre de 2017
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
www.candaya.com
facebook.com/edcandaya
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Francesc Fernández
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-77-6
Depósito Legal: B 24739-2017
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
Portada
Autor Daniel Jándula Daniel Jándula (Málaga en 1980). En 2009 publicó El Reo, ficción sobre la biografía del disidente alemán Dietrich Bonhoeffer, tras realizar unos cursos de Teología en Madrid. Algunos relatos suyos han aparecido en The Barcelona Review, Bcn Mes, Vulture y Paralelo Sur. Colabora en radio (El Prat Ràdio) y prensa escrita (en las revistas Quimera y Viaje a Ítaca), explorando nuevas formas de periodismo cultural, y ha ejercido de redactor en medios decanos como Ruta 66 y Revista de Letras.
Créditos Candaya Narrativa, 46
ÍNDICE Table of Content Portada Autor Daniel Jándula Daniel Jándula (Málaga en 1980). En 2009 publicó El Reo, ficción sobre la biografía del disidente alemán Dietrich Bonhoeffer, tras realizar unos cursos de Teología en Madrid. Algunos relatos suyos han aparecido en The Barcelona Review, Bcn Mes, Vulture y Paralelo Sur. Colabora en radio (El Prat Ràdio) y prensa escrita (en las revistas Quimera y Viaje a Ítaca), explorando nuevas formas de periodismo cultural, y ha ejercido de redactor en medios decanos como Ruta 66 y Revista de Letras. Créditos Candaya Narrativa, 46 ÍNDICE DESPERTAR RESPIRAR CAMINAR ESCONDER ALIMENTAR LLENAR OBSERVAR PENSAR DESCUBRIR TRABAJAR ESPERAR DESCANSAR RECORDAR VIAJAR TEMER CRECER FRACASAR SALIR
DESPERTAR
RESPIRAR
CAMINAR
ESCONDER
ALIMENTAR
LLENAR
OBSERVAR
PENSAR
DESCUBRIR
TRABAJAR
ESPERAR
DESCANSAR
RECORDAR
VIAJAR
TEMER
CRECER
FRACASAR
SALIR
En la pared del salón de mi casa hay un agujero que no deja de crecer. Es del tamaño de una manzana. Anoche, antes de irme a dormir, probé a soplar un puñado de harina en su interior: la voluta quedó en suspensión por unos segundos, y luego se dispersó en minúsculas migajas que marcharon obedientes hacia el borde del agujero, trazando una ensayada espiral hacia el centro.
Desconozco cuánto lleva ahí. Lo descubrí a principios de semana, mientras bajaba el cuadro que ha estado colgado sobre el espacio que ocupó el sofá. He visto esa misma reproducción en montones de pisos habitados por personas de mi edad: una playa desierta, en blanco y negro, con una hilera de estacas de madera que conduce a una barca inutilizada y hundida en la arena. Lejos de transmitir serenidad, la imagen me pone nervioso. No dice mucho de mí. He tardado casi cuatro años en tomar conciencia de su aspecto desangelado, y esto no ha sucedido de un modo reflexivo, tras un análisis profundo, sino por una simple exposición a su presencia.
Ese cuadro forma parte de un pequeño grupo de objetos que ya estaban en la casa antes de que llegara yo, como la mesa cuadrada que queda a mi derecha al entrar al salón y un mueble oscuro donde guardaba los libros. He vendido el resto del mobiliario y cerrado todas las puertas. En cada habitación hay un reloj parado a las tres menos diez. La cocina y el baño desprenden todavía olor a amoniaco y a pino industrial. Duermo en un colchón junto al televisor, para paliar la fuerte sensación de desconcierto que me invade en el piso vacío. Tengo la tele encendida toda la noche, y a menudo me he desvelado sumergido en su resplandor azul. Como un sonámbulo recorro el pasillo que conduce a la puerta de la entrada y reviso que todo esté en orden. Regreso a mi colchón y compruebo que el agujero sigue en su sitio. Cuando me cuesta dormir, cierro los ojos y le planteo a mi mente acertijos que ayuden a vencer al cuerpo. Me pregunto en qué momento el agujero decide crecer esos centímetros diarios que llaman mi atención. Me pregunto por qué se abre de modo asimétrico, qué cantidad de pared se ha tragado, por qué le atribuyo capacidad de decisión, cuándo podré verlo desde el exterior del edificio.
Las preguntas resisten hasta que se hace de día. Estoy acostumbrado a clasificarlo todo en carpetas, a buscar un sistema detrás de cada montaña de información, así que las preguntas acumulan preguntas nuevas y percibo los pensamientos más desordenados y atropellados de lo que seguramente están. Pienso que tal vez las respuestas las tengan otros, los que se despedazan y se levantan de la cama quejándose, los que no tienen anomalías en sus paredes y no se paran a preguntarse estas cosas, porque justo al contrario que yo tienen demasiadas actividades que consumen su tiempo.
Veo que el reloj digital conectado a la corriente, el que he venido utilizando como despertador, parpadea. Eso me confirma que durante la noche ha habido un apagón. La claridad que entra por la ventana hace que me incorpore de un brinco. Es raro que recuerde lo soñado durante la noche, pero esta vez es distinto y algunas imágenes me asaltan en cuanto aliso las sábanas. Me balanceo como un equilibrista que hace una pausa en medio de su ejercicio. Una voz que no es mía pero que llevo dentro y me resulta familiar, me dice que abra los ojos.
Obedezco y me estiro tratando de aliviar el dolor muscular de la espalda. Busco el canal de noticias para ver la hora de verdad. Tardo unos segundos en darme cuenta de que hace un rato despegó el avión en el que debía volar hacia Santiago de Chile. Después, una serie de cortas escalas me habrían llevado hasta la península de Magallanes.
Deseo que el agujero sea lo suficientemente grande como para esconderme en él. Si uno se encuentra en una situación así, no sabe qué decisión tomar, aunque ahora todas las opciones se han reducido a la resignación. Llamo a la empresa que se encargó de transportar mi equipaje para evitarme el molesto procedimiento de la facturación. Salta un contestador con el horario de oficina. Me tiembla el pulso. Voy al baño y me lavo la cara. Trato de imaginar mi nombre resonando en el amplio espacio del aeropuerto. Poca gente sabe todavía que un avión cruza el Atlántico con ochenta kilos menos de peso, ahorrando 2’3 litros de combustible cada 100 kilómetros. Y espero que esto siga así durante un buen rato, por lo menos hasta que sepa cómo explicar que he perdido el avión y por qué me he quedado dormido.
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