1 ...6 7 8 10 11 12 ...27 Tan desagradable.
«¿Es lo mejor que puedes hacer?».
No. No lo era.
—El duque que tú quieres conseguir, ¿verdad?
Natasha sonrió con suficiencia.
—El duque que yo conseguiré.
—Me temo que llegas demasiado tarde —replicó Felicity sin pensárselo dos veces.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —terció Hagin. Hagin, con su cara engreída y su sofocante perfume y su pelo como el de un príncipe de cuento de hadas. Hizo aquella pregunta con sumo desdén, como si casi no se dignara a hablar con ella.
Como si no hubieran sido amigos antes.
Más tarde, culparía al recuerdo de aquella amistad por haberla obligado a dar esa respuesta. El susurro de la vida que había perdido en un instante, sin entender siquiera por qué. La devastadora tristeza que sintió después. La forma en que la habían catapultado a la ruina.
Después de todo, tenía que haber alguna razón para que dijera lo que dijo, considerando el hecho de que era una completa idiotez. Una locura absoluta.
Una mentira tan enorme que eclipsaba el sol.
—Llegas demasiado tarde para el duque —repitió aun a sabiendas de que debía impedir que aquellas palabras salieran de su boca. Pero eran como un caballo desbocado, que se había liberado de sus ataduras y corría libre y salvaje—. Porque ya lo he cazado yo.
La última vez que Diablo había estado en el interior de Marwick House fue la noche en que conoció a su padre.
Tenía diez años, y era demasiado mayor para quedarse en el orfanato donde había pasado toda su vida. Diablo había oído rumores de lo que les ocurría a los chicos que crecían fuera del orfanato. Se había preparado para huir, pues no estaba preparado para enfrentarse a la fábrica en la que, de ser ciertos los rumores, era probable que muriese y nadie encontrara su cuerpo.
Se había creído las historias.
Cada noche, sabiendo que era cuestión de tiempo que vinieran a por él, había ido empaquetando con cuidado sus pertenencias: un par de medias demasiado grandes que había robado de la lavandería, una corteza de pan o una galleta dura rescatada de las sobras de un almuerzo, un par de guantes usados por tantos chicos que no se podían ni contar y con tantos agujeros que apenas calentaban las manos y el pequeño alfiler dorado que había clavado en su pañal cuando lo encontraron de bebé y del que colgaba un bordado en el que había una magnífica «M» roja. El alfiler había perdido hace tiempo su barniz y tan solo quedaba el latón y la tela, que una vez había sido blanca, se había vuelto gris por la suciedad de sus dedos. Pero era lo único que Diablo poseía de su pasado, y la única fuente de esperanza que le quedaba para el futuro.
Cada noche se tumbaba en la oscuridad, escuchaba el sonido del llanto de los otros niños, y contaba los pasos para llegar desde su jergón al pasillo y desde el pasillo hasta la puerta. Salía y se adentraba en la noche. Era un excelente escalador y había decidido tomar los tejados en lugar de las calles; allí era menos probable que lo encontraran si lo perseguían.
Aunque parecía improbable que alguien lo persiguiera.
Parecía improbable que alguien lo quisiera.
Escuchó los pasos que sonaban por el pasillo. Venían a buscarlo para llevarlo a la fábrica. Giró hasta bajar por el lateral del jergón, se agachó, recogió sus cosas y se desplazó hasta colocarse de pie, pegado a la pared que había junto a la puerta.
La cerradura dio un chasquido y la puerta se abrió, dejando entrever el haz de luz de una vela, algo que nunca se veía en el orfanato después de oscurecer. Trató de escapar escurriéndose entre dos personas y llegó hasta la mitad del vestíbulo antes de que una mano fuerte se posara sobre su hombro y lo levantara del suelo.
Pataleó, gritó y se retorció tratando de morder aquella mano hiriente.
—Dios mío, este sí que es salvaje —dijo una profunda voz de barítono, y Diablo se quedó completamente quieto al escucharla.
Nunca había oído a nadie hablar un inglés tan perfecto y comedido. Dejó de tratar de morderle para girarse a mirar al hombre que lo sostenía: era alto como un árbol, estaba más limpio que nadie que él hubiese visto jamás, y sus ojos eran del color de las tablas del suelo de la sala donde se suponía que debían rezar.
Aunque él no era muy bueno rezando.
Alguien levantó la vela a la altura de la cara de Diablo, y la brillante llama le hizo encogerse.
—Es él —dijo el rector.
Diablo se giró de nuevo para enfrentarse a su captor.
—No voy a ir a la fábrica.
—Por supuesto que no —le respondió el extraño.
Le quitó el paquete a Diablo y lo abrió.
—¡Oye! ¡Son mis cosas!
El hombre lo ignoró, arrojó las medias y la galleta a un lado y levantó el alfiler para colocarlo junto a la luz. Diablo se enfureció ante la idea de que ese hombre, ese extraño, tocara lo único que tenía de su madre. Lo único que tenía de su pasado. Sus pequeñas manos se cerraron en puños y lanzó un golpe que fue a dar contra la cadera del hombre elegante.
—¡Eso es mío! ¡No te lo puedes quedar!
El hombre siseó de dolor.
—Jesús. Este demonio sí que sabe dar puñetazos.
El rector se acercó, nervioso.
—Eso no lo ha aprendido de nosotros.
Diablo frunció el ceño. ¿En qué otro lugar lo iba a aprender?
—Devuélvemelo.
El hombre bien vestido se acercó más a él y agitó el tesoro de Diablo en el aire.
—Tu madre te dio esto.
Diablo extendió la mano y le arrebató el paquete al hombre, pero odió la vergüenza que le provocaron aquellas palabras. Vergüenza y anhelo.
—Sí.
El hombre asintió.
—Te he estado buscando.
La esperanza estalló, cálida y casi dolorosa, en el pecho de Diablo.
El hombre continuó.
—¿Sabes lo que es un duque?
—No, señor.
—Lo sabrás —prometió.
Los recuerdos eran una mierda.
Diablo se deslizó por el largo pasillo de la planta superior de Marwick House mientras los acordes de la orquesta se colaban desde el piso inferior e inundaban la oscuridad. No había vuelto a pensar en la noche en que su padre lo encontró desde hacía más de una década. Tal vez más tiempo.
Pero en ese instante, en esa casa que, de alguna manera, conservaba su olor, recordó cada momento de aquella primera noche. El baño, la comida caliente, la cama blanda. Como si se hubiera dormido y despertado de un sueño.
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