Luis Tejada - Nueva antología de Luis Tejada

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Esta nueva compilación de crónicas, en su mayoría no vueltas a publicar desde su primera aparición en periódicos de comienzos del siglo xx, busca rescatar la producción temprana de Luis Tejada, desestimada hasta el momento actual, así como evidenciar la evolución de algunos de los temas y de la escritura en general del gran cronista. Igualmente, la selección pretende resaltar la universalidad de su obra, enfocada desde perspectivas localistas en las antologías que se han editado hasta el momento. En esta Nueva antología de Luis Tejada el lector podrá constatar que las cualidades formales que han hecho perdurable al pequeño filósofo de lo cotidiano y que lo hacen accesible e interesante para todo tipo de público —belleza, amenidad, talento para narrar—estaban presentes desde los orígenes de su escritura. Además, podrá confirmar que sus textos poseen el valor de documentos que permiten seguir el devenir de la cultura colombiana, las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país: el de la transición hacia la modernidad, retratadas por un espíritu a su vez profundamente moderno y progresista.

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El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 18 de septiembre de 1918.

Los bigotes

“El jefe de la Policía de Bucaramanga ha ordenado a sus agentes que se recorten los bigotes para que las damas no los enamoren”. También ha lanzado una estupenda proclama, que concluye así: “La notificación de retirarse de las ventanas los varones que conversen de pie sobre los embaldosados rige dadas las diez de la noche. El apego a una ventana no tiene pena sino en caso de que se haga burla al agente a la tercera notificación”.

Parece que aquel angelito endiablado y ciego que las doncellas y los poetas llaman Amor, no goza hoy de una perfecta libertad de acción en Bucaramanga. Porque ha surgido allá, en esta época en que tantas tiranías amenazan a la República, un curioso ejemplar de dictadores, un hombre tremendo que se complace en hacer sentir su poderío, en torturar y perseguir a los inofensivos enamorados, en regimentar y controlar todo lo que con el pequeño dios tenga algo que ver en la amable ciudad santandereana.

Dícese que ese aborrecible sujeto sale al anochecer, espada en mano, gesticulante y amenazador, como uno de aquellos terribles sargentos de operetas, por calles y plazas, separando bruscamente de las dulces rejas a los galanes y espantando a las inocentes novias que huyen con una palabra de cariño petrificada en los labios. El estupendo personaje que tan divertidas ocurrencias comete, es el señor Martiniano Valbuena, Jefe de la policía departamental de Santander.

Pero es, entre las peregrinas resoluciones de don Martiniano Valbuena, aquella en que ordena a sus pobres agentes que se amputen los bigotes, “para que las damas no los enamoren”, la que me ha causado más regocijo y admiración. Sin duda, el señor Jefe es un profundo conocedor de las aficiones y caprichos de las mujeres, incluyendo en este apreciable gremio a algunas señoras burguesas y a las fámulas en general. El señor Valbuena comprende cómo debe ser de enternecedor y peligroso el inquietante cosquilleo de ciertos mostachos puntiagudos, agresivos, que caminan como curiosas arañas sobre unas ruborizadas mejillas. También, el sagaz psicólogo de Bucaramanga, ha adivinado que los bigotes imprimen a las fisonomías un aspecto rudo, bárbaro, dominador, haciendo que muchos humildes servidores públicos y bonachones pasen, bajo sus cascos negros, por feroces conquistadores ante las apacibles amas de cría.

¿Qué harían sin sus bigotes los agentes de policía, los generales retirados y algunos capitanes de uniforme? Si el señor Presidente de la República se atreviera a dictar un decreto donde se disponga una siega universal de bigotes, condenaría tal vez a una multitud de personajes importantes a guardar abstinencia forzosa en el más sagrado y delicioso de los pecados mortales.

A pesar de que, respecto a los militares, hay quienes opinan que su clásico prestigio ha decaído considerablemente entre ciertas mujeres exquisitas, inteligentes y aristocráticas, y que ya sólo algunas muchachas ingenuas que suelen leer novelas de raptos y escalamientos, pierden el sentido ante los tenientes de caballerías, egregios y fanfarrones. En Amor, parece que ha amanecido la era de los saltimbanquis fornidos y de los imberbes aviadores.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 24 de septiembre de 1918.

La felicidad

Anda por ahí, de mano en mano, un interesante álbum, donde se han recogido pacientemente las numerosas y diversas respuestas que los hombres más conspicuos han dado a esta curiosa interrogación: ¿cuáles son las tres cosas que constituyen la mayor suma de felicidad en el mundo?

Y he aquí que unos han dicho: el dinero, la salud y el amor; y otros: la fe y la esperanza y la lucha; y aquellos: la caridad y el vino y el sueño. Y hay mil opiniones y en cada una de ellas podría adivinarse el carácter y el talento del individuo y sobre todo se advierte ahí un esfuerzo, un anhelo de concretar, de meter dentro de una fórmula o una frase ese cúmulo de ideales vagos, de deseos inasibles que son, en la vida, palancas invisibles que empujan a la acción, estrellas móviles que determinan nuestra ruta. ¿Pero quién sería capaz de decir precisamente lo que desea? Ese sonoro vocablo, felicidad, encierra algo nebuloso, inaprehensible, y si nos preguntaran de sopetón qué significa, no seríamos capaces de responder.

Parece que la tal felicidad no es, ni mucho menos, un estado perdurable, una característica duradera, uniforme, de la personalidad. No. Tal vez será más bien una manera de ser, momentánea, accidental, que podría presentarse en múltiples formas y en determinadas circunstancias. Una manera de ser promovida por quién sabe qué ocultos, misteriosos, incognoscibles resortes.

Sin embargo, si al cronista le interrogaran sobre esas tres cosas estupendas que han de constituir la felicidad en el mundo, el cronista diría, a riesgo de equivocarse, que esas tres cosas deben ser: no desear nada; no poseer nada; no saber nada. Porque el deseo es angustia, y el tesoro es honda preocupación, y el conocimiento que analiza y desnuda es desencanto.

Ser, ¡oh dioses!, limitado y pequeño, alcanzar la vida insignificante de las cosas humildes, que no aman, ni lloran, ni sufren, ni gozan. Ser, sin alegrías profundas y sin dolores inmensos, como el sencillo cura de mi aldea: rubicundo, bonachón, sonriente, que tomaba, al mediodía, chocolate con galletas y cultivaba un dulce huertecillo de lechugas. Bien sabe todo el mundo que, cuando murió plácidamente, el mismo Dios del cielo con sus barbas pluviales vino a abrirle las puertas del Paraíso.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 1 de octubre de 1918.

Las grandes mentiras

En los pueblos donde el análisis no es precisamente la característica más acentuada de los individuos y donde la capacidad de renovación no es, ni mucho menos, la virtud predominante de la raza, sería de interés hacer una estadística minuciosa de las grandes mentiras convencionales, de las paradojas sorprendentes y de las viejas verdades que han dejado de ser verdades por desgaste o por rectificación o por evolución lógica de la esencia de las cosas, pero que aún son acatadas con el tradicional respeto que las gentes profesan a las fórmulas y a los dogmas.

Decir que Francia no es ni ha sido nunca un pueblo liberal; que el patriotismo es un regionalismo absurdo y egoísta; que Julio Flórez hace malos versos; que una bailarina española, a pesar de las castañuelas, es triste y hasta trágica; que los antioqueños no son una raza “superior y pujante”, sino simples mortales tan perezosos y holgazanes como los boyacenses o los caucanos; que el tabaco no quita la memoria; que doña Manuelita Sáenz no era un modelo de amigas fieles; que la Constitución es imperfecta; que Dios se olvida con frecuencia de sus hijos; decir algo que desvirtúe o tratar de probar la falsedad de uno de aquellos innumerables preceptos que las personas crédulas veneran, sería colocarse en inminente peligro de apedreamiento.

A pesar de todo, en esta democracia nuestra, donde las ideas y las teorías se fosilizan tan fácilmente, debería instituirse una liga demoledora que, en el periódico y en el libro, se propusiera revaluar y romper las cáscaras huecas de esas viejas verdades y esas grandes mentiras que van pasando, a través de los tiempos y de los hombres, intactas, invioladas, sin que nadie se atreva a poner la mano sobre ellas, aunque muchos estén convencidos de que son inútiles y falsas.

Existen también numerosos vocablos brillantes, sugestivos, de vago y complejo significado que hemos escuchado mil veces, pero que precisamente porque nos son demasiado familiares, no tratamos nunca de analizarlos a fondo. Hace poco, en el recinto de la Cámara, un Honorable Representante exclamó: “Yo soy liberal socialista”. Meditad un momento en el profundo antagonismo de esos dos gastados e incomprendidos términos, que encierran una concepción diametralmente opuesta del Estado y del individuo, y veréis cómo, por incomprensión, nuestro Representante, sin dejar de ser honorable, no es ni liberal ni socialista.

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