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Sarah MacLean: Grace y el duque

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Sarah MacLean Grace y el duque

Grace y el duque: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuatro hermanos. Enfrentados por un título y por una mujer. Y un secreto del que no pueden escapar. El desenlace de los Bastardos Bareknuckle.Grace Condry lleva toda la vida huyendo de su pasado. Traicionada cuando era niña por su único amor y criada en las calles de Covent Garden, ahora se esconde a la vista de todos con una nueva identidad. Es la reina de los rincones más oscuros de Londres. Grace es sagaz y posee un poderoso gancho de derecha. Jamás se ha enfrentado a un enemigo que no pudiera abatir… hasta que el hombre al que una vez amó vuelve a entrar en su vida.Ewan, duque de Marwick, es tan audaz como despiadado. Y se ha pasado más de una década buscando a la mujer que nunca dejó de amar. Puede que por culpa de una apuesta la perdiera para siempre hace ya muchos años, pero hará todo lo posible para recuperarla… y convertirla en su duquesa.Lo último que quiere Grace es reconciliarse con Ewan; más bien todo lo contrario. Incapaz de perdonarlo, ha prometido vengarse, aunque eso signifique tener que estar cerca de él. Algo extremadamente peligroso.

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Y todo gracias ella.

—Tendremos que buscar a una nueva cantante —refunfuñó Zeva mientras se movían entre los jugadores.

—Eve no va a pasarse la vida amenizando nuestras juergas.

—Pero podemos permitírnosla un tiempo más, ¿no?

—Tiene demasiado talento para nosotros.

—Eres tú la que es demasiado bondadosa. —Fue la réplica.

—… La explosión… —Dahlia se detuvo al oír el fragmento de una conversación cercana y su mirada se encontró con la de una sirvienta que llevaba una bandeja de champán al grupo de chismosos. Un asentimiento apenas perceptible le indicó que la otra mujer también estaba escuchando. Le pagaban, y bien.

Sin embargo, Dahlia se demoró.

—He oído que son dos —añadió una mujer que desprendía escandalizado deleite. Dahlia resistió el impulso de fruncir el ceño—. Y que han diezmado los muelles.

—Sí, e imagínate, solo dos muertos.

—Un milagro. —La mujer susurraba las palabras como si de verdad lo creyera—. ¿Hubo algún herido?

—El periódico dice que cinco.

«Seis», pensó, y apretó los dientes mientras se le aceleraba el corazón.

—Estás mirando —dijo Zeva en voz baja, y aquellas palabras apartaron a Dahlia de la conversación. ¿Qué más había que saber? Ella estuvo allí apenas unos minutos después de la explosión. Conocía el recuento de heridos.

Pasó la mirada por encima de Zeva y de la multitud hasta llegar a una pequeña puerta, que estaba camuflada en el otro extremo de la sala, cuyos laterales quedaban ocultos por los profundos revestimientos color zafiro de las paredes, atravesados en plata. Incluso los miembros que habían visto al personal utilizarla se olvidaban de aquella modesta abertura antes de que se cerrara, y creían que lo que había detrás era mucho menos interesante que lo que tenían delante.

Pero Zeva sabía la verdad. Aquella puerta se abría a una escalera trasera que subía a las habitaciones privadas y bajaba a los túneles subterráneos del club. Era una de la media docena instalada en torno al número 72 de la calle Shelton, pero la única que conducía a un pasillo privado de la cuarta planta, oculto tras una pared falsa. Solo tres miembros del personal sabían de su existencia.

—Es importante que sepamos lo que se comenta en la ciudad sobre la explosión. —Dahlia ignoró el ansia por desaparecer a través de la ranura.

—Creen que los Bastardos Bareknuckle perdieron dos cargueros, una bodega llena de carga y un barco. Y que la dama de tu hermano estuvo a punto de morir. —Hizo una pausa. A continuación, añadió con tono mordaz—: Y tienen razón. —Dahlia ignoró las palabras. Zeva sabía cuándo no iba a ganar la batalla—. ¿Qué les digo?

—¿A quiénes? —Dahlia la miró.

—A tus hermanos. ¿Qué quieres que les diga? —La mujer levantó la barbilla en dirección al laberinto de habitaciones por el que habían llegado.

Dahlia maldijo en voz baja y echó un vistazo a la multitud que aguardaba en la oscuridad. Junto a la entrada de la sala, una distinguida condesa terminaba de contar un chiste verde para un puñado de admiradores.

—¡Es más estimulante por la puerta de atrás, querida!

Se oyeron carcajadas y Dahlia se volvió hacia Zeva.

—Dios, no estarán aquí, ¿verdad?

—No, pero no podemos mantenerlos alejados para siempre.

—Podemos intentarlo.

—Tienen que saber…

—Deja que yo me encargue de ellos —la interrumpió Dahlia, con una mirada dura y una respuesta aún más dura.

—¿Y qué hay de eso? —Zeva levantó la barbilla hacia la puerta oculta y las escaleras que se extendían más allá. A Dahlia la invadió una sensación de calor, algo que habría sido un rubor si fuera el tipo de mujer que se ruboriza. Lo ignoró, así como los latidos de su corazón.

—Deja que yo también me encargue de eso.

—Te tomo la palabra. —Zeva arqueó una ceja para dar a entender que tenía mucho más que decir. En cambio, se limitó a asentir. Se dio la vuelta y se abrió paso entre la multitud, dejando a Dahlia a solas.

Sola para presionar el panel oculto de la puerta, activar el pestillo y cerrarlo con fuerza a su espalda para dejar atrás la cacofonía de sonidos.

Sola para subir las estrechas escaleras a un ritmo tranquilo y constante, un ritmo que no se acompasaba con el de su corazón, que aumentó al llegar al segundo piso. Y al tercero.

Sola para contar las puertas del pasillo del cuarto piso.

«Una. Dos. Tres».

Sola para abrir la cuarta puerta a la izquierda y cerrarla tras de sí, quedando envuelta en una oscuridad lo bastante densa como para olvidar la fiesta alocada que se desarrollaba unas plantas más abajo. El mundo entero se había concentrado en esa habitación —que estaba dotada de la única ventana que daba a los tejados de Covent Garden— y en su escaso mobiliario: una mesita, una silla y una cama individual.

Sola en esa habitación.

Sola con el hombre que yacía inconsciente en la cama.

Capítulo 3

Los ángeles lo habían rescatado.

La explosión hizo que volara por los aires hasta hacerlo caer en la parte más oscura de los muelles. Dio varias vueltas de campana en el aire, pero en el aterrizaje se había dislocado el hombro y no podía mover el brazo izquierdo. Se decía que la dislocación era uno de los peores dolores que podía soportar un cuerpo, y esa era la segunda vez para el duque de Marwick. Las dos veces se había puesto en pie tambaleándose, con la mente en blanco. Las dos veces se había esforzado para soportar el dolor. Las dos veces había buscado un lugar donde esconderse de su enemigo.

Las dos veces los ángeles lo habían rescatado.

La primera vez, el ángel tenía un rostro radiante y amable, con un alboroto de rizos rojos, mil pecas en la nariz y las mejillas, y los ojos castaños más grandes que él hubiera visto nunca. Ella lo había encontrado en el armario donde se escondía, se había llevado un dedo a los labios y le había sujetado la mano buena mientras con la otra —más grande y fuerte— le recolocaba la articulación. Se había desmayado por el dolor y, cuando despertó, ella estaba allí como la luz del sol, esperándolo con una suave caricia y una voz melodiosa aún más amable.

Y se había enamorado de ella.

La segunda vez, los ángeles que lo rescataron no habían sido amables ni habían cantado. Habían ido a por él con fuerza y sin miramientos, encapuchados para ocultar el rostro en la sombra, con abrigos ondeando como alas mientras se acercaban y las botas resonando sobre los adoquines. Iban armados como soldados del cielo, flanqueados por espadas, que se convertían en dagas de fuego a la luz del barco que ardía en los muelles, destruido por la orden que él había dado, y que casi había acabado también con la vida de la mujer a la que su hermano amaba.

La segunda vez, los ángeles eran soldados y venían a castigarlo, no a salvarlo.

Aun así, era un rescate.

Se había puesto en pie cuando se acercaron, preparado para enfrentarse a ellos, para recibir el castigo que le infligirían. Se estremeció ante un dolor en la pierna que no había notado antes, provocado por una esquirla del mástil del carguero destruido que se le había clavado en el muslo y le cubría de sangre la pernera del pantalón, lo que le impedía luchar.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca para golpearlo, perdió el conocimiento.

Y fue entonces cuando llegaron las pesadillas; no de bestias y brutalidad, ni llenas de dientes afilados y un terror todavía más agudo. Eran peores que todo eso.

Los sueños de Ewan estaban repletos de ella.

Durante días había soñado con el alivio de sus agradables caricias en la frente. Con el brazo de ella levantándole la cabeza para que bebiera el líquido amargo de la taza que le acercaba a los labios. Con los dedos de ella recorriendo sus doloridos músculos, aliviando el agudo dolor de su pierna. Con el aroma de ella, a sol y a secretos, como la sonrisa de aquel primer ángel que lo había atendido tantos años atrás.

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