Sarah MacLean - Grace y el duque

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Cuatro hermanos. Enfrentados por un título y por una mujer. Y un secreto del que no pueden escapar. El desenlace de los Bastardos Bareknuckle.Grace Condry lleva toda la vida huyendo de su pasado. Traicionada cuando era niña por su único amor y criada en las calles de Covent Garden, ahora se esconde a la vista de todos con una nueva identidad. Es la reina de los rincones más oscuros de Londres. Grace es sagaz y posee un poderoso gancho de derecha. Jamás se ha enfrentado a un enemigo que no pudiera abatir… hasta que el hombre al que una vez amó vuelve a entrar en su vida.Ewan, duque de Marwick, es tan audaz como despiadado. Y se ha pasado más de una década buscando a la mujer que nunca dejó de amar. Puede que por culpa de una apuesta la perdiera para siempre hace ya muchos años, pero hará todo lo posible para recuperarla… y convertirla en su duquesa.Lo último que quiere Grace es reconciliarse con Ewan; más bien todo lo contrario. Incapaz de perdonarlo, ha prometido vengarse, aunque eso signifique tener que estar cerca de él. Algo extremadamente peligroso.

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Nada.

«Y si él hubiera golpeado de nuevo, ¿qué habría pasado?».

Retiró la mano cuando aquella idea le atravesó la mente.

No entraba en sus planes que se despertara. Le había dado una dosis de láudano suficiente para derribar a un oso. Suficiente para mantenerlo en cama hasta que su hombro y su pierna estuvieran listos para afrontar un esfuerzo. Hasta que estuviera preparado para el enfrentamiento que ella ansiaba.

Pero lo había visto ponerse de pie sin vacilar, una prueba de que sus heridas estaban sanando con rapidez. Que sus músculos eran tan fuertes como siempre.

Conocía bien esos músculos. Incluso aunque no debiera.

Había querido ser lo más fría posible. Atender sus heridas y curarlo para luego mandarlo a paseo, para darle el castigo que se merecía desde aquel día, hacía ya dos décadas, en que destruyó sus vidas. Sobre todo la de ella.

Había planeado esa venganza con años de anticipación y rabia, y estaba preparada para llevarla a cabo.

Aunque había cometido un error. Lo había tocado.

Estaba quieto, y era fuerte y muy diferente al chico que no había vuelto a ver; sin embargo, en los ángulos de su cara, en la forma en que el pelo demasiado largo le caía sobre la frente, en la curva de sus labios y en el corte de sus cejas, era demasiado parecido. No había tenido elección.

La primera noche se había dicho a sí misma que estaba buscando lesiones, palpando las costillas de su torso, fijándose en las crestas y los valles de los músculos. Estaba demasiado delgado para su constitución, como si apenas comiera o durmiera.

Como si hubiera estado demasiado ocupado buscándola.

No tenía excusa que justificara el modo en que había explorado su rostro, acariciándole las cejas, maravillándose con la suave piel de sus mejillas, notando la aspereza de la barba incipiente que le cubría la mandíbula.

No tenía forma de catalogar los cambios que él había sufrido, la forma en que el niño que había amado se había convertido en un hombre fuerte, anguloso y peligroso.

Y fascinante.

Pero él no debería resultarle fascinante. Y ella no debería sentir curiosidad.

Lo odiaba.

Durante dos décadas, él la había perseguido. Había amenazado a sus hermanos. En última instancia, los había perjudicado a ellos y a los hombres y a las mujeres de Covent Garden, a quienes los Bastardos Bareknuckle habían jurado proteger.

Y eso lo había convertido en su enemigo.

Así que no debería resultarle fascinante.

Y no debería haber deseado tocarlo.

Tampoco debería haberlo tocado, no tendría que haberse quedado con los ojos clavados en su torso, en el ascenso y descenso uniforme de su respiración, en la aspereza de la barba de su mandíbula, en la curva de sus labios, en su suavidad…

Las tablas del suelo de la habitación cerrada crujieron cuando él se agachó.

Grace retrocedió y se arrimó a la pared en el lado opuesto del pasillo, lo bastante lejos como para que el hombre que estaba dentro no la viera cuando mirara por el ojo de la cerradura. Era él quien le había enseñado a espiar por las cerraduras cuando era tan joven para creer que una puerta cerrada suponía el final de la historia.

Se quedó mirando el pequeño vacío negro que había bajo el pomo de la puerta, consumida por el potente recuerdo de otra puerta. Del tacto de otro picaporte en la palma de su mano, de la fría caoba contra su frente cuando se había inclinado cerca de ella, en otra vida, para mirar dentro.

La oscuridad absoluta del interior.

El tacto de la estructura metálica de la cerradura contra sus labios mientras susurraba a la habitación de al lado: «¿Estás ahí?».

Dos décadas más tarde, todavía notaba cómo le palpitaba el corazón al acercar el oído a la misteriosa abertura, buscando el sonido donde no podía usar la vista. Todavía percibía el miedo. El pánico. La desesperación.

Y entonces, desde la nada…

«Estoy aquí».

La esperanza. El alivio. La alegría al repetir sus palabras.

«Yo también estoy aquí».

El silencio. Y luego…

«No deberías».

«Qué tontería».

¿Dónde más iba a ir?

«Si te descubren…».

«No me descubrirán».

Nadie la veía nunca.

«No deberías arriesgarte».

«Riesgo». La palabra que llegaría a serlo todo entre ellos. Por supuesto, ella no lo había sabido entonces. Solo sabía que hubo un tiempo en el que nunca se habría arriesgado en esa enorme y fría finca, a kilómetros de cualquier lugar. El hogar que le dio un duque, el que le dijeron que debía estar agradecida de tener. Después de todo, había sido la bastarda de otro hombre, nacida de su duquesa.

Había tenido suerte, le dijeron, de que no la hubiera mandado lejos al nacer, con una familia del pueblo. O algo peor.

Como si una vida escondida, sin amigos ni familia ni futuro, no fuera ya lo peor.

Como si no la consumiera la certeza siempre presente de que algún día se le acabaría el tiempo. De que se quedaría sin metas.

Como si no supiera que llegaría el día en que el duque recordaría que ella existía. Y entonces se libraría de ella.

Y luego, ¿qué?

Había aprendido pronto la lección de que las chicas eran prescindibles. Y por eso más valía mantenerse fuera de su vista y de sus oídos. Su meta era sobrevivir. Y no cabía lugar para el riesgo.

Hasta que llegó, junto con otros dos chicos —sus hermanastros—, todos ellos bastardos, como ella. No. No eran como ella.

Eran chicos.

Y por eso eran tambien infinitamente más valiosos.

Se olvidaron de ella en el instante en que nació: una niña, la hija bastarda de otro hombre, indigna de recibir atención o, incluso, de tener un nombre propio, valiosa solo por haber nacido como sustituta de un hijo varón.

El único modo de que el duque mantuviera su posición en la aristocracia.

Y, aun así, se había arriesgado por él. Para estar cerca de él. Para estar cerca de todos ellos —tres chicos a los que había llegado a querer, a cada uno de manera diferente—, dos de ellos hermanos de corazón, no de sangre, sin los cuales nunca habría sobrevivido. Y el tercero… era él. El chico sin el que nunca habría vivido.

«No…».

«¿Qué?»

«No te vayas. Quédate».

Ella lo había querido. Había querido quedarse con él para siempre.

«Nunca. Nunca me iré. No hasta que puedas irte conmigo».

Y ella no se había ido…, hasta que él no le dio otra opción.

Grace negó con la cabeza al recordarlo.

En los veinte años transcurridos, había aprendido a vivir sin él. Pero esa noche tenía un problema, porque él estaba allí, en su club, y cada segundo que él estuviera consciente era una amenaza para todo lo que había construido Grace Condry, empresaria de éxito, emprendedora y líder de una de las redes de inteligencia más codiciadas de Londres.

No era solo el chico al que una vez susurró a través del ojo de la cerradura.

En la actualidad, él era el duque. El duque de Marwick, y su prisionero. Rico y poderoso, además de lo suficientemente loco como para derribar los muros, y su mundo.

—Dahlia… —Zeva de nuevo, en la distancia, con tono de advertencia.

Grace negó con la cabeza. ¿No le había dejado claro a Zeva que no debía seguirla?

«¿Qué narices había hecho?».

—¿Qué narices has hecho? —Ah, de ahí la advertencia de Zeva.

Grace cerró los ojos al oír la voz de su hermano en la oscuridad, aunque los abrió un segundo después. Se apartó de la puerta cerrada y del inquietante silencio que rodeaba a su prisionero, y caminó por el estrecho pasillo levantando un dedo para pedir silencio.

—Aquí no. —Se encontró con la mirada de Zeva, oscura y cargada de intención. Ignoró su expresión—. La habitación necesita un guardia. Que no entre nadie —dijo.

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