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Sarah MacLean: Once escándalos para enamorar a un duque

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Sarah MacLean Once escándalos para enamorar a un duque
  • Название:
    Once escándalos para enamorar a un duque
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    Испанский
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Once escándalos para enamorar a un duque: краткое содержание, описание и аннотация

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LA HERMANA PEQUEÑA DE LOS INCORREGIBLES RALSTON PROMETE SER EL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADA. Juliana Fiori es un espíritu apasionado. Es impulsiva, valiente, decidida y poco le importa lo que opine el resto de la alta sociedad londinense, lo que la convierte en el blanco favorito de los cotilleos de la ciudad. Es nada más y nada menos el tipo de mujer que el duque de Leighton querría tener lo más lejos posible. El duque tiene una intachable reputación que proteger, pero Juliana está dispuesta a demostrarle que nadie puede resistirse a la pasión, aunque se trate del mismísimo duque de Leighton, y tiene dos semanas para demostrárselo.

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Los carruajes eran su única esperanza.

Con un débil y tranquilizador susurro en italiano, se deslizó por detrás de las enormes cabezas de dos jamelgos negros y se escabulló rápidamente entre la línea de carruajes. Al oír cómo la puerta se abría y volvía a cerrarse con un portazo, se quedó inmóvil, atenta a cualquier sonido que pudiera indicarle que el depredador se aproximaba.

Pero los latidos de su corazón le impedían oír nada. Rápidamente, abrió la portezuela de uno de los descomunales vehículos y se aupó al interior sin la ayuda de ningún estribo. Oyó que la tela de su vestido se rasgaba al engancharse a un borde afilado. Ignoró la punzada de remordimientos y tiró de la falda para introducirla en el carruaje. A continuación, alargó una mano para cerrar la portezuela lo más silenciosamente que pudo.

El satén verde sauce había sido un regalo de su hermano, un guiño al odio que sentía Juliana por los vestidos insulsos y mojigatos que solían exhibir las damas solteras de la alta sociedad. Y ahora estaba roto.

Se quedó sentada en el suelo del carruaje, con las rodillas apoyadas en el pecho, y dejó que la oscuridad la rodeara.

Rezó por contener los jadeos y se esforzó por oír algo, cualquier sonido que quebrara aquel velado silencio. Contuvo la necesidad de moverse por miedo a desvelar su escondrijo.

Tego, tegis, tegit —susurró en voz muy baja. La relajante cadencia del latín la ayudaba a concentrarse—. Tegimus, tegitis, tegunt . Una sombra apenas perceptible pasó por encima de ella, obstruyendo la tenue luz que moteaba el exuberante tapizado del carruaje. Juliana se quedó inmóvil un segundo antes de buscar refugio en un rincón del habitáculo y encogerse todo lo que pudo, todo un reto teniendo cuenta su altura, poco habitual en una mujer. Esperó mientras la desesperación se acumulaba en su interior y, cuando la tenue luz volvió a iluminar el carruaje, tragó saliva y cerró los ojos con fuerza soltando un largo y lento suspiro.

Ahora en inglés.

—Me oculto. Te ocultas. Se oculta…

Contuvo el aliento al oír varias voces masculinas y rezó para que pasaran de largo y, por una vez, la dejaran en paz. Cuando el vehículo se balanceó con el movimiento de un cochero que subía al pescante, supo que sus plegarias no iban a ser escuchadas.

Demasiadas esperanzas puestas en un buen escondrijo.

Soltó una maldición, una de las palabras más pintorescas de su lengua materna, y valoró sus opciones. Grabeham quizá estuviera cerca, pero incluso la hija de un comerciante italiano que solo llevaba en Londres unos cuantos meses sabía que no podía llegar a la puerta principal de la mansión de su hermano en el carruaje de Dios sabía quién sin provocar un escándalo de proporciones épicas.

Tras tomar una decisión, alargó una mano hacia la manija de la portezuela y cambió de postura mientras reunía el coraje necesario para escapar saltando del vehículo y avanzar por el empedrado hasta la siguiente sombra.

Y entonces el carruaje se puso en marcha. Y huir dejó de ser una opción.

Durante un instante, Juliana pensó en la posibilidad de saltar del carruaje en marcha. Pero ni siquiera ella era tan imprudente. No quería morir. Solo quería que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara, y al carruaje con ella.

¿Acaso era tanto pedir?

Tras inspeccionar rápidamente el interior del carruaje, decidió que lo más sensato era volver a sentarse en el suelo y esperar a que se detuviera. En cuanto lo hiciera, saldría por la portezuela más alejada de la casa y cruzaría los dedos para que no hubiera nadie que pudiera verla.

Algo tenía que salirle bien aquella noche. Con un poco de suerte, dispondría de unos segundos antes de que los aristócratas bajaran la escalera.

Juliana respiró hondo cuando el coche de caballos empezó a detenerse. Se incorporó…, alargó la mano hacia la manija…, lista para salir corriendo.

Antes de que pudiera bajar, sin embargo, se abrió la otra puerta del carruaje, que dejó entrar una violenta ráfaga de aire. Sus ojos se posaron en el corpulento hombre que se encontraba de pie frente a la puerta del coche.

Oh, no.

Aunque las farolas exteriores de Ralston House quedaban a su espalda y dejaban su rostro sumido en la penumbra, el modo en que la luz cálida y amarilla le iluminaba la mata de rizos dorados, convirtiéndolo en un ángel oscuro expulsado del paraíso que se hubiera negado a devolver su halo, resultaba inconfundible.

Juliana notó un cambio sutil en él, una tensión casi imperceptible en sus amplios hombros, y supo que la había descubierto. También comprendió que debería sentirse agradecida por su discreción cuando el hombre atrajo la portezuela hacia él, eliminando la posibilidad de que otros la vieran. No obstante, en cuanto subió ágilmente al carruaje sin la ayuda del estribo ni de un sirviente, la gratitud de ella se transformó rápidamente en otro sentimiento.

Un sentimiento que se parecía mucho más al pánico.

Juliana tragó saliva mientras en su mente había lugar para un solo pensamiento.

Debería haberse arriesgado y haberse enfrentado a Grabeham.

Porque no había nadie en el mundo con quien deseara menos encontrarse cara a cara en aquel preciso momento que con el insufrible e impertérrito duque de Leighton.

No cabía duda de que el universo conspiraba en su contra.

La portezuela se cerró con un suave chasquido, dejándolos solos.

La desesperación hizo acto de presencia y la impulsó a ponerse en movimiento. Se abalanzó sobre la puerta más cercana y manipuló la manija con los dedos, deseosa de abandonar el carruaje.

—Yo que usted no lo haría.

Aquellas palabras frías y serenas cortaron la oscuridad como un estilete.

Hubo un tiempo en que no había sido tan distante con ella.

Antes de que Juliana se prometiera a sí misma no volver a dirigirle la palabra.

Respiró hondo para recuperar la calma, decidida a negarle el control de la situación.

—Aunque agradezco su consejo, excelencia, me perdonará si no lo sigo.

Ignorando el escozor en la palma de la mano por la presión de la madera, agarró la manija y cambió de postura para abrir la portezuela. El duque se movió a la velocidad de un rayo, cubriendo con su cuerpo la anchura del carruaje y manteniendo la puerta cerrada sin apenas esfuerzo.

—No era un consejo.

Dicho esto, golpeó el techo del carruaje dos veces, con firmeza y sin vacilación. El vehículo se puso en movimiento al instante, como si lo condujera la mera voluntad del duque, y Juliana maldijo a todos los obedientes cocheros mientras caía hacia atrás y su pie quedaba atrapado en la falda de su vestido, rasgándolo todavía más. Hizo una mueca ante el ruido del desgarro, mucho más escandaloso debido al silencio reinante, y recorrió con añoranza la hermosa tela con la sucia palma de su mano.

—Se me ha roto el vestido. —Se regocijó ante la insinuación de que el duque era el responsable del desaguisado. No había necesidad de hacerle saber que el vestido ya estaba roto mucho antes de que se colara en su carruaje.

—Sí. Bueno, se me ocurren unas cuantas formas con las que podría haber evitado semejante tragedia. —Sus palabras no dejaban el más mínimo resquicio al remordimiento.

—No tenía demasiadas opciones. —Y de inmediato se arrepintió de su comentario.

Especialmente dirigido a él.

El duque acercó la cabeza justo en el momento en que una farola proyectaba un haz de luz plateada a través del ventanuco del carruaje; en su rostro se reflejó un alivio contenido. Juliana intentó hacer caso omiso a su proximidad. Trató de no fijarse en cómo cada centímetro de su cuerpo presentaba la marca de su excelente educación, de su legado aristocrático: la larga y recta nariz patricia, su perfecta mandíbula cuadrada, los altos pómulos que deberían darle un aspecto femenino pero que solo conseguían que resultara más atractivo.

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