Daniel Jándula - Tener una vida

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Tras varios años instalado en la apatía, el protagonista sin nombre de
Tener una vida decide marcharse al otro extremo del mundo, con la esperanza de dotar a sus días de un sentido que la rutina le ha negado siempre. Sin embargo, al despertar la mañana de su partida, descubre que ha perdido el vuelo y que el avión donde debía viajar ha desaparecido en el mar sin dejar rastro. La condición de fantasma de este
flâneur inmóvil del siglo XXI, que recuerda al funcionario de
Memorias del subsuelo de Dostoyevski, se complica todavía más cuando en la pared del salón de su casa aparece un agujero que comienza a tragarse, selectivamente, las pocas pertenencias que aún le quedan. Mientras lucha por entender el porqué de este inquietante suceso (con la ayuda de Héctor, un extravagante físico solar que vive en el piso de al lado), el narrador trata de ordenar sus emociones y recuerdos, especialmente los que le ha dejado su relación recién terminada con Lidia, tal vez la única persona capaz de ayudarle a recuperar su entereza. Aunque el lector intuirá pronto que el claustrofóbico conflicto de esta singular novela, escrita con el entusiasmo de Aira por la brevedad y el gusto por lo insólito de Levrero, revela mucho más que lo que el personaje va a averiguar: el vacío del hombre sin atributos de nuestro tiempo, la fragilidad de la memoria individual o la necesidad de aferrarnos a la imaginación para sobrevivir a lo que amenaza con engullir nuestro futuro.

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El recorrido de su ensayo presentaba, como su atractiva cojera, inclinaciones respecto a un eje central: iba de nuestra lenta y penosa dictadura a una Latinoamérica con mejor memoria de sus peores desdichas. Según Lidia, las dictaduras de América Latina producen asco por su violencia y su salvaje brevedad, por su modo visceral de quemar etapas y esconder cuerpos, casi como si se tratara de una carrera de obstáculos. Aquellas atrocidades quedaron registradas en la tradición oral de las coplas, los fandangos, los sones y los tangos, los únicos lugares a los que la burocracia no tenía acceso. Eran las voces que acompañaban la limpieza de las escaleras y los patios las que daban cuenta de lo ocurrido. La dictadura nuestra, en parte por su extensión temporal, ha creado una suerte de enfermiza dependencia, una fantasía agónica no exenta de exhibicionismo que se nos ha inculcado en el alma y en la memoria. La dictadura que nuestros padres conocieron está en nuestra leche materna, en nuestra educación, en cada rincón de la ciudad y debajo de cada conversación. El trabajo de Lidia planteaba cómo se encajaba esta ubicuidad, y el punto de partida era analizar las expresiones culturales de cada generación. Nuestra generación no había conocido la dictadura, pero la dictadura se había instalado en nuestra generación como una molesta montaña de polvo. Por eso la música de hoy prefiere conflictos como el desamor o el aburrimiento. La música que yo viví (porque en mi casa no sólo se escuchaban canciones, se repetían, se sentían y hasta se lloraban; nos aferrábamos a las melodías y frases de otros para escapar de las propias) era puro exorcismo. Como en mi casa la cultura dominante era la de la copla y el pasodoble, Lidia no paraba de hacerme preguntas sobre las canciones que recordaba, las que mi abuela afirmó haber cantado en la radio, o sobre los discos que había escondidos en un altillo, dentro de una caja donde convivían la canción protesta, los cantautores rendidos a una poesía de burdel, sospechosos éxitos de una época que era más sano olvidar, y grabaciones importadas del extranjero.

Las dictaduras de ambos continentes no son intercambiables, decía la tesis de Lidia. Ninguna dictadura lo es. Pero tal vez, me explicaba Lidia (ella tiene la capacidad de materializar en su lenguaje corporal lo que lleva dentro) sí que nos haría falta tener una pizca de la amargura de hace décadas, para asegurarnos de que habíamos aprendido algo. Yo lo veo difícil. Nosotros no acabamos con la dictadura, sólo la agotamos. Así hacemos aquí las cosas. Mi generación se ha ido por el hoyo de la ociosidad, suelo escuchar decir a los mayores; la generación de la posguerra, la que vio crecer como hongos los fantasmas y delirios de un imbécil (cualquier definición acertada de dictadura incluye a un imbécil) quiso saltar un gran charco, pero parte de ella nunca regresó, porque es difícil regresar de una huida. De esto iban las canciones de mi casa, y en ese inabarcable campo quiso meterse Lidia al comienzo de su tesis. La generación de nuestros abuelos descendió por un remolino, un maelström, junto a sus héroes culturales, decía Lidia, que por cierto sabe hablar muy bien alemán; al llegar a la última vocal escondía la lengua y la hacía descender, como indica la diéresis que lleva encima la letra. No establecía comparaciones entre su cojera y todo lo demás. No lo disimulaba. Bromeaba con que así conseguía ron gratis. Yo sólo me sentí avergonzado en una ocasión: ella había ido a un médico que podía reconstruir el músculo dañado, y yo le dije que no era buena idea, que me gustaba así. Pero no le dije que fuera su cojera lo que me gustaba de ella, sino el hecho de que no le diera importancia. Es como si la reconstrucción de su pie la convirtiera en una versión pobre de sí misma.

Lidia había llegado a una doble conclusión en su investigación académica: que alejarnos de América Latina para escondernos en Europa fue un error (no sé lo suficiente de ello para saber si estar de acuerdo), y que aquella generación hizo lo que nunca se ha de hacer cuando uno cae en un remolino que mueve grandes masas de agua: nadar hasta sentir calambres.

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