Luis Tejada - Nueva antología de Luis Tejada

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Esta nueva compilación de crónicas, en su mayoría no vueltas a publicar desde su primera aparición en periódicos de comienzos del siglo xx, busca rescatar la producción temprana de Luis Tejada, desestimada hasta el momento actual, así como evidenciar la evolución de algunos de los temas y de la escritura en general del gran cronista. Igualmente, la selección pretende resaltar la universalidad de su obra, enfocada desde perspectivas localistas en las antologías que se han editado hasta el momento. En esta Nueva antología de Luis Tejada el lector podrá constatar que las cualidades formales que han hecho perdurable al pequeño filósofo de lo cotidiano y que lo hacen accesible e interesante para todo tipo de público —belleza, amenidad, talento para narrar—estaban presentes desde los orígenes de su escritura. Además, podrá confirmar que sus textos poseen el valor de documentos que permiten seguir el devenir de la cultura colombiana, las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país: el de la transición hacia la modernidad, retratadas por un espíritu a su vez profundamente moderno y progresista.

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Pero el mundo timorato, el mundo militarista y conservador de hoy se ha inquietado y toma una actitud defensiva. Las graves y grandes potencias se aprestan para contener la ingente invasión que aparece en Oriente; los viejos partidos socialistas, moderados, pacíficos, protestan en masa contra esos temibles perturbadores que izan la bandera roja como un símbolo trágico; Ramsay MacDonald, delegado del socialismo avanzado inglés, ruge contra ellos en la Conferencia de la Paz con la aprobación unánime de los asistentes, incluso los mayoristas21 alemanes.

Todos los que bendicen aún a la Revolución Francesa, porque disfrutan de las libertades que engendró y no piensan ya en la sangre inocente que se derramó, ni en las iniquidades que se cometieron para poder hacer posibles esas libertades, se alían ahora con los poderes constituidos contra la fiera avalancha revolucionaria.

Sin embargo, podremos creer todavía que aquellas turbas de ilusos que creen sinceramente en una posible y total reconstrucción del mundo serán exterminadas convenientemente. Recordemos la sugestiva frase de Trotsky, en Brest-Litovsk, cuando los delegados alemanes exclamaron: “¿Con qué cañones vais a respaldar vuestras peticiones?”. Y Trotsky dijo: “No, no hay cañones. Pero nosotros somos contagiosos”.

Y es el contagio bolshevique, como bacilo invisible de libertad, el que aparece súbitamente en Berlín, en Viena, en Budapest, en Nueva York, en Buenos Aires, y el que se irá propagando más aún, haciendo presa en los desheredados, en los descontentos, en los rebeldes, que existen en todas partes y en todas partes están listos a aprovechar la hora de las reivindicaciones.

Una interrogación: ¿Qué sucederá? ¿Presenciaremos la hecatombe, veremos entonces nuestros templos y nuestros hogares subir en cenizas al cielo, hasta contemplar una nueva aurora, o nos resignaremos a que el mundo siga, como siempre, marchando sobre sus ruedas mohosas?

Rigoletto, “Editorial”, Barranquilla, 2 de abril de 1919.

21Para Tejada y otros escritores hispanoamericanos de aquellos años, la traducción de la palabra bolchevique se basó en la comprensión de que se trataba del grupo mayoritario del partido socialdemócrata ruso. Por esa razón, en vez de bolcheviques, Tejada a veces dijo “maximalistas” o “mayoristas”.

Suárez, el sofista22

El doctor Restrepo,23 director político de la revista Colombia, ha iniciado una recia campaña contra el Sr. Suárez, director político del Diario Oficial. En este pugilato interesante llevaría sin duda la peor parte el doctor Restrepo. Desde cierto punto de vista, el doctor Restrepo sería vencido por el Sr. Suárez. Sin embargo, es evidente que el director de Colombia está más cerca de la razón; su argumentación es más sólida; sus cargos más concretos. Pero Restrepo es un espíritu franco, sincero, no capaz de abandonar los vagos linderos de la verdad estricta para penetrar en aquellos sutiles dominios del sofisma, donde el Sr. Suárez se refugia y se hace casi inexpugnable. Desde allí, este astuto anciano, de lengua flexible, en cuya pluma los vocablos se hacen dóciles y la ironía trata de disculpar siempre la poca profundidad del argumento; desde allí, este hábil dialéctico lanza saetas ligeramente envenenadas contra sus contendores, bordeando sagazmente los asuntos, no yendo nunca a fondo, sin convencer a muchos, pero arrancando a todos una plácida sonrisa. Y esa sonrisa que el Sr. Suárez suscita aun en sus enemigos es como un ácido que disuelve en ellos la indignación, es el primer paso para desarmarlos.

Hemos leído con admiración creciente la famosa respuesta que el Sr. Suárez dio hace poco a un memorial de los señores Araújo, Mendoza y Cía.

Hay una economía de palabras; una inteligente distribución de escenas, hechos, puntos y comas; una astuta manera de presentar las cosas de tal suerte que produzcan impresión favorable al intento del autor; sin desvirtuar de un todo la verdad, el Sr. Suárez la descoyunta, la diluye, le quita la rudeza real, desnuda, que podría presentar en conjunto: bien se sabía que las víctimas del 16 fueron numerosas: 7 muertos, 15 heridos; sin embargo, el informante dice: “si hubiera habido una defensa ilícita, los lesionados no hubieran sido un muerto y un herido, sino centenares, en una reunión tan vasta y apretada”. Y luego, adelante, cuando el lector pudo haber olvidado casi esta frase, agrega: “Algunos de los accidentes ocurridos en lugares distantes pudieron provenir de balas perdidas...”. Sin evidenciar la bárbara realidad, el Sr. Suárez la insinúa apenas, desvaneciéndola un poco, cubriéndola casi, y dejando siempre un amplio resquicio por donde escaparse en caso de réplica. Salta sobre los grandes hechos, pasa de largo sobre los puntos escabrosos, y se aferra a las pequeñas verdades que lo favorecen, destacándolas y haciéndolas resaltar a lo largo de la exposición, distribuyéndolas como la artillería ligera en un campo de combate. Así, al través de la malla desesperante de ese documento urdido con habilidad escolástica, con precisión absurda de silogismo, es difícil a la mayoría del público ingenuo adivinar el fondo de iniquidad, de astucia, de inmoralidad que hay en todas y en cada una de sus palabras.

Hasta ahí llega el dialéctico, el que dirige con tino la argumentación; he aquí el sofista, el que da a la mentira una apariencia de verdad; el que infunde a la sinrazón cierto brillante aspecto razonable; el que tergiversa, junta y cohesiona cosas irreales, injustas o falsas, aplicándoles una forma de teoría superficialmente aceptable: “El Sr. Ministro de Gobierno no dio la orden de disparar, yo tampoco la di; es natural averiguar quién la dio; pero si resulta que tal orden no fue dada, ello no debe hacer inexplicables los hechos, pues un militar armado tiene derecho a usar del arma que se le quiere arrebatar y de impedir con ella que se quebrante su consigna”.

Veamos: el Sr. Suárez rechaza rotundamente el cargo de haber dado orden de disparar. En estas circunstancias un cargo semejante no se rechaza sino cuando no es honroso. Si el dar orden de disparar contra el pueblo, en aquellas condiciones, estuviera dentro de las leyes, dentro de la moral práctica y dentro de los “elementales principios de derecho natural y positivo”, el Sr. Suárez hubiera aceptado ese cargo. Algo injusto, algo delictuoso, algo terrible habrá en ello, cuando el Presidente de la República, Jefe del Ejército, se lava apresuradamente las manos, y lava las manos probablemente criminales de su Ministro de Gobierno. Hay quienes oyeron y vieron cuándo y cómo el Ministro de Gobierno dijo: ¡Maten! En la conciencia del público está la seguridad de que esa orden vino de altas esferas. Sin embargo, el jefe del Gobierno echa el peso de la acusación sobre el Ejército, sobre una masa anónima de autómatas, sobre una colectividad en quien no podría hacerse efectiva la investigación. El jefe del Ejército rebaja al Ejército a la categoría de una horda ciega, sin disciplina, sin cabeza disponedora, que actúa cuando se le antoja y como quiere, el jefe del Ejército sienta el precedente inmoral de que el Ejército puede, al menor intento de disturbio, a la más mínima insinuación de atropello, obrar contra alguien, sin esperar una orden superior, por el solo hecho de verse atacado. Qué pensarán de esto las sombras de aquellos heroicos soldados de un batallón colombiano, que esperó en Ayacucho, impasible, bajo una lluvia de balas diezmadoras, hasta que el jefe diera a su tiempo la orden de vencer. Sin duda, el bravo coronel Salvador Córdoba no profesaba las mismas teorías militares que profesa el Sr. Suárez y practica el general Sicard Briceño.

La base de toda institución militar es la disciplina rígida, inquebrantable. El Presidente de Colombia, sin embargo, se ha encargado de retorcer el axioma, probándonos lo contrario. Pero con sus palabras el Sr. Suárez no solo lesiona el concepto civilizado de Ejército, sino que desvirtúa también algunos principios sagrados que el insigne retórico ha olvidado ya sin duda; pero estamos seguros de que en el silencioso Seminario de Medellín se cursan los primeros rudimentos de Ética y se lee, además, con cuidado, a los santos padres de la Iglesia: el concepto de inviolabilidad de la vida humana, de respeto al prójimo, de consideración, de caridad, y hasta aquel inútil “Amaos los unos a los otros” que dijo un olvidado ciudadano de Galilea, a quien el Sr. Suárez ha dispensado públicamente grandes elogios.

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