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Sarah MacLean: Grace y el duque

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Sarah MacLean Grace y el duque

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Cuatro hermanos. Enfrentados por un título y por una mujer. Y un secreto del que no pueden escapar. El desenlace de los Bastardos Bareknuckle.Grace Condry lleva toda la vida huyendo de su pasado. Traicionada cuando era niña por su único amor y criada en las calles de Covent Garden, ahora se esconde a la vista de todos con una nueva identidad. Es la reina de los rincones más oscuros de Londres. Grace es sagaz y posee un poderoso gancho de derecha. Jamás se ha enfrentado a un enemigo que no pudiera abatir… hasta que el hombre al que una vez amó vuelve a entrar en su vida.Ewan, duque de Marwick, es tan audaz como despiadado. Y se ha pasado más de una década buscando a la mujer que nunca dejó de amar. Puede que por culpa de una apuesta la perdiera para siempre hace ya muchos años, pero hará todo lo posible para recuperarla… y convertirla en su duquesa.Lo último que quiere Grace es reconciliarse con Ewan; más bien todo lo contrario. Incapaz de perdonarlo, ha prometido vengarse, aunque eso signifique tener que estar cerca de él. Algo extremadamente peligroso.

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—La gente se va.

—Yo no. No me iré. —Frunció el ceño y negó con fuerza.

—A veces no se elige. A veces, la gente, simplemente… —Asintió—. Pero aun así…

Su mirada se suavizó al comprender que se refería a su madre. Rodó hacia ella y quedaron frente a frente, con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos, lo suficientemente cerca como para contarse mil secretos.

—Ella se habría quedado de haber podido —dijo él con firmeza.

—No lo sabes —susurró, y cuánto detestó el picor que le provocaban aquellas palabras en los ojos—. Nací y ella murió, y me dejó con un hombre que no era mi padre, que me dio un nombre que no es el mío, y nunca sabré qué habría pasado si ella hubiera vivido. Nunca sabré si… —Él esperó. Siempre paciente, como si fuera a aguardar toda la vida—. Nunca sabré si me habría querido.

—Claro que sí. —La respuesta fue inmediata.

—Ni siquiera me puso un nombre. —Sacudió la cabeza y cerró los ojos. Quería creerle.

—Lo habría hecho. Te habría puesto un nombre, y habría sido precioso.

La certeza de sus palabras hizo que ella buscara su mirada, segura e inflexible.

—Entonces, ¿no me llamo Robert?

—Ella te habría puesto un nombre digno de ti. El nombre que te mereces. Te habría dado el título. —No sonrió. No se rio. La comprendía y, luego, añadió—: Como voy a hacer yo.

Todo se detuvo: el susurro de las hojas en el dosel de ramas; los gritos de sus hermanos en el arroyo, un poco más allá; el lento transcurrir de la tarde; y ella supo, en ese momento, que él estaba a punto de hacerle un regalo que nunca había imaginado recibir.

—Dime… —Le sonrió, con el corazón palpitando en el pecho.

Quería ese regalo en los labios y en la voz de él, en los oídos de ella. Quería que se lo diera y sabía que le resultaría imposible olvidarlo, incluso después de que se marchara y la dejara atrás.

Y él se lo dio.

—Grace —la llamó.

Capítulo 2

Londres, otoño de 1837.

—¡Por Dahlia!

Una estridente ovación se elevó en respuesta al brindis; la multitud concentrada en la sala principal del número 72 de Shelton Street —un club de alto nivel y el secreto mejor guardado de las mujeres más elegantes, sabias y escandalosas de Londres— se volvió al unísono para brindar por su propietaria.

La mujer conocida como Dahlia se quedó quieta al pie de la escalera central, observando la enorme estancia, ya repleta de socias del club e invitadas a pesar de lo temprano que era.

—Bebed, queridas, os espera una noche inolvidable. —Dirigió al público una amplia y brillante sonrisa.

—¡O para olvidar! —exclamó alguien desde el otro extremo de la sala. Dahlia reconoció al instante la voz de una de las viudas más alegres de Londres, una marquesa que había invertido en el 72 de Shelton Street desde sus inicios y que amaba aquel club más que a su propia casa. Allí, una alegre marquesa gozaba de la privacidad que en Grosvenor Square nunca había tenido. Sus amantes también se sentían totalmente libres.

Los enmascarados rieron al unísono y Dahlia se libró de la atención general el tiempo suficiente para que Zeva, su lugarteniente, apareciera a su lado. La alta belleza de pelo oscuro había estado con ella desde que fundó el club y se encargaba de atender a las socias, asegurándose de que tuvieran todo lo que desearan.

—Es un éxito —dijo Zeva.

—Y va a serlo más. —Dahlia echó un vistazo al reloj que llevaba en la cintura.

Era temprano, apenas pasadas las once; gran parte de las mujeres de Londres solo podían escabullirse de sus aburridas cenas y bailes poniendo excusas como el abatimiento y su naturaleza delicada. Dahlia sonrió al pensar en ello, ya que conocía la manera en que las socias del club utilizaban la delicadeza que se atribuía al sexo débil para tomar lo que deseaban sin que la sociedad lo supiera.

Se adjudicaban esa debilidad y jugaban con ella, al tiempo que convocaban a sus cocheros en las puertas traseras de sus casas; al tiempo que cambiaban sus respetables ropas por otras más provocativas; al tiempo que se despojaban de las máscaras que llevaban en su mundo y se ponían otras diferentes, otros nombres, otros deseos…, lo que ansiaban fuera de Mayfair.

Pronto llegarían y abarrotarían el 72 de Shelton Street para deleitarse con lo que el club les ofrecía cualquier noche del año —compañerismo, placer y poder— y, en concreto, con lo que ocurría el tercer jueves de cada mes, cuando las mujeres de todo Londres y de cualquier otra parte del mundo eran bienvenidas para explorar sus deseos más profundos.

El célebre acontecimiento, al que llamaban Dominio, era en parte baile de máscaras, en parte juerga salvaje, en parte algo así como un casino y, sobre todo, algo completamente confidencial. Diseñado para ofrecer a los miembros del club y a sus acompañantes de confianza una velada dedicada exclusivamente a su placer… Fuera este cual fuera.

Dominio tenía un único propósito: las damas eligían.

No había nada que le gustara más a Dahlia que proporcionar a las mujeres acceso al placer. En el mundo real, el sexo débil no recibía la más mínima consideración, y su club se había creado para darle la vuelta a esa situación.

Desde que había llegado a Londres, veinte años atrás, había ganado dinero de muchas maneras. Había trabajado como camarera en pubs y teatros. Había picado carne en carnicerías y doblado metal para hacer cucharas, y nunca había ganado más de un penique o dos por jornada. Enseguida descubrió que el trabajo diurno no era rentable.

Lo cual le parecía bien, ya que nunca se había adaptado a los horarios diurnos. Después de que los orinales y los pasteles de carne le revolvieran el estómago, y que trabajar con el metal le dejara las palmas de las manos en carne viva, había encontrado un trabajo como florista y se había esforzado por conseguir vaciar la cesta de unos ramilletes que se marchitaban rápidamente antes del anochecer. Pasaron dos días antes de que un vendedor ambulante del mercado de Covent Garden notara su buen ojo para los clientes y le ofreciera trabajo vendiendo fruta.

Eso había durado menos de una semana, hasta que él la había golpeado cuando, accidentalmente, se le cayó una manzana roja brillante en el serrín. Cuando se puso en pie, ella misma lo rebozó a él en serrín antes de salir corriendo del mercado con tres manzanas en la falda que valían más que su sueldo de una semana.

El suceso había sido lo suficientemente sorprendente como para atraer la atención de uno de los mejores luchadores del barrio del Garden. Digger Knight siempre andaba buscando chicas altas con caras bonitas y puños poderosos. «Los brutos son una cosa», solía decir, «pero las bellas se ganan al público». Dahlia resultó ser ambas cosas.

Le había enseñado bien.

La lucha no era un trabajo diurno. Era un trabajo nocturno y se pagaba como tal.

Se pagaba bien. Y se sentía mejor, en especial para una chica que no era nadie y estaba llena de rabia. No le importaba el dolor de los golpes, se recuperaba pronto del mareo que experimentaba a la mañana siguiente de un combate… Y en cuanto aprendió a anticiparse a los golpes y a evitar los que hacían daño de verdad, no miró atrás.

Dejó las flores y la fruta, y vendió sus puños en su lugar, en peleas justas y también en las sucias. Y cuando vio la cantidad de dinero que ganaba con las últimas, vendió su cabellera a un peluquero de Mayfair que compraba en el Garden al por mayor. El pelo largo era una debilidad para una chica que peleaba sin guantes.

Con casi quince años, pelo corto y piernas largas, se había convertido en una leyenda de los rincones más oscuros de Covent Garden. Era una chica delgada y fibrosa, y con un puño duro como el roble con el que ningún hombre deseaba encontrarse en una calle oscura. Sobre todo cuando iba flanqueada por los dos chicos que la acompañaban, y que luchaban con una rabia adolescente y feroz capaz de acabar con cualquiera que se enfrentara a ella.

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