El Universal, “Glosas insignificantes”,
Barranquilla, 19 de julio de 1918.
El humorismo
Un joven dibujante, humorista, ha abierto al público una exposición de sus obras.15 Sorprende ver la ironía sana, riente, con que el artista sabe tratar los asuntos. Sorprende y desconcierta, porque no es la ironía saludable, franca, buena, la que estamos acostumbrados a gustar en los dibujantes y en los escritores de nuestra tierra. Siempre, en el fondo, nuestros humoristas son hombres combativos, demoledores o gemebundos poetas que aman la muerte y el dolor; todos tienen esa manera latina de ver agria, amargamente la vida. Tal vez será cuestión de raza, fruto de unos oscuros atavismos que han dejado en las almas un sedimento de tristeza y de agresividad; tal vez esa mezcla de sangre ibera, mística y rebelde, y de sangre india, melancólica y taimada, sometida y rencorosa, que llevamos en las venas y que nos hace ser cejijuntos, violentos, ofensivos.
Se dice que sólo saben reír alegremente aquellos pueblos anglosajones, fuertes, dominadores, bien alimentados, que aman la vida armoniosa y libre, la gimnasia y el sport, que son optimistas, rubicundos y casi ingenuos, como los buenos gigantes de los cuentos. En cambio, nuestra raza decadente que ha soportado el peso de muchas esclavitudes, raquítica, perezosa, enferma de melancolía y de misantropismo, no comprenderá la amable virtud de sonreír bonachonamente ante el aspecto grotesco de las cosas, sin ofender, sin vapulear o sin demoler, hasta que una educación profunda, aireada, robusta, moderna, modifique pacientemente ese cúmulo de aflicciones sombrías, de aberraciones oscuras, ese apegamiento a vivir con las ventanas cerradas, ese odio al sol y a la luz, a los ejercicios rudos y saludables, ese gusto por las diversiones que hacen reír dolorosamente, como las piruetas lamentables de los payasos o los cascabeleos de las bailarinas, trágicas y enflaquecidas, que agonizan sonriendo sobre los tablados nocturnos.
Por eso me ha sorprendido que el excelente artista que expone ahora sus obras en el Salón Samper, se haya independizado un poco de esa torturante tradición humorística de dibujantes y escritores nuestros, de ese prurito cruel de satirizar biliosamente, de esa preferencia malsana por las ironías mordaces que dejan en el alma un amargor de hiel.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 23 de julio de 1918.
15Se trata de la exposición del caricaturista Ricardo Rendón, anunciada en una crónica del 17 de julio, titulada precisamente “Ricardo Rendón” y que fue publicada en la compilación de Miguel Escobar Calle, Mesa de redacción. La exposición de la obra del caricaturista fue convocada por la influyente revista Cultura. Es curioso y lamentable que los dibujos y acuarelas que presentó este artista en aquella ocasión no hayan quedado para la posteridad.
Un caso
Me ha tocado presenciar un caso bien curioso: hay en los alrededores de Bogotá un sitio donde se reúnen, a la hora de las comidas y alrededor de una pequeña mesa, varios obreros extranjeros: un alemán alegre, bajito, robusto, de bigotes puntiagudos, que es el dueño del establecimiento y que, en mangas de camisa, hace los honores de la casa; un austriaco gigantesco, de ojos de niño y puños de cíclope, que ha estado en China, en Groenlandia y en el Cabo de la Buena Esperanza; un inglés de pupilas azules, risueño, esbelto, que habla poco y bebe mucho; un francés del sur de Francia, vivo y nervioso, que acciona con el tenedor, en cuyas cuatro puntas hay siempre suspendido un pedacito de carne; y un catalán que parece escapado de un drama de Guimerá,16 con su boina echada a un lado, sin cuello, rasurado, vivaz e inteligente.
No sé por qué afortunadas circunstancias fui a dar a ese centro de obreros, amable y cosmopolita; pero es muy cierto que, una tarde de estas, vime allí sentado también, como un camarada, alrededor de la pequeña mesa y frente a un delicioso y rubio jarro de cerveza alemana.
¿Cómo es que estos hombres, tan distanciados unos de otros por abismos de sangre y de odio, no se tiran los platos a la cara, sino que, al contrario, desde hace muchos días viven juntos y departen amigablemente, sin pensar en las patrias lejanas, en las matanzas, en las invasiones, en los bombardeos, en las derrotas, en las victorias?
Mi amigo, el catalán, trataba de explicar el problema, diciendo que en Alemania, en Inglaterra y en todas partes, la guerra sólo es obra de las aristocracias y no ha gozado de una profunda simpatía en las bajas clases sociales.
Yo no entré a discutir esa teoría, pero sí me sorprendí mucho al adivinar esa flemática indiferencia, ese olvido sabio de los grandes rencores, que contrasta visiblemente con nuestro modo de ser tropical y ardoroso, con nuestro carácter vengativo, que no perdona nunca y que tiene siempre los oídos palpitantes, despiertos, a flor de ojos y a flor de labios. No es envidiable en verdad esa frialdad impasible de sentimientos que caracteriza a los hijos de aquellos países nórdicos, donde la heladez cansada de las brumas hace circular menos presurosamente la sangre. Es mejor, mucho mejor, ser como somos, tener todo el sol fogoso entre las venas y un ímpetu salvaje que no deje olvidar jamás la ofensa sangrienta, que obligue a gustar el exquisito placer de la venganza.
Pero he pensado también que en estos sencillos obreros, que se juntan cotidianamente a beber copiosos y espumeantes jarros de cerveza, ha privado un invencible instinto de compañerismo sobre el amor a la patria y el odio al enemigo de la patria. Estos pobres hombres, unidos por el trabajo y por el destierro en un rincón del mundo, bárbaro y apartado, rodeados de caras hurañas y desconfiadas, que sienten la dulce nostalgia del hogar, no pueden menos de hacer a un lado las absurdas enemistades, los rencores arbitrarios, para reunirse, en los atardeceres melancólicos, frente a un vaso de cerveza, a añorar lejanos tiempos de paz y de juventud, cuando en una humosa taberna de Liverpool o de Munich se hablaba alegremente de América, la tierra alucinante del oro y de las leyendas.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 24 de julio de 1918.
16Se refiere, seguramente, al escritor catalán Angel Guimerá (1849-1924).
Las moscas17
Indudablemente, el instinto de conservación, que va siempre de brazo con el espíritu de destrucción, se ha desarrollado muchísimo en estas épocas. Sólo nos tortura hoy una idea: buscar los medios más eficaces y terribles para desembarazarnos de nuestros enemigos, semejantes o desemejantes, visibles o invisibles, humanos o fantásticos; despliégase un ingenio extraordinario, invéntanse proyectos sorprendentes, pónense en juego estratagemas diabólicas que, digámoslo con rubor, muchas veces no están acordes con la lealtad que debe caracterizarnos siempre frente al adversario: se arrojan provisiones envenenadas sobre las ciudades hambrientas; se acecha al enemigo, bajo las aguas negras y fatales del mar, para caer luego sobre él, como unos bandidos; descúbrense brebajes corrosivos que fulminan, a traición y sobre seguro, a una muchedumbre de seres insignificantes, cuyo único pecado es ese, muy disculpable, de querer vivir a costa de nuestra sangre y de nuestra carne.
Bien: un hombre que acaricie ideas tan inquietantes, no podría ver sin sorpresa la noticia que da un diario, de que dos inteligentes investigadores lograron encontrar, después de concienzudos estudios, un medio eficaz, aunque un tanto infame, es verdad, de concluir con ciertos pobres animalitos que la ciencia llama Musca domestica (moscas, en lenguaje corriente y entendible).
Plantado esta mañana por casualidad frente a un escaparate, he visto al través de los vidrios unos cuantos ejemplares de esos difamados dípteros (dípteros, insecto de dos alas. Diccionario de la lengua), y he sentido el enternecimiento natural de quien mira a un condenado a muerte; he contemplado cómo esos indefensos animalejos, graciosos y diminutos, saben sostenerse en las antenas posteriores, levantando significativamente las patitas delanteras y juntándolas a la altura de los ojos, como un hombre jovial que, cuando ha concebido una buena idea, se soba calurosamente las manos y sonríe; o también, a veces, inclinados hacia adelante, montan las menudas patas de atrás sobre las alas y echan a caminar meditabundos como aquellos señores preocupados que, con las manos en la espalda, encontramos de cuando en cuando por la calle; los contemplo, con las barriguitas blancas vueltas hacia mí y las alas sutiles recogidas, haciendo visajes y señas incomprensibles y ensayando profundas genuflexiones hieráticas. Esas moscas gesticulantes me hacen pensar en unas viejecitas alegres que he visto yo a la entrada de las iglesias persignándose rápidamente a dos manos; estas moscas amables que nos acompañan en los mediodías bochornosos, zumbando sonoramente dentro de nuestro cuarto, estas moscas familiares, con sus cabecitas pequeñas, extrañas, aterciopeladas, cruzadas de rayitas blancas.
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