Índice de contenido
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Epílogo
Agradecimientos
Título original: Eleven Scandals to Start to Win a Duke's Heart
© 2010 by Sarah Trabucchi
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Traducción: Eva Pérez Muñoz
Corrección: Xavier Beltrán
Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
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1.ª edición: marzo 2012
Nueva edición corregida: octubre 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
«Los árboles son solo un dosel para los escándalos.
Las damas elegantes no salen de casa después del anochecer».
Tratado sobre las damas más exquisitas
«Es sabido que las hojas no son lo único que cae en los jardines…».
El Folleto de los Escándalos , octubre de 1823
Visto en retrospectiva, la señorita Juliana Fiori debería haber recapacitado un poco aquella noche antes de llevar a cabo cuatro acciones.
Para empezar, tendría que haber ignorado el impulso que la empujó a abandonar el baile de otoño de su cuñada para aventurarse en los jardines de Ralston House, un lugar menos empalagoso, más fragante y mucho peor iluminado.
En segundo lugar, debería habérselo pensado dos veces cuando ese mismo impulso la llevó a adentrarse en los lóbregos senderos que bordeaban la mansión de su hermano.
Y, en tercer lugar, debería haber regresado al interior de la casa en cuanto se tropezó con lord Grabeham, completamente ebrio, que se mantenía en pie a duras penas y expelía comentarios poco caballerosos.
Pero no debería haberle golpeado.
No importaba que la hubiera atraído hacia él y la hubiera obligado a oler su aliento caliente y apestoso, a whisky nada menos, ni que sus labios fríos y húmedos hubieran buscado torpemente el arco de su mejilla; ni siquiera que sugiriera que iba a disfrutarlo tanto como lo había hecho su madre.
Las damas no golpean a la gente.
Al menos las damas inglesas.
La señorita Juliana Fiori observó cómo el supuesto caballero gritaba de dolor y sacaba un pañuelo del bolsillo para cubrirse la nariz y manchar de escarlata el inmaculado lino blanco. Paralizada, sacudió la mano distraídamente para deshacerse del escozor mientras el miedo la consumía.
Aquello saldría a la luz pública. Se convertiría en un «acontecimiento».
Y no importaba que el susodicho caballero se lo hubiera merecido.
¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¿Permitir que abusara de ella mientras esperaba a que entre los árboles apareciera un salvador? Lo más probable era que cualquier hombre que estuviera en el jardín a aquella hora de la noche fuera otro acosador.
Pero acababa de confirmar todas las habladurías. Jamás podría ser una aristócrata.
Juliana levantó la vista para admirar el dosel que formaban los árboles. Hacía tan solo un momento, el susurro de las hojas por encima de su cabeza había supuesto la promesa de un respiro de las destemplanzas del baile. Ahora, el sonido se mofaba de ella, como el eco de los suspiros que brotaban de los salones de todo Londres cuando pasaba por delante de ellos.
—¡Me ha golpeado! —El grito del hombre gordo fue demasiado alto, nasal e indignado.
Juliana se llevó la palpitante mano a la cara para apartarse un mechón suelto de la mejilla.
—Si vuelve a acercarse, recibirá más de lo mismo.
El hombre siguió mirándola fijamente mientras se limpiaba la sangre de la nariz. El enfado que reflejaban sus ojos era evidente.
Conocía ese sentimiento. Sabía qué significaba. Juliana se preparó para lo que venía a continuación. Pero el sufrimiento fue el mismo.
—Se arrepentirá de esto. —El hombre dio un paso amenazador hacia ella—. Haré creer a todo el mundo que me lo rogó. Aquí, en el jardín de su hermano, como la fulana que es.
Un dolor penetrante se instaló en su sien. Juliana dio un paso atrás sacudiendo la cabeza,
—No —dijo, e hizo una mueca ante la contundencia de su acento italiano, el mismo que llevaba tanto tiempo intentando dominar—. No le creerán.
Sus palabras sonaron vacías incluso para ella.
Por supuesto que lo creerían.
Lord Grabeham leyó el pensamiento en sus ojos y derramó una risotada furiosa en la noche.
—No se le puede ni pasar por la cabeza que la creerán a usted. Apenas es legítima. La toleran solo porque su hermano es un marqués. Es imposible que él confíe en su palabra. Al fin y al cabo, no es más que la hija de su madre.
«La hija de su madre». Por mucho que lo intentara, aquellas palabras eran un bofetón imposible de esquivar.
Juliana alzó el mentón y enderezó los hombros.
—No le creerán —repitió, deseando que su voz se mantuviera estable—, porque nadie podría ni imaginar que yo me sienta atraída por usted, porco .
Lord Grabeham tardó unos segundos en traducir la palabra del italiano al inglés, en procesar el insulto. Pero, cuando lo hizo, la palabra cerdo quedó suspendida entre ambos en las dos lenguas. Grabeham alargó hacia ella una mano rolliza de dedos como salchichas.
Aunque era más bajo que ella, compensaba la diferencia con fuerza bruta. Clavó los dedos en la muñeca de Juliana con una presión que prometía dejarle moratones. Al intentar zafarse de él retorciendo el brazo, ella notó una quemazón en la piel. Contuvo el dolor y actuó por instinto, agradeciéndole al Creador haber aprendido a pelear con los chicos en los arenales de Verona.
Su rodilla salió propulsada hacia arriba y alcanzó su objetivo con precisión y crueldad.
Grabeham emitió un alarido y aflojó la mano lo suficiente para que ella pudiera liberarse.
Y entonces Juliana hizo lo único que se le ocurrió. Echar a correr.
Se recogió los faldones de su brillante vestido verde y atravesó los jardines evitando la luz que se filtraba por los ventanales del enorme salón, consciente de que ser descubierta corriendo en la oscuridad resultaría tan nocivo como acabar en las zarpas del odioso Grabeham…, que se había recuperado con alarmante presteza. Juliana oía cómo la perseguía a través de un seto particularmente espinoso, resollando a grandes bocanadas.
El sonido la espoleó e hizo que traspasara velozmente la puerta lateral del jardín, que daba acceso a las caballerizas que colindaban con Ralston House, donde una serie de carruajes esperaban en una larga fila a que sus propietarios los reclamaran para regresar a sus domicilios. Juliana tropezó con algo afilado y dio un traspié. Detuvo la caída sobre el empedrado con las manos y se las arañó al tratar de recuperar el equilibrio. Se maldijo a sí misma por la decisión de quitarse los guantes al salir del salón; por engorrosos que fueran, la piel de cabritilla le hubiera evitado unas cuantas gotas de sangre aquella noche. La puerta de hierro se cerró detrás de ella, y Juliana vaciló durante una fracción de segundo; el sonido tal vez atraía la atención de alguien. Una rápida mirada en derredor le permitió descubrir la presencia de un grupo de cocheros absortos en una partida de dados en el otro extremo del callejón; ninguno de ellos mostró el menor interés en ella. Al mirar hacia atrás, vio cómo la mole de Grabeham avanzaba hacia la puerta. Era como un toro embistiendo el capote; faltaban solo unos segundos antes de que la corneasen.
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