El día que Layla Bramson conoció a Zack Hawkins, pensó que él estaba muriendo.
Era una ventosa noche de agosto del 2008 en Vancouver. Nuestra heroína caminaba a toda prisa hacia su apartamento. Llevaba apretado contra su pecho un libro que había encontrado después de tres años y quería llegar rápido para leerlo o, para ser más precisos, releerlo, porque esa historia ya estaba escrita en su piel, como todas aquellas que nos marcan la vida. Si se apuraba, alcanzaría a leer los primeros capítulos antes de encontrarse con su hermano, al que le iba a compartir una decisión que tuvo el valor de tomar solo hasta sus veintiséis años.
Para llegar más rápido, cortó camino por el parque St. Evangeline. Estaba desolado; sus tacones eran lo único que se escuchaba alrededor. Apretó el paso y entonces divisó a lo lejos algo sacudiéndose en el pasto. Entrecerró los ojos para identificar de qué se trataba y dio un respingo al descubrir que era un hombre.
Se quitó los tacones deprisa y corrió en el pasto húmedo para socorrerlo. Parecía tener apenas unos años más que ella, los espasmos lo estremecían y su boca estaba llena de espuma blanca. Ahí estaba nuestro héroe caído, Zacharias Hawkins, dando una primera impresión de lujo.
—¡Mierda!
Soltó sus cosas en el suelo, se arrodilló y levantó su cabeza. Nunca había auxiliado a nadie que tuviera convulsiones, pero recordaba vagamente que debía impedir que se ahogara con su propia lengua.
—Todo va a estar bien, discúlpame por lo que estoy a punto de hacer, ¿okey?
Abrió su boca y metió los dedos para sostener su lengua. No sé de dónde sacó esa grandiosa idea, porque si hubiera leído algún instructivo de primeros auxilios, sabría que cuando alguien está sufriendo un ataque epiléptico, no hay que introducirle nada a la boca. Menos sus dedos untados de helado. Pero, bueno, la intención es lo que cuenta.
Además, Zackie siempre se dejaba meter los dedos a la boca.
De hecho, por eso estaba ahí fingiendo su muerte. Bueno, la muerte de uno de sus personajes; no es que fuera su personaje, pero él lo estaba escribiendo, así que era como si fuera de él. Más adelante entenderán a qué me refiero. El punto es que él no se hubiera metido en el problema que lo tenía ahí tendido en el pasto si no confiara demasiado en las personas.
Ella apoyó la cabeza de Zack en su falda y usó la mano libre para buscar el celular dentro del bolsillo de su gabán.
Esperen, ¿ya mencioné por qué Layla no lo había reconocido a pesar de ser su admiradora? Es que ella nunca lo había visto en persona (o, bueno, sí una vez, pero ella ya no lo recordaba y no tenía forma de saber que el chico lindo de la banca era él).
Como sea, eso lo explicaré en un momento.
—Voy a llamar a emergencias, resiste —dijo Layla. No sabía si la escuchaba, pero prefería mantenerlo informado de todo.
Él abrió los ojos alarmado e intentó hablar, pero, como sostenía su lengua, solo escuchó balbuceos.
—Fo fafes a fafie, efoi fief.
Sacó sus dedos de inmediato y los secó en su abrigo.
—¿Qué dices?
—Que no llames a nadie, estoy bien.
Él se incorporó de golpe.
—No te levantes tan rápido —le aconsejó Layla—. Podrías marearte.
Él escupió en el pasto y se limpió la boca con la manga de su chaqueta de cuero. Tosió un poco.
—Da igual, solo estaba actuando.
Quizás ustedes piensen que en ese momento en que la vio, debió haberla reconocido, porque él también era su admirador. Pues no, él tampoco la había visto nunca en persona (o, bueno, sí, dos veces, pero no tenía forma de saber que la loca de la bicicleta que bailaba bonito era ella). Eso también lo explicaré en un momento.
Esperen, ¿ya les mencioné que el preciado libro que ella llevaba consigo lo había escrito Zacharias? No, ¿verdad? Bueno, es que ella estaba encantada con él por cómo la hacía sentir gracias a su don.
¡No les he mencionado el don!
¿Saben qué? Esta es de ese tipo de historias que no se pueden contar por el derecho. Me siento como cuando alguien se sienta a mi lado a ver una película que empezó hace una hora y sé que no va a entender ni pío y empezará con las preguntas. No, vamos a pausar aquí y les diré todo lo que necesitan saber para entender lo maravilloso que fue ese momento y me saltaré lo demás.
Tengo una idea: para empezar, vamos a volver unos cuantos años, al momento en que Layla —sin saberlo— salvó el trasero de Zack por primera vez.
¿Listos? Empecemos.
Ella podía sentir las historias
(Dos años y tres meses antes)
No hay momento más extraordinario para un artista que cuando ve su creación terminada y expuesta a la vista de todos. Un metro de la línea SkyTrain de Vancouver se detuvo frente a Layla; la portada de la revista culinaria Flavours estaba impresa en el costado. Una lágrima de orgullo amenazó con asomarse; ella había preparado la comida para esa fotografía.
El ruido metropolitano se silenció a su alrededor. Relamió sus labios. La mostaza Dijon, picante y cremosa, mezclada con la miel con regusto a malta, acentuada por condimentos italianos, sal y pimienta, hizo una fiesta en su boca. El olor del pollo horneado y las papas humeantes invadió su nariz. Sus dedos acariciaron la mixtura espesa de salsa de queso cheddar, leche, mantequilla, sal y mostaza seca.
Intentó tomar una foto con su celular para mostrársela a Elijah, pero el metro reinició la marcha y le quedó borrosa. No le dio importancia, nada podría arruinarle esa dicha. Había visto su trabajo impreso en revistas, en menús, en las paredes de restaurantes, incluso en vallas de paradas de autobuses, pero nunca en el metro. Ahora la fotografía recorrería Vancouver, despertando apetitos. El deleite estremeció su estómago. Eso debía celebrarlo con una banda sonora épica.
Abrió su bolso para buscar sus audífonos. ¿A quién escuchar? ¿Hans Zimmer? Algo glorioso para celebrar el triunfo. No los encontró en el bolsillo en el que siempre estaban.
Ese momento ameritaba, mejor, algo de John Williams.
Él siempre convertía todo suceso cotidiano en algo extraordinario. Un escalofrío cruzó por su espalda. Los audífonos no estaban en ninguna parte del bolso ni de los bolsillos de su ropa.
La angustia trepó por su garganta. Para cualquier otra persona, este incidente no hubiera sido más que un molesto contratiempo, pero para Layla Bramson, suponía todo un desafío.
Llamó a su hermano mayor; era lo que siempre hacía cuando estaba en alguna emergencia. Su teléfono se fue a buzón de mensajes después de timbrar seis veces. Marcó de nuevo, él contestó después del primer timbre, arrastrando las palabras.
—¿Hola? ¿Layla?
—¡Elijah! ¡Qué bueno que contestaste!
Se demoró unos segundos en responder, bostezaba.
—¿Qué haces llamándome desde tu habitación? ¿Por qué no vienes hasta acá? —dijo, su voz adormilada.
Él tenía el sueño tan profundo que ni se había percatado de que ella había salido.
—No estoy en el apartamento, estoy en la estación King
Edward.
—¿Qué? —dijo, e hizo una pausa—. Son las cinco y media de la mañana. Los domingos son para descansar.
—Voy a ir a comprar unas provisiones para la sesión de fotos de mañana a Grandville Island.1
Él gruñó.
—Para eso tenemos un chico que hace las compras, ¿recuerdas? Se llama Craig, tiene frenillos, siempre usa botas... Él trae la comida, tú haces la magia...
—Lo sé, lo sé... Pero estuve hablando con él y dijo que nunca había comprado ruibarbos2 antes, es mejor que vaya yo misma a escogerlos.
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