—¿Qué hace ahí, grandísimo maqueta?
Era un amigo que, puesto al corriente de mis preocupaciones, habló así:
—¿Las moscas? Odiosas alimañas, que las arañas, famélicas, hambrientas, debían haber devorado ya desde hace mucho tiempo; ellas se asientan calladamente sobre la carroña desapacible, sobre los pantanos infames, sobre los inmundos andrajos, y luego, llevando adheridas a esas delicadas patitas que tú admiras, una multitud de gérmenes de muerte, vuelan sobre las mejillas de tu novia o de tu hermana, se detienen, aviesas, en el bocado suculento que espera sobre tu mesa, caminan confiadas y presurosas sobre tu mano y hasta tienen el mal gusto de dejarse caer de bruces dentro de tu plato, dentro de tu vaso.
—Basta. Eres un hombre cruel. ¿Crees que sólo con el sacrificio de estos animaluchos hemos de escapar de la muerte? ¡Que exterminen los microbios, que sequen los pantanos, que entierren las carroñas!
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 26 de agosto de 1918.
17Esta crónica anticipa la crítica permanente de Tejada contra el higienismo.
La labor oscura
Ayer vino el correo de provincias. Sobre la mesa de la redacción se han acumulado, unos sobre otros, los paquetes de periódicos, los folletos, las pequeñas revistas: allí, insinuantes, reposan los rotulados envoltorios esperando una mano curiosa que desgarre las fajas blancas y unos ojos eminentes que se enteren de las grandes cosas, revelaciones importantísimas y secretos terribles que esas modestas páginas encierran en sus columnas. Ahora bien: hoy, como siempre, ha penetrado a la redacción un buen número de personas que, una a una, van llegándose hasta la mesa, revisan concienzudamente los diarios de la mañana, revuelven libros y papeles, escriben, conversan. Pero muy pocas, quizá una apenas, tal vez dos, reparan en el discreto montoncito de paquetes que descansa ahí, olvidado. Diré sin embargo que, a veces, hay quien, interesado, quiere hojear el órgano más caracterizado de su Departamento; lo busca, lo toma, pasa los ojos sobre las columnas rápidamente, y luego, con displicencia, lo arroja sobre el tapiz. Y los periodiquillos insignificantes, los semanarios diminutos que llegan difícilmente desde remotas poblaciones, quedan ahí inadvertidos hasta que alguien, por la tarde, los embute bruscamente en la cesta de los papeles, implacable y devoradora.
Y a pesar de todo son interesantes y amables esos pequeños periódicos de provincias. Sorpréndese uno al adivinar el calor de vida, el entusiasmo fervoroso por las ideas y los ideales, la fe inquebrantable en los jefes que alientan aquellos oscuros combatientes que, en sus apartados rincones, no han sentido aún el cansancio, el frío escepticismo de las capitales donde los hombres son más sagaces y más sabios. Cuando, acá, los directores de la política han olvidado ya el amor que pusieron momentáneamente en una tendencia o en un programa, todavía, por mucho tiempo, en provincias sigue combatiéndose o defendiéndose tesoneramente, ingenuamente, esa tendencia o ese programa.
Los que han sido periodistas en ciudades de tres mil habitantes y saben la deliciosa voluptuosidad de ser liberales, intransigentes, temibles, cuando uno habla mal de Dios ante la estupefacción del boticario o se da el lujo de no creer en el diablo aunque, al anochecer, recemos el rosario junto a las faldas protectoras de la abuela; los que han sentido la emoción encantadora de verse excomulgados por un cura demasiado estúpido y bueno y han luchado abiertamente contra un ambiente denso, pacato, obtuso, escandalizando viejas y muchachas; los que en el fondo de sus aldeas aún se enardecen ante el prestigio de ciertos vocablos como causa, libertad, patria, bien merecerían el título de héroes anónimos que, en la guerra, se concede a los centinelas vigilantes que no abandonan su puesto, a los soldados humildes que mueren oscura y desinteresadamente.
Es allá, en provincias, donde aún existe el verdadero partidarismo, el fervor por las ideas, el desinterés, el concepto fecundo de lucha, sin ambiciones mezquinas; es allá donde todavía se odia o se ama. Sólo en esos rincones lejanos se siente uno invadido de un entusiasmo profundo por los hombres de aquí, grandes, deslumbrantes, que hacen y deshacen y que luego, al conocerlos de lejos y saludarlos respetuosamente en estos callejones, al verlos muy humanos, demasiado humanos, experimentamos cierto remordimiento de haberlos admirado tanto.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 4 de septiembre de 1918.
Los nombres
Parece que un señor Jesús García ha sido nombrado gobernador de toda una provincia. Al menos ese nombre oscuro corre por ahí en bocas y periódicos.
Don Jesús García... He pensado que este señor, a pesar de lo que aseguran sus enemigos, debe ser una magnífica persona, tal vez un viejecillo modesto, pequeño, de reducidas aspiraciones, incapaz de hacer mucho mal o mucho bien; porque así lo indica su nombre, arreglado con dos vocablos demasiado comunes. ¿Creéis que don Jesús García podría llegar a ser un gran conquistador, un gran político o un gran poeta? Pues no lo creáis; a menos que adopte un pseudónimo. Mientras no haga tal, don Jesús ha renunciado a una carrera brillante. Por eso dije que era un hombre de reducidas aspiraciones.
Sin duda, los nombres ejercen un extraño influjo sobre nuestros espíritus y quizá sobre nuestros cuerpos. Los nombres, por ciertas relaciones misteriosas, deciden nuestro porvenir. Yo creo que el doctor Pomponio Guzmán debe en gran parte la Cartera de Hacienda que hoy disfruta, a ese nombre que ostenta, pomposo y visible. Uno se figura que el doctor Guzmán debe ser algo así como un gigante solemne, pausado, ceremonioso, que hará temblar las columnas del Capitolio con una vozarrona de trueno.
¿Y qué opináis del señor Vásquez Cobo? Yo no conozco al señor Vásquez Cobo, pero pienso que debe ser un personaje desgraciado, aunque lo adornen muy apreciables cualidades. Porque las gentes seguramente desconfiarán de ese nombre raro que hace pensar en cuevas, en socavones, en qué sé yo qué cosas oscuras y taimadas.
Hay otros nombres que sugieren mucho, nombres que pudiéramos llamar onomatopéyicos: Hindenburg, por ejemplo, recuerda algo como la descarga lejana y retumbante de una batería; Guillermo es una palabra bélica, que trae a la mente ideas de conquista y hace meditar en la fanfarria heroica de los batallones; Francisco, que es nombre de santo, habla de entereza de carácter, de bondad, de caridad, de amor al prójimo; Rudesindo, que huele a sacristía, debe ser un hombre bonachón y pusilánime, por atavismo, porque los que así los distinguieron, serían seguramente dos ingenuos esposos de provincia.
Existen también algunos nombres, muy pocos, famosos, terribles o amables, aborrecidos o adorados, que se hacen popularísimos hasta en las aldeas y los campos; que vuelan de boca en boca por los más escondidos rincones, independientes, sonoros, y los niños los deletrean y las muchachas los pronuncian sin saber precisamente, o apenas de una manera vaga y legendaria, a quién pertenecen. Recuerdo que, cuando era un pequeñuelo, tan pequeñuelo, que apenas balbucía cosas ininteligibles, mi hermanita exclamaba, a veces, apuntándome con una escopeta de madera:
—¡Alto ahí! ¿Quién vive? Y yo contestaba: ¡Rafael Uribe!
Entre nombres de mujeres, tantos y tan diversos, hay unos simbólicos y otros evocativos que rememoran tiempos olvidados o viejas lecturas, nombres crueles o humildes, ásperos o encantados. Laura es aquella colegiala loca, aquella diablesa saltadora, que en un primoroso cuento de Tablanca, exclama alegremente: “Te quiero mucho, poquito y nada”. Catalina será sin duda una mujer un poco infame, deliciosa y tirana, que jugará inteligentemente con vuestro corazón, haciéndolo añicos, como una panterilla. Isabel —regia y bella palabra— se me figura rubia y esbelta, dulce, enérgica y hacendosa, como una reina castellana; Eulalia, Ofelia, “unos nombres con muchas eles”, son frágiles princesas de los cuentos de hadas. ¿Y Soledad? Este vocablo inefable dice que aquella persona que lo lleva es contemplativa y silenciosa. Es discreta también. Sí, Soledad amará las flores y la penumbra, y sus ojos meditabundos serán como una milagrosa piscina donde se purifican nuestros pecados, nuestros odios y nuestras pesadumbres.
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