Luis Tejada - Nueva antología de Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta nueva compilación de crónicas, en su mayoría no vueltas a publicar desde su primera aparición en periódicos de comienzos del siglo xx, busca rescatar la producción temprana de Luis Tejada, desestimada hasta el momento actual, así como evidenciar la evolución de algunos de los temas y de la escritura en general del gran cronista. Igualmente, la selección pretende resaltar la universalidad de su obra, enfocada desde perspectivas localistas en las antologías que se han editado hasta el momento. En esta Nueva antología de Luis Tejada el lector podrá constatar que las cualidades formales que han hecho perdurable al pequeño filósofo de lo cotidiano y que lo hacen accesible e interesante para todo tipo de público —belleza, amenidad, talento para narrar—estaban presentes desde los orígenes de su escritura. Además, podrá confirmar que sus textos poseen el valor de documentos que permiten seguir el devenir de la cultura colombiana, las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país: el de la transición hacia la modernidad, retratadas por un espíritu a su vez profundamente moderno y progresista.

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También veréis a un hombre despavorido, a quien persiguen no sé quiénes y que en un momento de aprieto se precipita desde el vigésimocuarto piso de un rascacielos. Todos pensamos que se ha hecho pedazos contra las baldosas. Pero cuando estáis en un grado de excitación máxima, creyendo oír ya el chasquido del cráneo que se rompe contra las piedras, nuestro hombre, con una fortuna verdaderamente yanqui, cae sentado en los cojines de un lujoso automóvil que, por casualidad, pasaba en ese instante.

Contemplaréis, así mismo, a cierto personaje sugestivamente enmascarado a quien sorprenden frente a su escritorio media docena de incautos polizontes, armados de las indispensables pistolas. Pero en el mismo momento de ser aprehendido, el tal enmascarado aprieta un botón mágico y desaparece milagrosamente, metiéndose de bruces por el cajón más diminuto de la cómoda.

Toda esa fantasmagoría de cosas inverosímiles y alucinantes, que puede ser una realidad común y viviente de Norteamérica, pero que a nosotros nos parece terriblemente afectada, impresiona desastrosamente la sensible imaginación de las gentes.

El pueblo, con ese poder asimilativo asombroso que lo caracteriza y con un don de observación que no deja pasar ningún detalle, se siente verdaderamente conmovido, viviendo la vida irreal y fantástica de esos comediantes que pasan locamente por el lienzo.

Y muchos querrán después imitar las maneras y artimañas que aprendieron: aquella chica de sombrías ojeras que sólo tiene un mezquino pañolón para cubrirse el seno, ambicionará ser una sentimental princesita del Dólar; aquel desharrapado mozalbete que ya ha ido dos veces a la policía, por cosas que no quiero decir, desea, allá en sus adentros, ser hábil y temible como el facineroso manco de La máscara de los dientes blancos. Y no perderá la ocasión de ponerlo en práctica.

He aquí, pues, cómo las extravagantes películas policiacas que nos remiten por docenas de Norteamérica, se convierten en escuelas de inadaptados y malhechores (porque nunca es lo bueno lo que se imita) acicateando instintos latentes en gentes demasiado predispuestas a la criminalidad.

¿No será hora ya de que el Gobierno, como se ha hecho en Chile, en Uruguay, en Suecia, en Noruega y en muchas otras partes, reglamente la exhibición del biógrafo?5

Ya hablaremos en otra crónica de este interesante punto, porque estamos resueltos a abrir una ruda campaña contra el mal uso que suele hacerse del cinematógrafo, ese admirable prodigio de nuestro siglo.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 2 de abril de 1918.

5Biógrafo y cinematógrafo eran, en esa época, palabras sinónimas que designaban el aparato para proyectar filmes.

Eduardo Castillo

Cuando yo arribé a Bogotá, hace no sé cuántos días, rico de ilusiones y muy escaso de dineros, me eché enseguida por esas tumultuosas calles que deslumbran mis atolondrados ojos provincianos, a la caza de hombres célebres.

Pude extasiarme entonces ante la bonachona humanidad de un Ministro; admiré la figura heroica de Laureano Gómez; contemplé, enternecido, la gloriosa calva de don Marco Fidel Suárez; visité con una sentimentalidad de radical empedernido, el sitio mismo donde habían asesinado a Uribe Uribe; el mejor día, con un fervor indescriptible, alcancé a percibir, en una Misa Pontificial, la exquisita y diminuta silueta de Guillermo Valencia.

Pues bien, cierta mañana un amigo me tiró bruscamente de la americana: ¡Eduardo Castillo! Y era Eduardo Castillo mismo, quien, como una escuálida visión, cruzaba a pasos menudos frente a mis ojos. Con un volumen bajo las prolongadas narices, que bien pudo haber sido el Libro del buen amor o los Pequeños poemas en prosa, la figura estupenda del poeta descendía impertérritamente por la calle 12, desafiando los encuentros funestos de los vehículos y los tremendos empujones de los transeúntes.

El mirar alucinado de sus ojos verdes, inquietos, hondos, me causó una profunda impresión. Su indumentaria descuidada, su sombrero negro mal equilibrado sobre la despeinada testa, abollado y polvoroso, esa barba de ocho días, me hicieron pensar en una sublime estirpe de poetas que Murger6 glorifica y que soñaban cosas indefinibles y locas a la pálida luna del Barrio Latino. Ya hasta en los más apartados extremos de la República, todos los que amábamos sus versos sabíamos de su vida bohemia.

Porque en este naufragio del ensueño, cuando los poetas se han recortado las clásicas melenas y envidian ocultamente a “Don Gaudencio”, cuando los descendientes de Paul Verlaine han olvidado aquella dulce pobreza franciscana para recorrer, de chistera y frac, los “salones burgueses” donde la dorada mediocridad de banqueros y ministros ríe bonachonamente de versos y de versificadores, Eduardo Castillo es un poeta solitario y extraño, divinamente pobre, pues, como él mismo lo dice, muchas veces se ha nutrido “de éter azul a modo de las cigarras líricas”. En un siglo atrozmente correcto, este Cyrano nuestro es un anacronismo, es algo ilógico y deliciosamente arcaico que pasea su aristocracia espiritual y su barba de ocho días por esas calles donde el año de 1918 ha puesto su sello norteamericano.

Un hombre que ríe, ama, llora, canta y sufre no es el hombre de hoy.

Tiene que ser, entonces, un poeta de verdad, tal vez el único poeta de verdad.

El Universal, “Glosas insignificantes”,

Barranquilla, 6 de abril de 1918.

6Seguramente menciona al escritor francés Henri Murger (1822-1861), autor de Escenas de la vida bohemia.

El coro de las lamentaciones

¿Cuándo abandonaremos, ya para siempre, ese estrecho criterio pesimista que informa gran parte de nuestro pensamiento cotidiano? En la tribuna, en la prensa, en el folleto, en el café y en el corrillo de la esquina, nos complacemos en aplicarnos, sin ningún escrúpulo, los más displicentes y relajados adjetivos. “Somos un país bárbaro, inhábil, desacreditado, el más atrasado y el más inhabitable de la tierra”, oigo exclamar al burgués que vende salchichas en la tienda de enfrente y al hombre autorizado que dogmatiza desde las columnas de un diario.

“En Estados Unidos, en Argentina o en Bélgica, se hace tal cosa, mientras nosotros permanecemos inactivos”, predican en las calles esos oradores ambulantes, que logran reunir frente a sus ojos, un público de más de dos oyentes desocupados.

Y lo que somos, en resumen, es unos seres paradójicos y descontentos. Emprendemos a voz en cuello un estridente coro de lamentaciones, precisamente cuando nuestra vida republicana se encauza y normaliza, por una vía ya definida y llena de promesas.

Nos llamamos desacreditados, cuando las grandes entidades financieras del extranjero empiezan a mirarnos sin desconfianza; nos decimos arruinados, cuando las industrias nacionales florecen más bellamente que nunca y cuando el comercio exterior prospera y aumenta; no pensamos que mientras estamos en una relativa holgura, en los Estados Unidos, el país rico por excelencia, sólo se come pan una vez a la semana; nos calificamos de bárbaros, cuando hemos visto pasar un debate electoral de sorprendentes magnitudes, sin que se vertiera la sangre suficiente para llenar el cuenco de una mano.

Apenas empezamos a vivir, apenas salimos de esa tumultuosa algarabía de gritos incoherentes, de precipitaciones, de cosas magníficas y desconcertantes, de todo eso oloroso a pólvora y a sangre, que fue la existencia de la República en el siglo pasado, y que ya está muy lejos, apenas empezamos a vivir, y queremos colocarnos de un salto a la cabeza de una civilización, sin dejar que el organismo nacional sufra ciertas evoluciones lógicas y necesarias. Quisiéramos yuxtaponer a nuestra cultura incipiente, otra cultura superior, sin adaptarla, sin preparar paulatinamente nuestros espíritus y nuestras actitudes, como el Japón que, a su deliciosa y milenaria civilización ha superpuesto, sin un sólido engranaje, sin una soldadura perdurable, otra civilización desemejante y efímera, que se derrumbará un día u otro, al decir de Gustave Le Bon.7

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