Luis Tejada - Nueva antología de Luis Tejada

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Esta nueva compilación de crónicas, en su mayoría no vueltas a publicar desde su primera aparición en periódicos de comienzos del siglo xx, busca rescatar la producción temprana de Luis Tejada, desestimada hasta el momento actual, así como evidenciar la evolución de algunos de los temas y de la escritura en general del gran cronista. Igualmente, la selección pretende resaltar la universalidad de su obra, enfocada desde perspectivas localistas en las antologías que se han editado hasta el momento. En esta Nueva antología de Luis Tejada el lector podrá constatar que las cualidades formales que han hecho perdurable al pequeño filósofo de lo cotidiano y que lo hacen accesible e interesante para todo tipo de público —belleza, amenidad, talento para narrar—estaban presentes desde los orígenes de su escritura. Además, podrá confirmar que sus textos poseen el valor de documentos que permiten seguir el devenir de la cultura colombiana, las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país: el de la transición hacia la modernidad, retratadas por un espíritu a su vez profundamente moderno y progresista.

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Si no hubiera pasado ya el tiempo en que los profetas peroraban en las plazas públicas, podría, hoy, erguirse alguno sobre las muchedumbres, y decir: que calle el coro necio de las lamentaciones. Preparémonos a vivir nuestra pequeña vida y esperemos pacientemente el turno de ser grandes, fuertes y admirados.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 16 de abril de 1918.

7Gustave Le Bon (1841-1931); este escritor francés era conocido en la época principalmente por su aporte pionero a la psicología social con su libro Psicología de las masas (1895).

La fiesta del Trabajo

Ayer, primero de mayo, celebraron los obreros de Bogotá su fiesta del Trabajo y supieron hacerlo de una hermosa manera que podría servir de modelo a la democracia universal. No quisieron ellos, los de las manos encallecidas, permanecer en el Día del Trabajo metidos bajo la tibieza acariciadora de las mantas o entregarse al jolgorio ruidoso de las chicherías, como suele usarse en esta paradójica tierra donde las horas más santas y solemnes son profanadas con cínicos esparcimientos y donde la estadística arroja un número más crecido de borrachos, precisamente el día en que las tabernas han sido selladas por las autoridades.

Los obreros bogotanos señalaron ayer, en una forma imperecedera y muy bella, la fundación de una escuela, el momento más culminante de elevación moral que han alcanzado hasta hoy nuestras clases proletarias.

Yo los vi cuando desfilaban en masas robustas, custodiando sus convoyes, como un ejército fuerte que avanzara a la conquista de una soñada y no lejana ciudad de prosperidad, donde los ojos negros de los fusiles serán cegados por las uñas laboriosas de los arados de la paz.

Yo contemplé, con pupilas de júbilo, el luengo cortejo de carros abrumados bajo el peso de la tierra sagrada que irá a compactar los muros de un pequeño y simbólico templo, donde, dentro de poco, los hijos humildes de los obreros aprenderán a garrapatear sobre el encerado las más caras y santas palabras, y a tomar, sobre los duros y amables bancos de martirio, amor a la lectura y al estudio, puertas de redención, ventanas al porvenir.

No podría imaginarse en verdad una manera más noble, más divina que esta, de santificar la fiesta del Trabajo, así con un canto al futuro, con una siembra de esperanzas.

Hoy, cuando en la aristocrática y linajuda Europa, las dinastías milenarias y las turbulentas democracias se confunden, se combaten, se revuelven, se amalgaman y se sienten desconcertadas y perplejas ante una lumbre imprevista que ha descendido quién sabe de qué cielo, cuando todo en esas viejas tierras es caótico e impreciso, nuestro humilde proletariado ha sorprendido el secreto de la estabilidad, y camina ya por un pequeño sendero, recto y lleno de promesas.

Que así prosiga hasta el fin, porque ellos, los que enseñan como certificado glorioso diez callos duros en las manos, son los arquitectos de la patria, son el oscuro y nebuloso crisol donde se funde el espíritu que, en las gentes de mañana, será fortaleza y será triunfo.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 2 de mayo de 1918.

La fantasía

La fantasía inofensiva de los poetas y la imaginación ingenua de las gentes, han querido asignar a todos los meses del año una fisonomía característica.

Noviembre, por ejemplo, es el mes de las ánimas y de los muertos. Un mes afligido, húmedo, sombrío, que huele a cementerio y a coronas fúnebres. Por esta justísima razón todo el mundo cree de buen gusto poner cara de entierro e indumentariarse de riguroso luto. En noviembre los pálidos aparecidos y los espantos macabros se complacen en meterse bajo los lechos de las niñas nerviosas.

Diciembre, en cambio, es el tiempo alegre de los estudiantes, la época feliz del retorno al pueblo lejano, después de haber dormido durante todo el año sobre los duros pupitres del colegio, o sobre el odioso libraco de anatomía, en las noches de estudio. Entonces dejamos perplejos a papá y a mamá con los profundos términos técnicos aprendidos al vuelo. También el boticario de la esquina admira nuestro saber y las niñas primorosas del poblado se disputan allá en el costurero, con una actitud disimulada, la conquista de nuestro corazón, ya un poco urbanizado y escéptico. En diciembre hay, además, hojuelas, hay miel, hay cohetes, hay risas y músicas de tiples. También nace el niño Jesús indefectiblemente, aunque haga mal tiempo.

Enero es un mes frío y ceremonioso, en que las gentes se envían absurdas tarjetas de felicitación por haber vivido un año más y por estar un poco más viejas. Todo el mundo mira al cielo en los primeros días de enero, y dice: “¿Así irá a seguir todo el año?”. Porque es el mes de las cabañuelas y de los proyectos. Por las noches se oyen unos lastimeros maullidos sobre los tejados. Son los gatos bohemios y fosforescentes, que empinan el espinazo a la luna.

Ya lo dijo Amado Nervo: “Papá Enero, que tienes tratos con los hielos y con las nieves, y que sin embargo remueves el celo ardiente de los gatos”.

Julio es un mes bochornoso y petulante. Abril, a quien Rubén Darío llamó paje, un poco irrespetuosamente, es una señorita rubia y llorona muy mencionada por los poetas que gustan de hacer sonetos diminutos y galantes.

Los otros meses del año son unos señores incoloros, todos muy buenas personas a quienes no haré yo el honor de presentarlos al público.

¿Mayo?

¿Quién ha mentado por ahí a mayo? A mayo, señores míos, se le ha llamado muy absurdamente el mes de las flores y de la Virgen María. Bien sé yo que en la aldeíta dulce y escondida, este mes de mayo es verdaderamente delicioso. En los atardeceres, cuando el cura del pueblo, rubicundo, bonachón y suarista innato, reza la salve en la perfumada iglesia provinciana, todas las gentes contestan a coro con un sonsonete alto y sugestivo, que impresiona agradablemente. En la aldea, las beatas se ponen en movimiento y hay flores artificiales y cirios de cera morena que chisporrotean alegremente frente al altar de una virgen cogitabunda.

Tal vez al finalizar mayo, sí habrá flores auténticas en el campo. Pero en la ciudad... Pero aquí, en la ciudad, es un mes que da rabia. Admiraréis muchas flores... Al través de las vidrieras de los invernaderos. De resto, mayo no nos ha traído en este año sino lodo. Que lo digan, si quieren, mis zapatos.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 4 de mayo de 1918.

Las viejecitas

Yo acostumbro seguir a las viejecitas

Baudelaire

Acabo de leer en las columnas de cualquier diario matinal, una noticia muy semejante a esta: “A la avanzada edad de 94 años falleció ayer en la ciudad la señora Fulana de Tal. A su honorable familia, etc.”.

He aquí, encerrado en cuatro líneas, todo un dulce y doloroso poema de ruinas y de recuerdos. ¿Quién sabrá cuántos secretos, deliciosos y terribles, y cuánta profunda sabiduría se llevan consigo esas figuritas nonagenarias que en cualquiera de estas mañanas de invierno cierran los ojos para siempre, con una naturalidad encantadora?

Para mí, la más interesante estadística sería aquella que demostrara cuántas viejecitas santafereñas quedan hoy en Bogotá. Ellas, las tímidas, las inadvertidas, que avanzan por las aceras aferrándose a los muros con un miedo instintivo a los modernos vehículos de pupilas monstruosas, ellas, las que os encontráis por ahí mascullando, con sus bocas abandonadas, incoherentes palabras, son la historia viva de la ciudad.

Para mí, creo que esas pocas viejecitas que aún no se ha comido la tierra voraz, tienen un interés histórico irrefutable. Son el único y el último vínculo animado que nos enlaza, a los que apenas nacemos, con los que murieron hace muchos días. La historia pintoresca que se aprende de sus labios temblorosos no es la misma historia que bebemos en ingentes mamotretos o que un dómine tieso quiere aturullarnos entre las dos sienes, desde una eminente cátedra universitaria.

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