Daniel Jándula - Tener una vida

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Tras varios años instalado en la apatía, el protagonista sin nombre de
Tener una vida decide marcharse al otro extremo del mundo, con la esperanza de dotar a sus días de un sentido que la rutina le ha negado siempre. Sin embargo, al despertar la mañana de su partida, descubre que ha perdido el vuelo y que el avión donde debía viajar ha desaparecido en el mar sin dejar rastro. La condición de fantasma de este
flâneur inmóvil del siglo XXI, que recuerda al funcionario de
Memorias del subsuelo de Dostoyevski, se complica todavía más cuando en la pared del salón de su casa aparece un agujero que comienza a tragarse, selectivamente, las pocas pertenencias que aún le quedan. Mientras lucha por entender el porqué de este inquietante suceso (con la ayuda de Héctor, un extravagante físico solar que vive en el piso de al lado), el narrador trata de ordenar sus emociones y recuerdos, especialmente los que le ha dejado su relación recién terminada con Lidia, tal vez la única persona capaz de ayudarle a recuperar su entereza. Aunque el lector intuirá pronto que el claustrofóbico conflicto de esta singular novela, escrita con el entusiasmo de Aira por la brevedad y el gusto por lo insólito de Levrero, revela mucho más que lo que el personaje va a averiguar: el vacío del hombre sin atributos de nuestro tiempo, la fragilidad de la memoria individual o la necesidad de aferrarnos a la imaginación para sobrevivir a lo que amenaza con engullir nuestro futuro.

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Al morir dejó una herencia que me permitió (soy hijo único) dejar mi puesto en el Registro de la Propiedad Intelectual y empezar de cero. He tenido la posibilidad de recrear y vivir sueños de vidas ajenas. He acumulado gran cantidad de conocimientos absurdos. He viajado demasiado a mi interior, y sigo sin saber lo que quiero hacer con mi vida, ni siquiera sé si tengo algo que pueda llamarse vida. He descubierto lo sencillo que resulta culpar a las circunstancias. Me costó aprender que cambian las circunstancias, pero que mi cuerpo sigue hundiéndose bajo su peso como arrugas en una sábana. Mi herencia, sin embargo, tiene fecha de expiración. Aún podré estar unos cinco años, según el lugar que elija para vivir, sin tener que preocuparme por las finanzas. Y me queda la opción de vender la casa de mi padre, a la que aún no he vuelto porque permanece llena de fantasmas.

El oxígeno consumido durante la primera mitad de mi existencia va oxidando mis órganos. Aunque todavía tardaré algún tiempo en sentir la rigidez de los músculos, mi rostro, con sus profundos surcos, manifiesta ya que algún día no lejano me desintegraré sin haberme acercado siquiera a lo que imaginé que sería mi vida. La respiración es fundamental. No está demostrado que el proceso de inspiración haya de ser necesariamente por la nariz para que la limpieza que el organismo hace del oxígeno sea óptima. También podemos tomar breves aspiraciones por la boca para que los pulmones no tengan que realizar esfuerzos inútiles. Hay que ser cariñoso con los propios órganos, antes incluso que con los de los demás.

CAMINAR

La semana pasada localicé en la biblioteca una guía de viaje por la Patagonia y por Tierra del Fuego. Parece un lugar tan hostil que el menor gesto de vida, ya sea en forma de trigo o de uvas, se antoja irreal. Santa Cruz tenía que ser el lugar donde me quedaría. La guía despliega unas dunas de sal, unos matojos como erizos rodando por lomas, no muy lejos de glaciares inmensos y de los cementerios de coches y pozos que conectan la Pampa del Asador con el planeta Tierra. Un lugar al que muchos van a olvidar las atrocidades de la Triple A. Quien soñó con serpientes marinas al confeccionar mapas, se quedaría congelado ante semejante paisaje, arquetipo de lo sagrado. Las fotografías no hacen justicia a un entorno que no cabe por los ojos, pero sí permiten intuir que en aquel lugar viven gigantes. El viento bate el silencio del destierro (donde van a comer manzanas los locos y los caballos salvajes) y hace olvidar todas las utopías, hasta las de las sociedades más enfermas que han trastornando la realidad. Uno no encuentra palabras rotundas para describir la idiosincrasia del paisaje; las palabras se rompen, como si hubiesen sido golpeadas por las piedras de los bosques que distingo hacia el oeste de las páginas. En la guía, el escritor hace hincapié en la belleza metafísica que resulta del exceso de paisaje.

Sueño con atravesar a pie esa vegetación atormentada por el viento, detenerme en la imposibilidad de las enormes e inaccesibles paredes pulidas por el viento, junto al lago Viedma. Sueño con dejar mi forma en la espesa sábana cubierta de hielo. De fondo vibrarían las montañas riscosas, convertidas en dinosaurios de piedra, con engañosas formas de volcán. Al cerrar los ojos me sumerjo en el barro oscuro de la Pampa, tan áspero como el lomo del diablo. Un abismo negro de arena griega, de la Grecia clásica.

Compongo un mosaico de lo que no podrá ser. La fauna austral, la memoria de extraños naufragios, de faros escondidos. Los lagos a los que los alemanes llamaban «el infierno verde». Hojas de pangue y hornos de piedra. Algas rojas en el mar. Ríos de hielo desplazándose con extrema lentitud, su espuma afilada derramando cuchillos.

Caminar por la Patagonia debe de ser complicado si se hace a solas. Uno se hunde y se salva a cada rato, con los recuerdos que quieren ser olvidados. Vivo convencido de que allí el tiempo se desvanece. Me seducía la idea de ir al extremo sur del mapa. De crío, cuando coloreaba mapas para aprender las fronteras, pensaba que, si me precipitaba por el punto sur, aparecería de repente por el norte, dando un rodeo por el dorso del mundo. Para mí el mundo era plano y se podía recorrer a pie.

Con la cara pegada a la guía, me trago las imágenes apaisadas, cuya fuerza me había sido negada hasta ese instante. Como en los sueños no hace falta ser coherente, me voy sumergiendo en la fotografías. El fondo se deshace como si fuese un tejido humano en descomposición. Sueño que camino sin cansarme por una ardiente campiña, sin importarme que se trate de un decorado. Luego vuelve el entendimiento y me dice que ese no es mi sitio.

Perdida la ocasión de volar, me consuelo pensando que aún existe la ventaja de caminar. Conozco las teorías acerca del buen caminar, pero al aplicarlas me enfrento con mi ineptitud. Cierro los ojos y pruebo a visualizar mis andares. Me veo encima de un camino abierto en la nieve, tratando de mantener el tipo, andando sereno, recto, mi largo y oscuro abrigo intacto, sin un alma alrededor que repare en el movimiento de mis piernas. Avanzo metro a metro, fijo la atención en el crujido de las pisadas, en el frío naufragando en mis mejillas y en el cambio de peso de una pierna a otra: un desplazamiento que se comporta con la obediencia de un átomo a las leyes de la física. No es el de mi imaginación un caminar acartonado, no saco pecho ni escondo el vientre, ni me dedico a mover los hombros. Allí todo funciona: sé qué hacer con las manos, no las dejo colgando ni las pego al tronco, ni las aprisiono en los bolsillos. Mi cuello se mantiene firme, es un ligero péndulo. La planta de los pies amortigua el peso, y la tracción de la gravedad es compensada por el ritmo constante del recorrido, por el sonido de las botas contra el suelo húmedo. La naturaleza deja caminar si uno es capaz de aprovechar los recursos que nos ofrece.

El movimiento de los ojos. Concentrarme en un punto lo suficientemente apartado para considerarlo una meta, pero no tan lejano como para tener que forzar la vista. Las cosas más interesantes entre ese punto y donde estoy ubicado ahora, al inicio de un puente, por ejemplo, serán vistas de modo indirecto. Es importante trabajar el campo de vigilancia. Aprender a seleccionar lo que se observa en el camino. Apartar lo efímero mientras lo efímero va a nuestro encuentro.

El paisaje influye en el caminar. No es igual la calma del cementerio que la calma a orillas del mar, con los pies desnudos destruyendo conchas minúsculas.

De camino a casa escucho las suelas de los zapatos soportando mi peso, las piernas rozándose entre sí, ese crujido vago del vaquero o de la hebilla del cinturón. Cada espiración devuelve un aire sucio y delicado. Pienso en diferentes texturas del terreno: tierra de parque infantil, hierba prohibida y recién cortada, la resbaladiza entrada al suburbano, una montaña de nieve apilada en el arcén. Pero no hay tal nieve. Lo único que permanece en blanco es la pared de mi piso. Durante años me he quejado de que siempre caigo en la tentación de dejar las cosas a medias. Ahora veo que también puedo dejar las cosas antes de empezar.

Lo difícil no es caminar, sino luchar con la idea de que el paseo, por sí solo, no ayuda.

La pared que tengo delante me sirvió en ocasiones para tener una idea aproximada de la hora del día, según se iban desplazando hacia la izquierda las agujas de luz solar. Apoyo la mano en la superficie plagada de rugosidades. El contacto con las estribaciones y protuberancias del muro activa recuerdos e inventivas: una huella dejada por un pulgar cubierto de carbón, la herida poco profunda que dejó un mueble al ser desplazado, o la afilada línea de sombra de una zapatilla de deporte. Azabaches, pardos, ocres y sienas. En aquel lugar me apoyé para rascarme la espalda. Arriba, cerca del techo alto, quise practicar un agujero para colgar un cuadro. Al descubrir el agujero del salón pensé que el anterior inquilino había cometido el mismo error que yo tratando de agujerear un muro de carga, y que el cuadro tenía la función de cubrir el desastre. Pero no es este un agujero provocado, no es como el que haría yo.

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