Sarah MacLean - Lady Felicity y el canalla

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Lady Felicity y el canalla: краткое содержание, описание и аннотация

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Un canalla entra en escena… Cuando un misterioso desconocido se cuela en la habitación de lady Felicity Faircloth y le ofrece su ayuda para que consiga pescar a un duque, ella acepta con una sola condición: en su matrimonio no puede faltar la pasión. Lady Felicity hace un pacto peligroso… Hijo bastardo de un duque y rey de las calles oscuras de Londres, Diablo se ha pasado toda la vida haciendo uso de su poder y sacando provecho de todas las oportunidades que se le presentan; y esa solterona es lo que le hace falta para poder llevar a cabo su venganza. Lo único que precisa es convertirla en una mujer irresistible, tender una trampa a su enemigo y destruirlo.Por la promesa de la pasión… Pero cuando se trata de Felicity Faircloth, las cosas son blancas o negras, y ella enseguida decide que prefiere un diablo a un duque. Así que, los planes que Diablo ha trazado tan cuidadosamente se convierten en un caos, y él se verá obligado a elegir entre todo lo que siempre ha querido… y lo único que siempre ha deseado.

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Tan des­agra­da­ble.

«¿Es lo me­jor que pue­des ha­cer?».

No. No lo era.

—El du­que que tú quie­res con­se­guir, ¿ver­dad?

Na­tas­ha son­rió con su­fi­cien­cia.

—El du­que que yo con­se­gui­ré.

—Me temo que lle­gas de­ma­sia­do tar­de —re­pli­có Fe­li­city sin pen­sár­se­lo dos ve­ces.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —ter­ció Ha­gin. Ha­gin, con su cara en­greí­da y su so­fo­can­te per­fu­me y su pelo como el de un prín­ci­pe de cuen­to de ha­das. Hizo aque­lla pre­gun­ta con sumo des­dén, como si casi no se dig­na­ra a ha­blar con ella.

Como si no hu­bie­ran sido ami­gos an­tes.

Más tar­de, cul­pa­ría al re­cuer­do de aque­lla amis­tad por ha­ber­la obli­ga­do a dar esa res­pues­ta. El su­su­rro de la vida que ha­bía per­di­do en un ins­tan­te, sin en­ten­der si­quie­ra por qué. La de­vas­ta­do­ra tris­te­za que sin­tió des­pués. La for­ma en que la ha­bían ca­ta­pul­ta­do a la rui­na.

Des­pués de todo, te­nía que ha­ber al­gu­na ra­zón para que di­je­ra lo que dijo, con­si­de­ran­do el he­cho de que era una com­ple­ta idio­tez. Una lo­cu­ra ab­so­lu­ta.

Una men­ti­ra tan enor­me que eclip­sa­ba el sol.

—Lle­gas de­ma­sia­do tar­de para el du­que —re­pi­tió aun a sa­bien­das de que de­bía im­pe­dir que aque­llas pa­la­bras sa­lie­ran de su boca. Pero eran como un ca­ba­llo des­bo­ca­do, que se ha­bía li­be­ra­do de sus ata­du­ras y co­rría li­bre y sal­va­je—. Por­que ya lo he ca­za­do yo.

Capítulo 3

La úl­ti­ma vez que Dia­blo ha­bía es­ta­do en el in­te­rior de Mar­wick Hou­se fue la no­che en que co­no­ció a su pa­dre.

Te­nía diez años, y era de­ma­sia­do ma­yor para que­dar­se en el or­fa­na­to don­de ha­bía pa­sa­do toda su vida. Dia­blo ha­bía oído ru­mo­res de lo que les ocu­rría a los chi­cos que cre­cían fue­ra del or­fa­na­to. Se ha­bía pre­pa­ra­do para huir, pues no es­ta­ba pre­pa­ra­do para en­fren­tar­se a la fá­bri­ca en la que, de ser cier­tos los ru­mo­res, era pro­ba­ble que mu­rie­se y na­die en­con­tra­ra su cuer­po.

Se ha­bía creí­do las his­to­rias.

Cada no­che, sa­bien­do que era cues­tión de tiem­po que vi­nie­ran a por él, ha­bía ido em­pa­que­tan­do con cui­da­do sus per­te­nen­cias: un par de me­dias de­ma­sia­do gran­des que ha­bía ro­ba­do de la la­van­de­ría, una cor­te­za de pan o una ga­lle­ta dura res­ca­ta­da de las so­bras de un al­muer­zo, un par de guan­tes usa­dos por tan­tos chi­cos que no se po­dían ni con­tar y con tan­tos agu­je­ros que ape­nas ca­len­ta­ban las ma­nos y el pe­que­ño al­fi­ler do­ra­do que ha­bía cla­va­do en su pa­ñal cuan­do lo en­con­tra­ron de bebé y del que col­ga­ba un bor­da­do en el que ha­bía una mag­ní­fi­ca «M» roja. El al­fi­ler ha­bía per­di­do hace tiem­po su bar­niz y tan solo que­da­ba el la­tón y la tela, que una vez ha­bía sido blan­ca, se ha­bía vuel­to gris por la su­cie­dad de sus de­dos. Pero era lo úni­co que Dia­blo po­seía de su pa­sa­do, y la úni­ca fuen­te de es­pe­ran­za que le que­da­ba para el fu­tu­ro.

Cada no­che se tum­ba­ba en la os­cu­ri­dad, es­cu­cha­ba el so­ni­do del llan­to de los otros ni­ños, y con­ta­ba los pa­sos para lle­gar des­de su jer­gón al pa­si­llo y des­de el pa­si­llo has­ta la puer­ta. Sa­lía y se aden­tra­ba en la no­che. Era un ex­ce­len­te es­ca­la­dor y ha­bía de­ci­di­do to­mar los te­ja­dos en lu­gar de las ca­lles; allí era me­nos pro­ba­ble que lo en­con­tra­ran si lo per­se­guían.

Aun­que pa­re­cía im­pro­ba­ble que al­guien lo per­si­guie­ra.

Pa­re­cía im­pro­ba­ble que al­guien lo qui­sie­ra.

Es­cu­chó los pa­sos que so­na­ban por el pa­si­llo. Ve­nían a bus­car­lo para lle­var­lo a la fá­bri­ca. Giró has­ta ba­jar por el la­te­ral del jer­gón, se aga­chó, re­co­gió sus co­sas y se des­pla­zó has­ta co­lo­car­se de pie, pe­ga­do a la pa­red que ha­bía jun­to a la puer­ta.

La ce­rra­du­ra dio un chas­qui­do y la puer­ta se abrió, de­jan­do en­tre­ver el haz de luz de una vela, algo que nun­ca se veía en el or­fa­na­to des­pués de os­cu­re­cer. Tra­tó de es­ca­par es­cu­rrién­do­se en­tre dos per­so­nas y lle­gó has­ta la mi­tad del ves­tí­bu­lo an­tes de que una mano fuer­te se po­sa­ra so­bre su hom­bro y lo le­van­ta­ra del sue­lo.

Pa­ta­leó, gri­tó y se re­tor­ció tra­tan­do de mor­der aque­lla mano hi­rien­te.

—Dios mío, este sí que es sal­va­je —dijo una pro­fun­da voz de ba­rí­tono, y Dia­blo se que­dó com­ple­ta­men­te quie­to al es­cu­char­la.

Nun­ca ha­bía oído a na­die ha­blar un in­glés tan per­fec­to y co­me­di­do. Dejó de tra­tar de mor­der­le para gi­rar­se a mi­rar al hom­bre que lo sos­te­nía: era alto como un ár­bol, es­ta­ba más lim­pio que na­die que él hu­bie­se vis­to ja­más, y sus ojos eran del co­lor de las ta­blas del sue­lo de la sala don­de se su­po­nía que de­bían re­zar.

Aun­que él no era muy bueno re­zan­do.

Al­guien le­van­tó la vela a la al­tu­ra de la cara de Dia­blo, y la bri­llan­te lla­ma le hizo en­co­ger­se.

—Es él —dijo el rec­tor.

Dia­blo se giró de nue­vo para en­fren­tar­se a su cap­tor.

—No voy a ir a la fá­bri­ca.

—Por su­pues­to que no —le res­pon­dió el ex­tra­ño.

Le qui­tó el pa­que­te a Dia­blo y lo abrió.

—¡Oye! ¡Son mis co­sas!

El hom­bre lo ig­no­ró, arro­jó las me­dias y la ga­lle­ta a un lado y le­van­tó el al­fi­ler para co­lo­car­lo jun­to a la luz. Dia­blo se en­fu­re­ció ante la idea de que ese hom­bre, ese ex­tra­ño, to­ca­ra lo úni­co que te­nía de su ma­dre. Lo úni­co que te­nía de su pa­sa­do. Sus pe­que­ñas ma­nos se ce­rra­ron en pu­ños y lan­zó un gol­pe que fue a dar con­tra la ca­de­ra del hom­bre ele­gan­te.

—¡Eso es mío! ¡No te lo pue­des que­dar!

El hom­bre si­seó de do­lor.

—Je­sús. Este de­mo­nio sí que sabe dar pu­ñe­ta­zos.

El rec­tor se acer­có, ner­vio­so.

—Eso no lo ha apren­di­do de no­so­tros.

Dia­blo frun­ció el ceño. ¿En qué otro lu­gar lo iba a apren­der?

—De­vuél­ve­me­lo.

El hom­bre bien ves­ti­do se acer­có más a él y agi­tó el te­so­ro de Dia­blo en el aire.

—Tu ma­dre te dio esto.

Dia­blo ex­ten­dió la mano y le arre­ba­tó el pa­que­te al hom­bre, pero odió la ver­güen­za que le pro­vo­ca­ron aque­llas pa­la­bras. Ver­güen­za y an­he­lo.

—Sí.

El hom­bre asin­tió.

—Te he es­ta­do bus­can­do.

La es­pe­ran­za es­ta­lló, cá­li­da y casi do­lo­ro­sa, en el pe­cho de Dia­blo.

El hom­bre con­ti­nuó.

—¿Sa­bes lo que es un du­que?

—No, se­ñor.

—Lo sa­brás —pro­me­tió.

Los re­cuer­dos eran una mier­da.

Dia­blo se des­li­zó por el lar­go pa­si­llo de la plan­ta su­pe­rior de Mar­wick Hou­se mien­tras los acor­des de la or­ques­ta se co­la­ban des­de el piso in­fe­rior e inun­da­ban la os­cu­ri­dad. No ha­bía vuel­to a pen­sar en la no­che en que su pa­dre lo en­con­tró des­de ha­cía más de una dé­ca­da. Tal vez más tiem­po.

Pero en ese ins­tan­te, en esa casa que, de al­gu­na ma­ne­ra, con­ser­va­ba su olor, re­cor­dó cada mo­men­to de aque­lla pri­me­ra no­che. El baño, la co­mi­da ca­lien­te, la cama blan­da. Como si se hu­bie­ra dor­mi­do y des­per­ta­do de un sue­ño.

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