Luis Tejada - Nueva antología de Luis Tejada

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Esta nueva compilación de crónicas, en su mayoría no vueltas a publicar desde su primera aparición en periódicos de comienzos del siglo xx, busca rescatar la producción temprana de Luis Tejada, desestimada hasta el momento actual, así como evidenciar la evolución de algunos de los temas y de la escritura en general del gran cronista. Igualmente, la selección pretende resaltar la universalidad de su obra, enfocada desde perspectivas localistas en las antologías que se han editado hasta el momento. En esta Nueva antología de Luis Tejada el lector podrá constatar que las cualidades formales que han hecho perdurable al pequeño filósofo de lo cotidiano y que lo hacen accesible e interesante para todo tipo de público —belleza, amenidad, talento para narrar—estaban presentes desde los orígenes de su escritura. Además, podrá confirmar que sus textos poseen el valor de documentos que permiten seguir el devenir de la cultura colombiana, las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país: el de la transición hacia la modernidad, retratadas por un espíritu a su vez profundamente moderno y progresista.

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Es indudable la influencia de las habitaciones en las personas. Cada uno es como su cuarto. Rastreando en las vidas de muchos, se podría encontrar la razón de su infortunio o su felicidad, recordando dónde vivió cuando pequeño. Yo creo que mucha de la melancolía de Novalis se debió a su palacio solariego y penumbroso. En una escuela donde entran el sol y el aire, las paredes están limpias y adornadas y haya muchas flores en el jardín, se puede garantizar que los alumnos estén contentos y sanos. Con flores, con sol, con la elegancia de la casa, de las mesas, buenos cuadros, etc., empieza a entrar el sentimiento de la belleza en el niño, sin darse cuenta.

“Dar a sentir lo hermoso, es una obra de misericordia”, dijo un pensador americano. Como todo lo que rodee a los niños sea armonioso y de buen gusto, así se volverán sus almitas y sus caracteres. Se irá despertando en ellos el sentido de lo bello, y entonces el maestro tendrá terreno abonado para sembrar la bondad. “Yo creo indudable que el que ha aprendido a distinguir de lo delicado lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno”, dijo José Enrique Rodó, en el libro más bello que han visto mis ojos.

El Espectador, Bogotá, 8 de septiembre de 1917.

Las escuelas rurales

Me parece que los señores maestros de Colombia que han venido a reunirse en un Congreso para discutir los grandes problemas pedagógicos, aunque llevan hasta hoy seguramente una labor firme y laudable, han echado en olvido algo que merecía la pena de considerarse seriamente.

Me refiero a esas pobres y anónimas escuelas de los campos, que los altos empleados del ramo de Instrucción Pública miran con un descuido lamentable, y que son sin embargo un factor capitalísimo en la futura formación del alma nacional.

Esos rudos y humildes campesinos que hoy laboran trabajosamente sus dos pulgadas de tierra, serán, en la evolución lógica de nuestras sociedades, la aristocracia de mañana.

Porque el que hoy es jornalero, otro día será hacendado, y sus nietos estudiarán y saldrán médicos o abogados, o ingenieros. Y luego, conductores y gobernantes. Cuántos que ahora son excelentísimos, tienen entre sus abuelos a alguien que era ño Pedro.

En una nación previsiva se iría educando, puliendo, limpiando, con tiempo, paciente y sabiamente, esa alma nebulosa y amorfa del pueblo campesino, donde el crimen y el vicio se apoderan fácilmente de las más preciosas energías, precisamente porque no existe ese dominio reflexivo de las pasiones que dan la educación y el estudio.

Es a esas olvidadas escuelas de las campiñas donde se deben, pues, enviar los más hábiles y sabios maestros, señores directores de Instrucción Pública. Hay que acabar con el error tan frecuente entre nosotros de que mientras más pequeños o ingenuos sean los niños, requieren conductores más burdos e ignorantes, y que los maestros buenos sólo sirven para universidades y colegios de segunda enseñanza, cuando, procediendo lógicamente, debiera suceder lo contrario. Porque todo el tino, toda la sabiduría, toda la inteligencia del institutor, deben estar allí donde la preciosa planta es más delicada y donde un error de dirección puede determinar un torcimiento fatal en la vida del niño.

Cuando pienso ahora que en ciertas regiones, que yo me conozco muy bien, hay maestros insignificantes que a duras penas saben leer y escribir, que no han ojeado jamás un libro de pedagogía ni han pasado nunca por las aulas de una escuela normal, que trabajan en locales inverosímiles y que cobran remuneraciones vergonzosas, no puedo menos de decirme que si los señores maestros de Colombia, en vez de discutir tan arduamente viejas cuestiones de bachillerato, emprendieran algo en favor de las escuelas y de los maestros rurales, ya podrían irse contentos para sus casas, con la firme convicción de no haber perdido el tiempo.

El Espectador, Bogotá, 31 de diciembre de 1917.

Crónicas de 1918

El Espectador de Bogotá, columna “Día a día”

El Gráfico de Bogotá

El Universal de Barranquilla, columna “Glosas insignificantes”

La fiesta de los pilletes

El domingo, en el Parque de la Independencia, tuvo lugar lo que podríamos llamar la “fiesta de los pilletes”. Algunas damas bogotanas, de manos amorosas y blancas, se complacieron en llevar un poco de alegría y bienestar hasta las casuchas de los arrabales donde la miseria ronda todo el año y donde el frío, en esta época terrible, araña despiadadamente las carnes indefensas de los desvalidos.

Una oleada lamentable de pobres gentes, flacas, andrajosas, hambrientas, se arremolinaba, rumorosa y suplicante, frente a los montones de dulces, de caballitos de madera, de camisas y pantalones primorosos, de naranjas y bizcochos, de globos multicolores, de esos que en tiempos de alegría infantil elevábamos al cielo, como mensajes para las nubes de nuestros corazones ingenuos.

Vimos entonces ocultas tragedias de una intensidad sobrehumana, de una simplicidad emocionante, que se llevaban a cabo en el alma de los infortunados pilletes. Hubo un chiquitín que por un deplorable descuido no reclamó a tiempo el tiquete indispensable y, a la hora de las reparticiones, con las manos nerviosamente asidas a la reja y los ojos indescriptibles, contemplaba cómo los más afortunados rapazuelos salían bulliciosamente cabalgando en los envidiables caballitos de palo y con los pantalones nuevecitos apretados fuertemente contra el pecho.

Entre tanto, las manos amorosas y blancas de las damas del Club Noel volaban presurosas desde las montañas de juguetes hasta las sucias gorras de los muy desgraciados que, no teniendo otra cosa mejor en qué recibir tan prodigiosos regalos, las extendían suplicantes.

Y era de ver entonces la alegría, el júbilo de los rapaces, no acostumbrados a tan extraordinarias generosidades; de esos que jamás habían estrenado una camisa, unos pantalones de dril, nuevos, crujientes y olorosos a tienda; de los que en amaneceres de navidad, que son amaneceres de sorpresas para todos, no han encontrado nunca bajo la almohada —¿cuál almohada?— un juguete, un cariñoso recuerdo, una estampa; de los que, en noches de inclemencia, cuando las calles están solas y mudas, se detienen, tiritando de frío y de hambre, con los ojos muy abiertos, ante los escaparates alucinantes de los almacenes.

Mientras pensábamos en todas estas cosas trágicas, los pilluelos, locos de alegría, descendían bulliciosamente hacia la Avenida de la República.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de enero de 1918.

Vuelven los estudiantes

En febrero vuelven los estudiantes. Febrero, allá en el pueblo lejano, es el mes de los besos de despedida y de los blancos pañuelos que se agitan. A la hora de partir, mamá, entre lágrimas, nos abraza; papá, con tono ceremonioso y doctoral, nos da magníficos consejos, que pronto olvidaremos; la novia provinciana, desde su balcón, nos mira con ojos adormilados y llorones. Luego, desde la revuelta amarilla del camino, la última visión de la aldea, hundida entre la bruma, con sus casitas adormecidas, junto a la vieja iglesia.

En febrero vuelven los estudiantes. Los que vivimos aquí en la ciudad perennemente, los que no emigramos jamás, todos los que debemos contentarnos en diciembre con nuestros paseos dominicales a Monserrate, los vemos llegar poco a poco, con su alegría bulliciosa y loca. Las calles, antes solitarias, se pueblan de medias calabazas y de bastones agresivos. Entonces son los abrazos públicos, efusivos, estrechos, las risas estruendosas y el contarse mutuas aventuras. El antioqueño y el pastuso, el caucano y el boyacense, el costeño y el cundinamarqués, se felicitan al encontrarse, de verse juntos otra vez, en el claustro sereno de la Universidad, entre los frondosos árboles del parque, bajo las columnas jónicas del Capitolio.

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