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Sarah MacLean: Grace y el duque

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Sarah MacLean Grace y el duque

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Cuatro hermanos. Enfrentados por un título y por una mujer. Y un secreto del que no pueden escapar. El desenlace de los Bastardos Bareknuckle.Grace Condry lleva toda la vida huyendo de su pasado. Traicionada cuando era niña por su único amor y criada en las calles de Covent Garden, ahora se esconde a la vista de todos con una nueva identidad. Es la reina de los rincones más oscuros de Londres. Grace es sagaz y posee un poderoso gancho de derecha. Jamás se ha enfrentado a un enemigo que no pudiera abatir… hasta que el hombre al que una vez amó vuelve a entrar en su vida.Ewan, duque de Marwick, es tan audaz como despiadado. Y se ha pasado más de una década buscando a la mujer que nunca dejó de amar. Puede que por culpa de una apuesta la perdiera para siempre hace ya muchos años, pero hará todo lo posible para recuperarla… y convertirla en su duquesa.Lo último que quiere Grace es reconciliarse con Ewan; más bien todo lo contrario. Incapaz de perdonarlo, ha prometido vengarse, aunque eso signifique tener que estar cerca de él. Algo extremadamente peligroso.

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Juntos habían ganado dinero a espuertas con los puños y habían levantado un imperio. Dahlia y los chicos, que rápidamente se convirtieron en hombres —sus hermanos de corazón y de alma, no de sangre—, los Bastardos Bareknuckle. Y el trío vendió los puños hasta que ya no tuvieron que hacerlo. Hasta que, finalmente, se tornaron imbatibles. Irrompibles.

Los reyes.

Y solo entonces la reina Dahlia construyó su castillo y reclamó su lugar, ya no en el negocio de las flores ni de las manzanas ni del cabello ni de las peleas.

Y a sus súbditos les ofrecía algo magnífico: podían elegir. No era el tipo de elección que se le había concedido a ella —el menor de los males—, sino el que permitía a las mujeres alcanzar sus sueños. Fantasías y placer hechos realidad.

Lo que las mujeres querían, Dahlia se lo proporcionaba.

Y Dominio era la forma de hacerlo.

—Veo que te has vestido para la ocasión —dijo Zeva.

—¿Ah, sí? —respondió Dahlia con una ceja arqueada. El corsé escarlata que llevaba por encima de unos pantalones negros, perfectamente ajustados, acariciaba sus exuberantes curvas bajo un largo y elaborado abrigo bordado en negro y oro, forrado con una rica seda dorada.

Rara vez llevaba faldas. Los pantalones le permitían mayor libertad de movimientos para trabajar, por no mencionar que eran un valioso símbolo de su papel como propietaria de uno de los secretos mejor guardados de Londres y de reina de Covent Garden.

—Sé dónde has estado los últimos cuatro días. Y no ha sido envuelta en terciopelo y seda, precisamente. —Su lugarteniente la miró de arriba abajo.

Una estruendosa ovación surgió de la ruleta, salvando a Dahlia de tener que responder. Se giró para observar a la multitud y vio la amplia y feliz sonrisa de una mujer enmascarada, anónima para todos menos para la dueña del club, que atrajo a Tomas, su compañero de esa noche, para darle un beso de celebración. Tomas se mostró muy dispuesto a festejar, y el abrazo terminó entre silbidos y aplausos.

Nadie creería que para todo Mayfair ella era una florero que había perdido toda oportunidad con los hombres. Las máscaras tenían un poder infinito cuando se usaban bien.

—¿La dama está en racha? —preguntó Dahlia.

—Tercera victoria consecutiva. —Por supuesto, Zeva llevaba la cuenta—. Y Tomas no es lo que se dice una influencia negativa.

—No se te escapa nada. —Dahlia le ofreció una media sonrisa.

—Me pagan muy bien por ello. Me entero de todo —dijo—. Incluyendo tu paradero.

Dahlia miró a su factótum y amiga.

—Esta noche no —dijo en voz baja.

—La votación de mañana fracasará. —Zeva tenía más cosas que decir, pero calló. En su lugar, hizo un gesto con la mano en dirección al extremo de la sala, donde un grupo de mujeres enmascaradas se apiñaban en una conversación privada.

Aquellas mujeres eran esposas de aristócratas, la mayoría más inteligentes que sus maridos, y todas tan cualificadas (o mucho más) para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores. Sin embargo, el hecho de carecer de las vestimentas apropiadas no impedía a las damas legislar y, cuando lo hacían, lo hacían allí, en los aposentos privados, a espaldas de Mayfair.

Dahlia dirigió una mirada de satisfacción a Zeva. La votación podría ilegalizar la prostitución y otras formas de trabajo sexual en Gran Bretaña. Dahlia había pasado las últimas tres semanas convenciendo a las esposas en cuestión de que esa era una votación en la que ellas —y sus maridos— debían tomar partido para asegurarse de que no se aprobara.

—Bien. Es inconveniente para las mujeres en general y, para las pobres, todavía más.

Era inconveniente para Covent Garden, y ella no iba a permitirlo.

—También lo es para el resto del mundo —dijo Zeva secamente—. ¿Tienes tu propio proyecto de ley?

—Dame tiempo… —respondió Dahlia mientras atravesaban la sala hasta llegar a un largo pasillo, donde varias parejas aprovechaban la oscuridad—. Nada se mueve tan despacio como el Parlamento.

—Tú y yo sabemos que no hay nada que te guste más que manipular al Parlamento. Deberían darte un escaño. —Zeva soltó una carcajada.

El pasillo se abría a un espacio amplio y acogedor, lleno de juerguistas, con una pequeña banda de músicos en un extremo, que tocaba una animada melodía; buena parte del público bailaba con desenfreno, sin pasos torpes, sin espacios entre las parejas, sin ojos exigentes que vigilasen el escándalo o, si lo hacían, buscaban disfrutar y no censurar.

Las dos se abrieron paso entre la multitud por los laterales de la sala. Pasaron por delante de un hombre corpulento que les guiñó un ojo mientras la mujer que tenía en sus brazos acariciaba su pecho musculoso, que parecía que iba a reventar las costuras del abrigo. Era Oscar, otro empleado; su trabajo consistía en dar placer a las damas.

A los pocos hombres que asistían y no eran empleados los habían investigado de antemano debidamente; investigados y reinvestigados gracias a la información que obtenía Dahlia de su amplia red, formada por empresarias, aristócratas o esposas de políticos; mujeres que conocían y ejercían el poder más complejo: la información.

La orquesta descansaba mientras una cantante se dirigía al centro de la tarima del escenario, donde estaba sentada una joven negra cuya voz se alzaba lo bastante alto como para resonar en toda la sala. Los bailarines se quedaban sin aliento al oírla trinar y escalar un aria brillante que provocaría que cualquier sala del Drury Lane estallara en vítores.

Una sucesión de jadeos de asombro se adueñó de la sala.

—Dahlia.

Dahlia se giró para encontrarse con una mujer vestida de verde brillante y con una elaborada máscara a juego. Nastasia Kritikos era una legendaria cantante de ópera griega que había hecho caer rendida a sus pies a toda Europa. Con un cálido abrazo, señaló el escenario con la cabeza.

—Esa chica. ¿De dónde la has sacado?

—¿A Eve? —Una sonrisa se dibujó en los labios de Dahlia—. De la plaza del mercado. Cantaba allí para ganarse unas monedas.

—¿Y no es eso lo que hace esta noche? —Levantó una ceja oscura, divertida.

—Esta noche canta para ti, vieja amiga. —Era la verdad. La joven cantaba para tener acceso a Dominio, un evento que había catapultado al estrellato a un puñado de talentosos cantantes.

Nastasia echó una mirada perspicaz al escenario, donde Eve emitía una serie de notas imposibles.

—Era tu especialidad, ¿verdad? —dijo Dahlia.

—Es mi especialidad. Y no puedo decir que su técnica sea perfecta. —La otra mujer le lanzó una mirada.

Dahlia le dedicó una breve sonrisa de complicidad. Era perfecta, y ambas lo sabían.

—Dile que venga a verme mañana. Le presentaré a algunas personas. —Con un enorme suspiro, la diva agitó una mano en el aire.

—Qué bondadosa eres, Nastasia. —La chica estaría de gira por los escenarios antes de darse cuenta.

—Como se lo digas a alguien, provocaré un incendio que hará arder este lugar hasta los cimientos. —Los ojos castaños brillaron detrás de la máscara verde.

—Tu secreto está a salvo conmigo. —Dahlia sonrió—. Peter ha preguntado por ti. —Era la verdad. Además de ser una auténtica celebridad londinense, Nastasia también era un premio codiciado entre los hombres del club.

—Por supuesto que sí. Supongo que dispongo de unas horas libres. —La mujer se pavoneó.

Dahlia se rio y señaló a Zeva.

—Lo encontraremos para ti, entonces.

Tras finalizar la conversación, avanzó atravesando la multitud, que se había reunido para escuchar a la que pronto sería una famosa cantante, hasta una pequeña antesala, donde las partidas de faro solían ser bastante tensas. Dahlia percibía la emoción en el aire y la absorbió junto al poder que llevaba consigo. Las mujeres más poderosas de Londres, reunidas allí para su propio placer.

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