Luis Tejada - Nueva antología de Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta nueva compilación de crónicas, en su mayoría no vueltas a publicar desde su primera aparición en periódicos de comienzos del siglo xx, busca rescatar la producción temprana de Luis Tejada, desestimada hasta el momento actual, así como evidenciar la evolución de algunos de los temas y de la escritura en general del gran cronista. Igualmente, la selección pretende resaltar la universalidad de su obra, enfocada desde perspectivas localistas en las antologías que se han editado hasta el momento. En esta Nueva antología de Luis Tejada el lector podrá constatar que las cualidades formales que han hecho perdurable al pequeño filósofo de lo cotidiano y que lo hacen accesible e interesante para todo tipo de público —belleza, amenidad, talento para narrar—estaban presentes desde los orígenes de su escritura. Además, podrá confirmar que sus textos poseen el valor de documentos que permiten seguir el devenir de la cultura colombiana, las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país: el de la transición hacia la modernidad, retratadas por un espíritu a su vez profundamente moderno y progresista.

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Yo conozco, en el más humilde refugio de un apartado arrabal, uno de esos cuerpecitos arrugados y temblequeantes, que tuvo la fortuna de llegar a la ciudad, sonrosado y pequeño, allá en las épocas tormentosas de 1830. Suponeos cuántas cosas horribles y bellas verá la heroica viejecita en las noches de insomnio, al través de la tela de araña sutil y desvaneciente que han ido tejiendo las horas dentro de su cráneo antiguo, diminuto y nevado, que ya no es sino una polvorosa arca de recuerdos. ¡Qué película norteamericana, llena de accidentes sucesivos y violentos, cuánta sangre, qué guerras feroces y sobresaltos escalofriantes pasarán ante sus ojos de misterio y de sabiduría! Es una anciana, santafereña, pesimista, conservadora y chocolatera, que aún se estremece ante las hazañas incalificables de don Tomás Mosquera y de todos esos ogros impíos que asesinaban a los sacerdotes de la Santa Iglesia, por el mero gusto de comérselos crudos. ¿No presenció ella esos días angustiosos en que unas turbas horripilantes armadas de inofensivos cuchillos proclamaban a gritos destemplados el nombre del general López?

Os deleitaríais, si la oyerais contando el cuento fantástico de Petronila Forero, una ingenua bruja que sabía proporcionarse la regia y un poco africana diversión de confeccionar los más suculentos y apetitosos tamales que hayan saboreado paladares humanos, con la rosada y tierna carne de los niños santafereños.

Era esa diablesa de Petronila, aquella misma que se entretenía en emparedar a las mujeres de su servicio, arrojándoles, un día sí y otro no, por un huequito abierto en la pared, un pedazo de pan del tamaño de medio pan pequeño.

Yo quisiera contaros, para confundir vuestra ignorancia, todo el tesoro de historias fantásticas y de cuentos verdaderos que han acumulado dentro de sus blancas cabezas las vetustas viejecitas, que van desapareciendo ya, una a una, dolorosamente, llevándose toda una época y toda el alma de una ciudad. Porque ellas eran lo único que iba quedando de la Santa Fe perversa, letrada, timorata, sangrienta y deliciosa, que hoy los bárbaros de la piqueta nos han convertido en un pueblo frío, tieso y moderno, como unas paralelas de ferrocarril.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de mayo de 1918.

La sonrisa

Hay una sonrisa superficial y bonachona del burgués de abdomen ampuloso, que se pasea por la calle satisfecho, después de comer. Existe, así mismo, la sonrisa jubilosa de la madre joven, que, presa de íntimo orgullo, contempla el jugueteo de su primer rorro, echado boca abajo sobre la alfombra, con la madeja de hilo. También, de vez en cuando, admiramos la sonrisa serena de héroe que, de pie sobre la trinchera, siente junto a sus oídos el silbido serpentino de las balas.

Pero hay aún, amigos míos, otra sonrisa inquietante y subyugadora, que se ha puesto hoy en moda, en la literatura y en la vida. Es la sonrisa imperceptible, escéptica y burlona de Anatole France. Algo muy distanciado sin duda de la carcajada estridente de Mefistófeles y de la risa demoledora del viejo Voltaire. Es el discreto plegar de labios de unos hombres sabios, profundos y eclécticos, que han trasegado todos los caminos y han escudriñado las más oscuras reconditeces; es el gesto silencioso e hiriente como un fino alfiler, de aquellos que han levantado, irreverentes, el velo impalpable de una ingenua fe en la vida y en las cosas, y han hallado, ¡oh dolor!, que los ídolos sagrados tienen los pies de barro; es el movimiento incrédulo de la boca, analizadora y erudita, del señor Bergeret.8

Esa literatura enervante, como el opio, donde las teorías rientes cantan hechizadoras como las sirenas mitológicas, se apodera suavemente de nuestros cerebros y paraliza nuestros músculos. La vendada fe en el amor que albergábamos, la confianza en la vida, que es bella y buena, en los optimismos santos de juventud, en todas esas cosas gratas que colocan la existencia inexperta, mientras ignoramos que son frágiles y adorables mentiras, todo se desvanece como emigradoras nubecillas al soplo de una racha fría, cuando el comentario burlón asoma a nuestros labios, agudo y lívido, como un estilete florentino.

Por eso, corazones juveniles, poneos en guardia contra las cosas bellamente sutiles que mi amigo Maitre Renard9 predica cotidianamente desde las páginas de no recuerdo qué diario vespertino, y también contra las finas paradojas, de afiladas aristas, que aquel sabio profesor de escepticismo echa a volar desde su cátedra de París.

No son nuestros labios fragantes de veinte años los que deben sonreír incrédulamente cuando el vivir es serio y profundo y a la hora de beber el vino rojo, con los ojos entornados. Más bien, ¡oh amigos míos!, que nuestras bocas, de dientes blancos y firmes, despierten la selva con sonoras carcajadas, o que nuestras cejas se unan, ceñudas, ante el hondo problema del mundo, de la vida, de la muerte.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 10 de mayo de 1918.

8Aquí se refiere a un personaje de una de las novelas de Anatole France, que según Tejada era el escritor ironista por excelencia.

9Seudónimo del periodista liberal Armando Solano (1887-1953); su columna habitual se titulaba “Glosario sencillo” y compartió por varios años la misma página con Tejada en El Espectador de Bogotá. En esta crónica, Tejada inicia su crítica al recurso retórico de la ironía.

La ciudad

Alguien me ha escrito ayer: “La ciudad es odiosa. En cambio la montaña es fuerte y dulce. Yo amo la montaña”. He contestado: Amigo mío, en verdad allá donde la Naturaleza es fecunda y virgen y donde los maizales ululan al viento, como arpas, se vive bien. Yo sé que en el lecho quejumbroso de hojarasca y de hierba fragante, el cerebro íntimamente unido a la tierra, es cuando se encienden los fuertes pensamientos de conquista y las grandes ideas de renovación, mientras canta o llora o ríe la orquesta múltiple de la selva.

Yo sé también que allá en la montaña, en abierta lucha con el roble milenario, con el toro pujante, con los ríos turbulentos o solemnes, se desenvuelve íntegra la individualidad y los músculos adquieren un temple herculino y se tornan duros como las bielas trepidantes de las locomotoras.

En la montaña se es Pan, atisbando con los ojos fulgurantes el cuerpo desnudo de la ninfa que hiende el rastrojo, temblorosa, hechizada ante el silbo voluptuoso de la flauta; y se es Zarathustra, madurando junto a la astuta serpiente y al águila altiva, el fruto de la Sabiduría.

En cambio, amigo mío, la ciudad tiene también hondos encantos y lazos sutiles con que aprisiona el corazón, siempre que sepáis vivir en ella sin someteros al estiramiento martirizante del frac y del cuello alto y al tedio superficial de los salones, sino pasando inadvertido, como una partícula perdida entre la muchedumbre, pero con los ojos muy inquisidores y el alma abierta a grandes y pequeñas emociones. Porque la ciudad acendra una multiplicidad admirable de sensaciones que no encontraréis en la montaña: es profunda y ligera, cogitabunda y alegre, sentimental y dura, tiene sombras medrosas y luces fugitivas, es refinada e ingenua; encontraréis en los apartados arrabales intensas y menudas tragedias, inenarrables miserias, carne palpitante y desnuda, el encanto de la inmundicia que amaba Jean Lorrain; un día, al volver una esquina, al subir al tranvía, daréis con la mujer elegante, viciosa, infame y deliciosa, que se burla donosamente de ti y de aquel hombre gordo y satisfecho, que bien puede ser un diputado; vive el santo de gruesas sandalias que maltrata su carne y sus huesos, y distribuye su tesoro entre los pobres y los ricos; y el asceta que en oscura guardilla desentraña el alma polvorienta de los libros, mientras en el piso siguiente hacia abajo, los bulliciosos estudiantes juegan a ver rodar bolas de marfil; en una casita sencilla que tendrá flores en las ventanas, hallaréis a la muchacha precoz, que trabaja en la cigarrería y humedece de lágrimas, en los atardeceres nostálgicos, el libro de Bécquer y la barata novela de amores que acaban en suicidio; y el oscuro empleadillo de levita raída y centenaria, que vive trágicamente con sus cinco hijos y su vieja mujer, que ama las plumas y las sedas chirriantes; el burgués barrigudo, que monta en automóvil una vez en la semana y reparte cachetes a las chicas de pianola; el alucinado poeta de provincia que sueña poemas fantásticos frente al escaparate de la librera, con las manos hundidas en los bolsillos exhaustos; la rica dama que pasa, alada, cerca a nuestras pupilas atónitas, dejando una huella perfumada y exquisita.

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