Luis Tejada - Nueva antología de Luis Tejada

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Esta nueva compilación de crónicas, en su mayoría no vueltas a publicar desde su primera aparición en periódicos de comienzos del siglo xx, busca rescatar la producción temprana de Luis Tejada, desestimada hasta el momento actual, así como evidenciar la evolución de algunos de los temas y de la escritura en general del gran cronista. Igualmente, la selección pretende resaltar la universalidad de su obra, enfocada desde perspectivas localistas en las antologías que se han editado hasta el momento. En esta Nueva antología de Luis Tejada el lector podrá constatar que las cualidades formales que han hecho perdurable al pequeño filósofo de lo cotidiano y que lo hacen accesible e interesante para todo tipo de público —belleza, amenidad, talento para narrar—estaban presentes desde los orígenes de su escritura. Además, podrá confirmar que sus textos poseen el valor de documentos que permiten seguir el devenir de la cultura colombiana, las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país: el de la transición hacia la modernidad, retratadas por un espíritu a su vez profundamente moderno y progresista.

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Por eso y por muchas otras cosas, que hechizan y encantan y punzan, la ciudad nos abraza, como una mujer voluble y loca en cuya alma se agitan luces fugitivas y sombras medrosas.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 15 de mayo de 1918.

Desconocidos

Voces, la dinámica revista que dirige Hipólito Pereira en Barranquilla, acaba de dedicar un número a la juventud antioqueña. Allí, al pie de diversos ensayos, poesías, apuntes, están los nombres de León de Greiff, Aurelio Peláez, Eduardo Vasco, Carlos Mejía, Juan Yanos, Javier de Lis y otras juveniles intelectualidades que son promesas; hay también algunas plumas robustas y menos desconocidas, como las de Abel Marín y Libardo López, vimos algo de Farina, de Abel Farina, el poeta simbolista, extraño y hundido en la penumbra de la impopularidad; faltan muchos, entre los nuevos: Luis Bernal, Fernando González, Ramón E. Arango, Jaramillo Medina, de quien dijera Tomás Márquez que es el poeta del porvenir, y otros.

En verdad, merece un elogio la iniciativa de Voces. Ella ha dicho que es una corneta; ¿y no es eso lo que necesitamos hoy, cornetas sonoras que griten a los cuatro vientos lo que exista de bueno, de malo, de característico dentro de la Patria? Inútil será decir, porque es bien sabido, que nos desconocemos perfectamente unos a otros. Aquí, en Bogotá, existe un cenáculo de intelectuales que se citan y elogian mutuamente, que saben algo de Francia, poco de España, casi nada de América y nada absolutamente de Colombia. Nadie había dado, hasta hoy, el primer paso para iniciar un intercambio espiritual entre aquellos pedazos de la patria que están separados por abismos de incomprensión, de indiferencia.

Allí está el mérito de la revista de Barranquilla. Voces, curiosa e insaciable, ha querido desnudar el alma adusta y recóndita de Antioquia. ¿Qué sabemos de Antioquia, de sus hombres? Que es un pueblo donde se come arepa y se toma peto, que sus hijos son rudos y trabajadores.

Murió hace poco Francisco Rendón10 y todos los que comentamos a Alberto Samain y leemos a Paul Fort no dijimos una palabra de él, porque no la sabíamos. Nadie conoce la robusta y originalísima personalidad de Efe Gómez, Gabriel Latorre, Alfonso Castro, Antonio J. Cano, Gaspar Chaverra, Saturnino Restrepo; son nombres extraños a nuestros oídos. Tomás Carrasquilla vive hace muchos años en Bogotá. ¿Quién ha leído a Tomás Carrasquilla? Hoy no gusta la literatura regional. Sin embargo, estamos acordes con lo que dice recientemente Ramón Vinyes y que es esto, más o menos: Tomás Carrasquilla, a fuerza de ser regional llega a la universalidad. Hay muchos, en cambio, que a pesar de una pretendida universalidad no llegan a ser ni regionales.

A Tomás Carrasquilla, que, en nuestro concepto humilde, es uno de los primeros novelistas de América (allí está Salve Regina que no nos dejará mentir) no se le ha hecho un mínimo comentario en pro o en contra de su obra, no se ha examinado si es un valor negativo o positivo en la literatura nacional.

Sin embargo, hay que confesar que un pueblo se conoce y se comprende a través de sus libros, de sus folletos, de su prensa, porque prensa, folletos, libros, son la historia, el proceso de su vida verdadera, íntima, cotidiana, el reflejo de su carácter, de su alma.

Tal vez, en otra época había menos indiferencia, se comentaba más lo propio, se hacía un poco de crítica. Por eso, sin duda, éramos más conocidos en otras partes.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 20 de mayo de 1918.

10Francisco de Paula Rendón (1855-1917), escritor antioqueño, autor de relatos costumbristas.

La bisabuela11

Tenía la bicoca de ciento cuatro años y era, naturalmente, entre todas las viejecitas del pueblo, la que soportaba sobre su alma un peso más considerable de días y de recuerdos. Limpia y dulce, vestía amplísimas faldas de zaraza morada olorosas a alcanfor y peinábase de una manera que ya no se usa, dividiendo el cabello suave y blanco en dos trenzas que echaba hacia adelante sobre los senos y recogía atrás sobre el occipital, construyendo con ellas una malla firme y complicada.

La recuerdo vagamente —porque entonces era yo apenas un rapazuelo— pero puedo asegurar que mi bisabuela no ostentaba esa encogidez temblorosa de las viejecitas de hoy, sino que, al contrario, era casi erecta, casi altiva. Iba a la iglesia todos los días y llevaba para arrodillarse un desteñido tapete orlado de flecos amarillos y con un soberbio perro lanudo bordado en el centro; leía en su viejo libro de oraciones, poniéndose ante los ojos cierto aparatico redondo y transparente al través del cual se veían las letras por lo menos cuatro veces más grandes; la bisabuela no supo explicarnos nunca satisfactoriamente tan extraordinario fenómeno.

Ahora bien: a pesar de ser la madre de la madre de mi padre, todos en casa, papá, mamá, las tías, mis primos y yo, la llamábamos simplemente: mamá Cecilia.

He nombrado a mis primos y quiero recordar que eran tres: Antonio María, Ricardo y Altagracia, una pilluela loca y mofletuda que saltaba como pelota de caucho y subíase a los árboles con la misma presteza con que lo hubiera hecho el más ágil de nosotros.

Porque éramos los rapaces más endiablados de la aldea, las buenas vecinas nos tenían horror y no permitían nunca que sus hijos vinieran a jugar en nuestra compañía. Es verdad que también nos temían los pájaros que al atardecer llegaban en negras bandadas, metiéndose entre los tupidos árboles que poblaban la plaza; entonces en los mangos frondosos, en los perfumados naranjos, había un sonoro ruido de alas, riñas, picotazos, grititos de gorriones, gemidos de azulejos; y, precisamente, a esa hora mis primos y yo avanzábamos con cautela, burlando la vigilancia del Alcalde bonachón, y arrojábamos una andanada de piedras sobre la arboleda; los pájaros asustados abandonaban precipitadamente su refugio y con una algarabía ensordecedora desaparecían detrás de la torre de la iglesia. Todo quedaba otra vez en paz.

Sucios, arañados, rotos, sudorosos, después de largas y peligrosas excursiones, volvíamos unas veces a casa, donde mamá, seria y digna, a la hora de la comida nos reprendía con benignidad encantadora.

Recuerdo que, siempre, del comedor pasábamos todos al amplio salón de las veladas donde se rezaba el rosario al anochecer. Mamá llevaba la voz con severa entonación, pasando las cuentas de una camándula negra por entre los finos y blanquísimos dedos; enseguida los chicos nos sentábamos sobre el entablado a desgranar el maíz. Altagracia llenaba su regazo de nutridas mazorcas, arrancando los granos con una presteza sorprendente; Antonio, Ricardo y yo desgranábamos sobre las gorras puestas bocarriba; entre tanto, el abuelo relataba sabrosas historias de la guerra porque había conocido personalmente al general Córdoba y a Mosquera, y sabía interesantísimas anécdotas relacionadas con ambos personajes. Mamá contaba por milésima vez aquel bello cuento de La flor de lilolá que principia así: “Había una vez un Rey que tenía tres hijos, mayor, menor y patojo...”.

Un día... Pero antes de seguir voy a recordar un detalle: cuando hacía buen tiempo, a las horas de la mañana, mamá Cecilia solía sentarse en un amplio y viejo sillón familiar; el tal sillón estaba colocado habitualmente junto al ancho balcón de una sala abovedada y señorial; desde el balcón percibíase mucha parte del pueblecito, los árboles de la plaza, los tejados grises, unas casitas blancas desparramadas en el valle, el río manso, municipal, río de pueblo, atravesado por un mal puente de dos palos, guayabales floridos, arrayanes, robledales que bordeaban la montaña, y la montaña azul recortada sobre el cielo; por el balcón aquel entraban la brisa fresca de la mañana y el tibio sol de verano que la viejecita recibía sobre la falda morada y sobre las manos sarmentosas, con deleitable fruición que la hacía sonreír.

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