Índice de contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
El futuro
Nota de la autora
Título original: Daring and the Duke Book 3 in the Bareknuckle Bastards Series. Published by arrangement with Avon, an imprint of HarperCollins Publishers.
© 2020 by Sarah Trabucchi
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Traducción: María José Losada
Corrección: Xavier Beltrán
Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
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1.ª edición: julio 2021
Nueva edición corregida: junio 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Para las chicas rebeldes, especialmente la mía.
Burghsey House, sede del ducado de Marwick, en el pasado.
No existía nada en el mundo como la risa de él.
No importaba que ella no estuviera cualificada para hablar del vasto mundo, porque nunca se había alejado de aquella enorme casa solariega situada en la tranquila campiña de Essex, a dos días en carruaje desde Londres, donde las onduladas y verdes colinas se convertían en trigo a medida que el otoño ganaba terreno.
No importaba que no conociera los sonidos de la ciudad o el olor del mar. Ni que nunca hubiera oído hablar en otra lengua que no fuera el inglés, ni hubiera visto una obra de teatro, ni hubiera escuchado una orquesta.
No importaba que su mundo se limitara a los tres mil acres de tierra fértil cubiertos de mullidas ovejas blancas y enormes fardos de heno, y a una comunidad de personas con las que no tenía permitido hablar, para las que era prácticamente invisible; porque ella era un secreto que debía guardarse a toda costa.
Era la niña que habían bautizado como el heredero del ducado de Marwick. La que habían envuelto en el arrullo de encaje reservado para una larga estirpe de duques, la que habían ungido con aceites esenciales destinados exclusivamente para los residentes de Burghsey House más privilegiados. A la que habían otorgado nombre y título de varón ante Dios. El duque —un hombre que no era su padre— había pagado a sirvientes y a sacerdotes para que guardaran silencio, había falsificado documentos y había trazado planes para sustituir a la hija bastarda de su esposa por uno de sus propios hijos bastardos —nacido el mismo día que ella, de mujeres que no eran la duquesa—; de esa manera, ofrecía a uno de sus hijos el único camino hacia el legado ducal…, un legado robado.
Con esta estratagema estaba abocando a esa niña inútil, el bebé que lloraba en los brazos de la enfermera, a una vida a medias, llena de una dolorosa soledad que emanaba de un mundo tan grande y, al mismo tiempo, tan pequeño.
Y entonces había llegado él, hacía ya un año. Tenía doce años y estaba lleno de fuego, poseía toda la fuerza del mundo que había ahí afuera. Era alto y delgado, y tan inteligente como astuto. Le parecía el ser más hermoso que jamás hubiera visto, con un flequillo rubio tan largo que caía sobre unos brillantes ojos de color ámbar, unos ojos que guardaban mil secretos. Tenía una risa queda, apenas un susurro, tan poco frecuente que, cuando aparecía, era como un regalo.
No, no había nada en el vasto mundo como la risa de él. Ella lo sabía, aunque el vasto mundo estuviera tan lejos de su alcance que ni siquiera fuera capaz de imaginar dónde empezaba.
Él sí.
Y le encantaba contarle cosas sobre ese mundo. Eso fue lo que hizo aquella tarde, en uno de los preciosos momentos robados a las maquinaciones y manipulaciones del duque, justo el día antes de la noche en la que el hombre que manejaba su futuro regresó para deleitarse atormentando a sus tres hijos varones. Pero, en esos momentos, en aquella tranquila tarde, mientras el duque estaba fuera, en Londres, haciendo lo que fuera que hicieran los duques, los cuatro niños aprovechaban la felicidad allá donde podían encontrarla: al aire libre, en el salvaje y serpenteante terreno de la finca.
El lugar favorito de ella estaba en el límite occidental del terreno, lo suficientemente alejado de la casa solariega como para perderla de vista. Allí había un magnífico bosquecillo de árboles que se elevaba hacia el cielo, bordeado por un pequeño y burbujeante riachuelo, o más bien un arroyo, para ser precisos, pero que le había proporcionado horas, días y semanas de parlanchina compañía cuando era más niña y la conversación con el agua era lo único que cabía esperar.
Pero allí, en aquel momento, no estaba sola. Reposó entre los árboles, donde los rayos de sol moteados inundaban el suelo en el que yacía de espaldas, exhausta después de haber recorrido los campos, y aspirando grandes bocanadas de aire cargado del aroma del tomillo silvestre.
—¿Por qué siempre venimos aquí? —Él se sentó a su lado, cadera con cadera, mientras su propio pecho subía y bajaba por la respiración agitada mientras la miraba a la cara, con sus piernas, cada vez más largas, estiradas más allá de la cabeza de la chica.
—Me gusta estar aquí —dijo ella con sencillez, y volvió la cara hacia la luz del sol, y el son de los latidos de su corazón se calmó al mirar a través del dosel de ramas que jugaban al escondite en el cielo—. Y a ti también te gustaría si no estuvieras siempre tan serio.
El aire tranquilo del lugar se transformó, se volvió más pesado ante la certeza de que no eran niños de trece años corrientes y sin preocupaciones. Protegerse formaba parte de su supervivencia. La seriedad formaba parte de su supervivencia.
Ella prefería no pensar en ello mientras las últimas mariposas del verano danzaban bajo los rayos de luz, por encima de sus cabezas, llenando aquel lugar con una magia que mantenía a raya lo peor. Así pues, cambió de tema.
—Cuéntame cosas del mundo.
—¿Otra vez? —Pero en realidad, él no estaba pidiéndole explicaciones. No las necesitaba. Se giró, y ella movió las faldas para que él se tumbara a su lado, como había hecho docenas de veces antes. Cientos. En cuanto se acomodó de espaldas, con las manos apoyadas en la nuca, él empezó a hablar al cielo—. Nunca hay tranquilidad.
—Por el golpeteo de las ruedas de los carros contra los adoquines.
—Las ruedas de madera hacen ruido, pero es más que eso. —Ella asintió—. Son los gritos de las tabernas y de los vendedores ambulantes de la plaza del mercado. Los ladridos de los perros de los almacenes. Las peleas de las calles. Yo solía subir al tejado del lugar donde vivía y apostaba en las peleas.
—Por eso eres tan buen luchador.
—Siempre pensé que sería la mejor manera de ayudar a mi madre. Hasta que… —Se encogió levemente de hombros. Interrumpió sus palabras, pero ella sabía el resto. «Hasta que cayó enferma y el duque le ofreció un título y una fortuna a ese hijo que habría hecho cualquier cosa para ayudarla». Se volvió para mirarlo; tenía una expresión tensa, la vista clavada en el cielo, los dientes apretados.
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