Juliana era también descarada, impulsiva, un imán para todo tipo de problemas. El tipo de mujer del que deseaba mantenerse alejado.
Y, por supuesto, había acabado en su carruaje.
Simon suspiró, se enderezó el cuello de su sobretodo y volvió a fijar su atención en la escena que se desarrollaba delante de él.
—Y ¿por qué tienes arañazos en la cara y en los brazos? —continuó acosándola Ralston—. ¡Parece que hayas atravesado un rosal!
—Puede que lo haya hecho. —Juliana irguió la cabeza.
—¿Puede? —Ralston dio un paso hacia ella, y Juliana se levantó para enfrentarse a su hermano cara a cara. Aquella no era una dama incauta.
Era anormalmente alta para ser una fémina. Simon no estaba acostumbrado a encontrarse en presencia de una mujer ante la que no tuviera que agacharse para conversar.
La cabeza de ella le llegaba a la altura de la nariz.
—Es que estaba bastante ocupada, Gabriel.
Su comentario resultó tan irrefutable que Simon no pudo contener su regocijo, lo que atrajo la atención hacia su persona.
Ralston se dio la vuelta súbitamente.
—Oh, yo que usted no me reiría mucho, Leighton. Estoy planteándome retarle a un duelo por su participación en la farsa de esta noche.
Simon mostró su descrédito.
—¿Retarme a un duelo? Lo único que he hecho es evitar la ruina de su hermana.
—Entonces, ¿sería tan amable de explicarme qué hacían los dos solos en su estudio, con las manos entrelazadas cariñosamente cuando he llegado?
Simon comprendió entonces lo que pretendía Ralston. Y no le gustó lo más mínimo.
—¿Qué está sugiriendo, Ralston?
—Simplemente que se han tomado licencias especiales por mucho menos.
Simon miró con los ojos entornados al marqués, un hombre a quien apenas toleraba en el mejor de sus días. Y aquel estaba convirtiéndose rápidamente en uno nefasto.
—¡No voy a casarme con su hermana!
—¡No pienso casarme con él por nada del mundo! —gritó Juliana al mismo tiempo.
Bueno, al menos estaban de acuerdo en algo.
Un momento.
¿No quería casarse con él? ¿Dónde iba a encontrar a un mejor partido? ¡Él era un duque, por el amor de Dios! Y ella, un escándalo con patas.
La atención de Ralston volvía a estar centrada en su hermana.
—Si continúas con este comportamiento ridículo, te casarás con quien yo te diga, hermana.
—Me prometiste… —empezó Juliana.
—Sí, pero cuando te hice esa promesa no tenías por costumbre que te acosaran en los jardines. —La impaciencia tiñó el tono de Ralston—. ¿Quién te ha hecho eso?
—Nadie.
La respuesta, demasiado rápida, quedó colgada en el aire.
¿Por qué se negaba a revelar la identidad de su asaltante? Tal vez no deseaba tratar un tema tan personal delante de Simon, pero ¿por qué no con su hermano?
¿Por qué no permitía que el culpable recibiera su merecido?
—No soy estúpido, Juliana. —Ralston reanudó su deambular—. ¿Por qué no me lo dices?
—Lo único que debes saber es que me defendí.
Los dos hombres se quedaron de piedra. Simon no pudo contenerse.
—¿De qué modo se defendió?
Juliana hizo una pausa, y entonces se rodeó la muñeca amoratada con una mano, lo que hizo que el duque se preguntara si se habría hecho un esguince.
—Lo golpeé.
—¿Dónde? —replicó Ralston.
—En los jardines.
El marqués levantó la vista al techo, y Simon sintió lástima por él.
—Creo que su hermano le preguntaba en qué parte de su anatomía golpeó a su atacante.
—Ah. En la nariz. —Se produjo un silencio provocado por el aturdimiento general, y entonces Juliana añadió a la defensiva—: ¡Se lo merecía!
—Por supuesto que sí —convino Ralston—. Ahora dime su nombre y me encargaré de rematarlo.
—No.
—Juliana, un golpe de mujer no es castigo suficiente para una ofensa semejante.
Ella miró a su hermano con los ojos entrecerrados.
—¿De veras? Pues para ser solo un golpe de mujer, le provocó una considerable hemorragia, Gabriel.
Simon parpadeó.
—Le hizo sangrar por la nariz.
Juliana esbozó una sonrisa presumida.
—Y eso no fue lo único que le hice.
Por supuesto que no.
—No sé si preguntar… —azuzó Simon.
Juliana lo miró primero a él y después a su hermano. ¿Se había sonrojado?
—¿Qué hiciste?
—Lo… golpeé… en otra parte.
—¿Dónde?
—En su… —Juliana vaciló, torció los labios mientras buscaba la palabra adecuada y lo dejó estar—. En su inguine .
Si el duque no hubiera entendido perfectamente el italiano, el movimiento circular de la mano de Juliana sobre la zona considerada generalmente inapropiada como tema de conversación con una joven dama de buena cuna habría resultado inconfundible.
—Madre de Dios. —No quedó claro si las palabras de Ralston pretendían ser una plegaria o una blasfemia.
Lo que quedó claro era que la mujer era una gladiadora.
—¡Me llamó furtiva! —anunció a la defensiva. Hizo una pausa—. Un momento. No era eso.
—¿Furcia?
—¡Sí! ¡Eso es! —Juliana se fijó en los puños apretados de su hermano y miró a Simon—. Entiendo que no se trata de un cumplido.
Al duque le costó oír bien por culpa del zumbido de los oídos. A él también le habría gustado ponerle la mano encima a aquel hombre.
—No, no lo es.
Juliana se quedó pensativa un instante.
—Entonces se lo merecía, ¿verdad?
—Leighton —dijo Ralston tras recuperarse—, ¿hay algún sitio donde pueda esperar mi hermana mientras usted y yo hablamos?
Sonaron campanas de advertencia, fuertes y claras. Simon se puso en pie e hizo un esfuerzo por calmarse.
—Por supuesto.
—Vais a hablar de mí —soltó Juliana.
¿Alguna vez se guardaría para ella algún pensamiento?
—Así es —anunció Ralston.
—Me gustaría participar.
—No me cabe ninguna duda.
—Gabriel… —empezó Juliana con un tono de voz que Ralston solo había oído dirigido a caballos indómitos y reclusos de manicomios.
—No tientes a la suerte, hermana.
Juliana vaciló, y Simon observó atónito cómo esta cavilaba su siguiente paso. Finalmente, se encontró con su mirada; sus brillantes ojos azules destellaban irritación.
—Su excelencia, ¿dónde piensa dejarme mientras usted y mi hermano se dedican a hablar de cosas de hombres?
Increíble. Aquella mujer se resistía a todo.
Simon se encaminó hacia la puerta y la acompañó al vestíbulo, donde le señaló una puerta situada justo al otro extremo.
—La biblioteca. Allí podrá ponerse cómoda.
—Mmm. —El sonido fue seco y malhumorado.
Simon contuvo la sonrisa, incapaz de resistirse a lanzarle una última pulla.
—¿Puedo decirle que me alegra que finalmente haya reconocido la derrota?
Juliana se dio la vuelta y dio un paso al frente, con lo que sus pechos quedaron a escasos centímetros de él. El aire se hizo más pesado entre ellos e inundó a Simon con su perfume: grosellas y albahaca. El mismo perfume que había percibido meses atrás, antes de descubrir su auténtica identidad. Antes de que todo cambiara. El duque resistió la tentación de mirar la extensión de piel por encima del generoso escote de su vestido verde y, finalmente, dio un paso atrás.
La muchacha carecía del más mínimo sentido del decoro.
—Puede que admita la derrota en una batalla, su excelencia. Pero no de la guerra.
La observó cruzar el vestíbulo y entrar en la biblioteca. Cuando cerró la puerta a su espalda, el duque sacudió la cabeza.
Juliana Fiori era un volcán a punto de entrar en erupción.
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