Sarah MacLean - Grace y el duque

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Cuatro hermanos. Enfrentados por un título y por una mujer. Y un secreto del que no pueden escapar. El desenlace de los Bastardos Bareknuckle.Grace Condry lleva toda la vida huyendo de su pasado. Traicionada cuando era niña por su único amor y criada en las calles de Covent Garden, ahora se esconde a la vista de todos con una nueva identidad. Es la reina de los rincones más oscuros de Londres. Grace es sagaz y posee un poderoso gancho de derecha. Jamás se ha enfrentado a un enemigo que no pudiera abatir… hasta que el hombre al que una vez amó vuelve a entrar en su vida.Ewan, duque de Marwick, es tan audaz como despiadado. Y se ha pasado más de una década buscando a la mujer que nunca dejó de amar. Puede que por culpa de una apuesta la perdiera para siempre hace ya muchos años, pero hará todo lo posible para recuperarla… y convertirla en su duquesa.Lo último que quiere Grace es reconciliarse con Ewan; más bien todo lo contrario. Incapaz de perdonarlo, ha prometido vengarse, aunque eso signifique tener que estar cerca de él. Algo extremadamente peligroso.

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—¿Y si sale? —Zeva señaló la puerta.

—No saldrá.

Intercambiaron un asentimiento para mostrar que estaban de acuerdo, y Grace pasó de largo para encontrarse con su hermano en la oscura entrada de la escalera trasera.

—Aquí no —repitió ella, viendo que él iba a hablar de nuevo. Diablo siempre tenía algo que decir—. En mi despacho.

Él arqueó una de sus negras cejas con irritación, algo que enfatizó con un rápido golpe del bastón que siempre llevaba consigo. Grace aguantó la respiración esperando que él aceptara…, sabiendo que no tenía ninguna razón para hacerlo. Consciente de que tenía todas las razones del mundo para ignorarla y enfrentarse al duque. Pero no lo hizo. En lugar de ello, hizo un gesto con la mano en dirección a la escalera, y Grace soltó el aliento que contenía para guiarlo hacia el último piso del edificio, donde sus habitaciones privadas colindaban con el despacho desde el que dirigía su reino.

—Ni siquiera deberías estar aquí —le recriminó a su hermano en voz baja mientras se abrían paso por el espacio oscuro—. Sabes que no me gusta que estés cerca de las clientas.

—Y sabes tan bien como yo que no hay nada que tus distinguidas damas quieran más que ver a un rey de Covent Garden. No les gusta que yo ya tenga una reina.

—Al menos esa parte es cierta —dijo ella, burlándose de sus palabras. Ignoró cómo le latía el corazón, pues sabía tan bien como Diablo que, en cuanto estuvieran dentro de sus aposentos, esa conversación intrascendente llegaría a su fin—. ¿Dónde está mi cuñada? —Haría cualquier cosa por tener a Felicity allí en ese momento, distrayendo a Diablo de su propósito con su sentido común.

—En casa de Whit, haciéndole compañía a su señora —dijo cuando llegaron a la puerta de sus aposentos.

—Y Whit no le está haciendo compañía a su señora porque… —Lo miró por encima del hombro, con la mano quieta en el pomo de la puerta. Su hermano levantó la barbilla, indicando la habitación que había más allá—. ¡Maldita sea, Diablo!

—¿Qué se supone que debía hacer? ¿Decirle que no podía venir? Tienes suerte de que lo convenciera de que esperara allí mientras te buscaba. Quería registrar el edificio. —Se encogió de hombros.

Grace apretó los labios en una delgada línea y abrió la puerta para enfrentarse al hombre que estaba dentro y que ya cruzaba la habitación hacia ella, enorme y tenso.

Una vez que estuvieron dentro, Grace cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, fingiendo no sentirse inquieta por la evidente furia de su hermano. En los veinte años que hacía que lo conocía, desde que escaparon de su pasado común y se reinventaron como los Bastardos Bareknuckle, nunca había visto a Whit tan enfadado. Lo había visto castigar con frialdad letal, pero solo después de que agotaran su paciencia, que era de una mecha tan larga como el Támesis.

Pero eso había sido antes de enamorarse.

—¿Dónde diablos está?

—Abajo. —No intentó hacerse la despistada.

—¿Dónde? —gruñó Whit, con un sonido grave apenas audible pero amenazante, como un animal salvaje, listo para atacar. Conocido por todo Covent Garden como Bestia, esa noche estaba en tensión; lo había estado durante toda la semana desde que la explosión en los muelles, obra de Ewan, casi había matado a Hattie.

—Encerrado.

—¿Es eso cierto? —Miró a Diablo.

—No sé. —Diablo se encogió de hombros.

Que Dios la librara de tener hermanos odiosos.

—¿Es cierto? —Whit la miró.

—No —dijo ella—. Está abajo bailando una giga.

—Deberías habernos dicho que estaba aquí. —No mordió el anzuelo.

—¿Por qué?, ¿para que lo matarais?

—Exactamente.

—No vais a matarlo. —Se enfrentó a su ira de frente, negándose a acobardarse.

—No me importa que sea duque —dijo cada centímetro de aquella Bestia a la que Londres había apodado así—. Lo destrozaré por lo que le hizo a Hattie.

—Y que te cuelguen por ello —dijo ella—. ¿De qué le servirá eso a la esposa que te ama?

Su hermano rugió de frustración y se dirigió al enorme escritorio que había en un rincón, encima del cual se apilaban decenas de papeles con los asuntos del club: expedientes de las socias actuales, cotilleos, facturas y correspondencia.

—¡Oye! Ese es mi trabajo, patán. —Ella avanzó mientras él pasaba una mano por una torre de solicitudes de nuevas socias y hacía volar papeles por la habitación.

Bestia se llevó las manos al pelo y se volvió hacia ella, ignorando su protesta.

—¿Qué tienes planeado, entonces? Casi la mata. Estuvo a punto de… —se interrumpió, sin querer pronunciar las palabras—. Y eso después de dejar que Diablo casi muriera congelado. Después de casi matarte a ti, hace tantos años. Dios, todos vosotros podríais haber…

A Grace se le encogió el corazón. Whit siempre había sido su protector. Se desesperaba por mantenerlos a salvo, incluso cuando era demasiado pequeño y estaba demasiado herido para hacerlo.

—Lo sé. Pero todos estamos aquí. Y tu mujer está a salvo. —Asintió.

—Esa es la única razón por la que mi espada no está en sus entrañas. —Dejó escapar un suspiro áspero y aliviado.

Ella asintió. Merecía venganza. Todos la merecían. Y ella pretendía que la obtuvieran. Pero no así.

—Y tú, no entiendo por qué estás tan tranquila, Grace. De alguna manera, sigues dispuesta a dejarlo vivir —dijo Diablo junto a la puerta, donde estaba apoyado en la pared, falsamente relajado, con una larga pierna cruzada sobre la otra.

—Las mujeres no tenemos permitido el lujo de la ira. —Sabía a dónde quería llegar y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Dicen que has estado suspirando por él.

Entonces la rabia se apoderó de ella, y enredó los dedos en el pañuelo rojo que llevaba a la cintura.

—¿Quién lo dice? —Cuando Whit no respondió, se volvió hacia Diablo—. ¿Quién lo dice?

Diablo golpeó lentamente el suelo dos veces con el bastón.

—Tienes que admitir que es extraño que lo hayas curado. Zeva dijo que te encargaste tú misma. Lo recogiste de las puertas de la muerte. Te negaste a llamar a un médico. —Dirigió una incisiva mirada al escritorio desordenado—. Y el trabajo del club se amontona mientras haces de niñera.

Fue el turno de Grace de fruncir el ceño.

—Primero, Zeva habla demasiado. Segundo, mi escritorio siempre tiene ese aspecto, y lo sabes —añadió cuando no le contestaron—. Y tercero, cuanta más gente sepa que está aquí, menos probabilidades habrá de que reciba su castigo.

Eso era. Por eso le había limpiado las heridas. Por eso le había puesto la mano en la frente para comprobar si tenía fiebre. Por eso había permanecido en la oscuridad, escuchando el ritmo de su respiración.

Eso era todo.

No tenía nada que ver con el pasado.

—Y cuantas más personas sepan que está aquí, más peligro representa para todos nosotros —añadió.

—Ya es un peligro para todos nosotros —dijo Diablo.

Su frustración se disparó ante aquellas palabras, tranquilas y tajantes, como si su hermano estuviera hablando del próximo cargamento que llegaba al puerto. Sabía que su hermano se mostraba tan firme porque la razón estaba de su parte. Sabía también que mantener al duque de Marwick prisionero en el cuarto piso del 72 de Shelton Street no era lo más sensato.

—Dame una buena razón por la que no debería matarlo después de todo lo que ha hecho. Después de lo que le hizo a Diablo. Después de lo de Hattie. Después de los envíos que nos robó. Los hombres a los que atacó. Los que no sobrevivieron. Cinco hombres. Al Garden se le debe su sangre. —La voz de Whit se volvió ronca mientras la sorpresa inundaba a Grace. No lo había oído decir tantas palabras seguidas desde… Quizá desde nunca.

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