—¡Zack! —insistió.
No se dio por aludido, después de todo, era Gabór Kárpáthy en ese momento. Además, no estaba listo para esa conversación, la típica charla de amigos que no se ven hace tiempo. Imaginó todas las posibles preguntas que podría hacerle y cada posible respuesta era peor que la anterior.
«—¿Te ordenaste en la iglesia? ¿No eras ateo?
»—En realidad, estoy fingiendo ser uno de los personajes de la novela que estoy escribiendo».
«—¿Cómo le fue a la novela que publicaste?
»—Fue un fracaso tan apoteósico que solo se compara a la caída de Lucifer del cielo».
«¿Cómo vas con Janine?
»—Las cosas no funcionaron (una hermosa forma de adornar lo que en realidad pasó)».
«¿Qué has estado haciendo estos dos años?
»—He estado escribiendo novelas por dinero sin que me den el crédito».
No, no iba a pasar.
No tenía tiempo para charlas triviales, tenía una novela que terminar y tres días para hacerlo. Su pequeña obra de teatro en la iglesia era suficiente para acabar con el bloqueo que lo había atormentado los últimos días. No es como si se hubiera quedado de brazos cruzados sin escribir nada, de hecho, ya había escrito esos capítulos desde el punto de vista del padre Kárpáthy. Solo que le resultaban tan artificiales e inverosímiles que los odiaba.
Cada vez que no lograba escribir algo que lo satisficiera, se hacía pasar por sus personajes para saber qué sentían.
Ahora solo le quedaba ir a casa, sentarse a escribir, entregarle el manuscrito a Nina y...
—Mis gafas. No puedo escribir nada sin ellas.
La estación King Edward era su única esperanza, era el último lugar en el que las había visto, así que se encaminó hacia allá.
Se sentía contrariado. Por un lado, era afortunado. Ni en el más loco de sus sueños imaginó que una de sus novelistas policiacas favoritas lo llamaría a decirle que necesitaba que alguien terminara su nuevo libro. Llevaba meses bloqueada. Se había esmerado tanto en construir una amistad entre los personajes para desviar las sospechas del lector, que ya no era capaz de conducir la historia hacia la inminente revelación y muerte del culpable.
Por eso lo había contratado a él.
Se sentía como un asesino a sueldo. Era un experto en matar personajes ajenos. Nina lo había contratado para que orquestara los eventos que conducirían a la muerte de Jude. Pero nadie podía saberlo, se llevaría todo el crédito y la fama; su reputación seguiría intacta. Él ganaría una buena cantidad de dinero. Ese era el trato.
Por el otro, ella dijo que cambiaría el final. «Mi editor piensa que así llegaré a más público», fueron sus palabras. Él le dio sus mejores argumentos de por qué eso atentaba contra la historia, pero ella le recordó que no tenía ningún poder de decisión sobre su novela. Después de todo, solo era un escritor fantasma.
Si algo le frustraba de su trabajo, no era escribir historias sin recibir el crédito, sino que no pudiera elegir qué escribir. Podía escribir historias fantásticas, pero en ocasiones se veía obligado a narrar escenas que detestaba. A veces, en las noches de insomnio, imaginaba qué se sentiría tener el poder total de sus historias. Qué se sentiría reunir el valor suficiente para volver a publicar algo bajo su nombre.
Cuando llegó a la silla en que se había sentado con su madre, vio que había una mujer con un niño de brazos allí. Miró a su alrededor y se agachó a revisar debajo del asiento.
—¿Está buscando algo, padre?
Había olvidado que seguía vestido como cura. Tenía que devolver la sotana lo más pronto posible. Le pertenecía al padre Ross, la había tomado prestada de un armario que encontró mientras todos estaban distraídos con la boda.
—Sí, de hecho, sí, ¿me permite incomodarla?
Ella se puso de pie. Zack se agachó y tanteó el suelo debajo de la silla buscando sus gafas. Por un momento se sintió como Vilma en Scooby-Doo. Su mano rozó algo suave, no reconoció la forma al principio; pero cuando lo sacó a la luz descubrió que eran sus gafas envueltas en un pañuelo.
—Qué alivio, ¿no? —dijo la mujer.
—Sí —respondió, dando una leve sonrisa.
Le costaba admitirlo, pero tenía la esperanza de no encontrar sus gafas. Así tendría una buena excusa que darle a Nina Lemonov de por qué no había terminado todavía Otoño en Budapest.
Usó el pañuelo para limpiar las gafas y se las puso.
Se preguntó quién las había puesto allí.
1En español «rollo de canela».
Ella creaba fantasías.
Él las hacía realidad 
Ella
(Un año antes)
La señora Williams puso una mano en su hombro y le susurró al oído que la acompañara. Se disculpó con sus amigos y se levantó de la mesa para seguirla.
—¿Recuerdas la amiga que te dije que va a inaugurar su pastelería pronto? Te la presentaré —dijo su cliente—. Por cierto, ¿dónde está Dawson, cariño? Pensaba que iba a acompañarte a la inauguración.
—Tenía mucho trabajo atrasado —mintió. No sabía por qué lo estaba cubriendo, si su novio ni siquiera contestaba sus llamadas—. Pero dijo que te desea muchos éxitos con la pastelería.
—Pobre chico, es un adicto al trabajo. Recuérdame enviarle un postre de agradecimiento antes de irte. —Tomó su mano entre las suyas—. Si no fuera por él, no habría tenido tus maravillosos servicios y esta inauguración no habría sido un éxito.
—Muchas gracias, señora Williams. Fue un placer trabajar para usted —respondió y le dio un abrazo a la pastelera.
Llegaron a una mesa que ocupaba una mujer rolliza y pequeña, que debía rozar los cincuenta años. Su cabello rubio caía en suaves ondas y usaba una boina morada; llevaba puesto un vestido de flores del mismo color. Se puso de pie y le ofreció una gran sonrisa. A primera vista, parecía ser una mujer afable.
—Mira, Jessica, ella es la mujer de la que te hablé, Layla Bramson.
La Sra. Williams las presentó y se marchó para saludar a los demás invitados.
—¿Eres la fotógrafa de comida, cierto? Déjame decirte que Midnight’s Baker luce espectacular. Esas fotos son fantásticas, el menú quedó elegante y Annie me contó que además eres repostera, eso me encanta.
Sonrió y tomó asiento.
—Muchas gracias. Pero… De hecho, el fotógrafo es mi hermano. —Se giró para señalarlo. Elijah estaba demasiado ocupado devorando postres para prestarle atención—. Yo soy una estilista de alimentos.
—¿Qué haces tú exactamente, querida?
—Yo preparo la comida para que luzca increíble en las fotos.
Jessica se inclinó hacia adelante, interesada.
—¿Y cómo la preparas?
—Bueno, no es tan fácil fotografiar la comida como se pensaría. El helado se derrite, la espuma se acaba, el plato se enfría. Ahí entro yo, tengo buena experiencia y conozco muchos trucos para hacer que la comida se vea como se supone que se tiene que ver. ¿Sabías que para las fotos de los tacos mexicanos la carne suele ser en realidad esponjas pintadas con salsa marrón?
La mujer alzó las cejas.
—No tenía idea.
—Bueno, mi trabajo consiste en hacer que tus clientes babeen por ese plato que le estás ofreciendo. ¿Qué vas a ofrecer en tu restaurante?
—Verás, trabajé como repostera por años en restaurantes cinco estrellas y sí, era fantástico, pero ahora es mi turno de crear mi propia pastelería. La llamaré —levantó sus manos y agitó los dedos— Sweet Heaven. Por supuesto, no le haré competencia a mi querida Annie, Dios, no, yo vivo al otro lado de Vancouver.
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