Sarah MacLean - Once escándalos para enamorar a un duque

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Once escándalos para enamorar a un duque: краткое содержание, описание и аннотация

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LA HERMANA PEQUEÑA DE LOS INCORREGIBLES RALSTON PROMETE SER EL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADA. Juliana Fiori es un espíritu apasionado. Es impulsiva, valiente, decidida y poco le importa lo que opine el resto de la alta sociedad londinense, lo que la convierte en el blanco favorito de los cotilleos de la ciudad. Es nada más y nada menos el tipo de mujer que el duque de Leighton querría tener lo más lejos posible. El duque tiene una intachable reputación que proteger, pero Juliana está dispuesta a demostrarle que nadie puede resistirse a la pasión, aunque se trate del mismísimo duque de Leighton, y tiene dos semanas para demostrárselo.

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El duque no detuvo sus atenciones mientras decía:

—Desconocía que esos dos animales pudieran hacer eso juntos.

—No tendría que haber oído eso. Es una grosería.

Leighton enarcó una ceja rubia.

—Resulta muy difícil no oírla cuando la tengo a escasos centímetros de mí y no deja de expresar su malestar a gritos.

—Las damas no gritan.

—Pues parece que las italianas sí. Especialmente cuando se están sometiendo a cuidados médicos.

Juliana tuvo que contener una sonrisa.

No era divertido.

Leighton bajó aún más la cabeza y se concentró en su tarea. Enjuagó la tela de lino en el cuenco de agua limpia. Juliana hizo una mueca al notar de nuevo la fría tela sobre su mano arañada, y él vaciló unos segundos antes de proseguir.

Aquella pequeña pausa intrigó a Juliana. El duque de Leighton no era precisamente famoso por su compasión, sino por su arrogante indiferencia, por lo que era sorprendente que se rebajara a llevar a cabo una tarea tan trivial como la de eliminar la tierra de sus manos.

—¿Por qué hace esto? —le preguntó ella de repente cuando el duque volvió a sumergir la tela en el cuenco.

Leighton no detuvo sus movimientos.

—Ya se lo he dicho. Su hermano se pondrá más que furioso. No hay necesidad de que, además, manche su ropa de sangre. Ni mis muebles.

—No. —Juliana sacudió la cabeza—. Quiero decir por qué me está curando usted. ¿No dispone de un batallón de sirvientes dispuesto a ejecutar cualquier tarea desagradable?

—Así es.

—¿Entonces?

—Los sirvientes cuchichean, señorita Fiori. Prefiero que el menor número posible de personas sepa que está usted aquí, sola, a estas horas de la noche.

Era solo un incordio para él. Nada más.

Tras un prolongado silencio, Leighton la miró a los ojos.

—¿No está de acuerdo?

Juliana se recuperó rápidamente.

—En absoluto. Es más, me sorprende que un hombre de su alcurnia y fortuna tenga sirvientes con tendencia al chismorreo. Imaginaba que habría encontrado el modo de despojarlos del deseo de socializar.

El duque torció un lado de la boca y sacudió la cabeza.

—Pese a estar ayudándola, se limita a encontrar nuevas formas de ofenderme.

Cuando Juliana respondió, lo hizo seria, con palabras sinceras.

—Discúlpeme si recelo de sus atenciones, su excelencia.

Los labios del duque se tensaron formando una línea recta. Le cogió la otra mano y reanudó sus cuidados. Ambos observaron mientras él eliminaba la sangre seca y la gravilla de la cara interior de la muñeca, descubriendo una carne rosada y tierna que tardaría varios días en curarse.

Sus movimientos eran gentiles pero firmes, y el roce del lino sobre la piel abrasada se hacía más soportable a medida que limpiaba las heridas. Juliana se fijó en que uno de los rubios rizos del duque le caía por la frente. Su semblante era, como siempre, severo y concentrado, como el de una de las apreciadas estatuas de mármol de su hermano.

Juliana se sintió invadida por un deseo familiar, uno que la dominaba siempre que él estaba cerca.

El deseo de agrietar aquella fachada.

Solo en dos ocasiones lo había sorprendido sin ella.

Y entonces él descubrió quién era: la hermanastra italiana de uno de los vividores más famosos de todo Londres, la hija casi ilegítima de una marquesa venida a menos y un comerciante, criada alejada de Londres y sus costumbres, tradiciones y reglas.

Todo lo contrario a lo que él representaba.

La antítesis de todo lo que él consideraba importante en el mundo.

—Mi único motivo es devolverla a su casa de una pieza y, si es posible, sin que su hermano descubra su pequeña aventura de esta noche.

El duque dejó el paño de lino en el agua rosada del cuenco y cogió un pequeño frasco de la bandeja. Lo abrió, liberando una fragancia a romero y limón, y volvió a buscar sus manos.

Esta vez Juliana cedió al instante.

—¿No pretenderá que crea que le preocupa mi reputación?

Leighton metió la punta de su dedo en el frasco y aplicó el ungüento cuidadosamente sobre su piel. El bálsamo calmó la quemazón y dejó una agradable sensación refrescante allí por donde pasaban los dedos de él. Como resultado de ello, Juliana tuvo la irresistible ilusión de que el roce de sus dedos era el heraldo que anunciaba la llegada del placer a su azorada piel.

Cosa que no era cierta. En absoluto.

Intentó contener un suspiro antes de que fuera evidente, pero el duque lo oyó de todos modos. La ceja dorada volvió a alzarse, y Juliana sintió el impulso de afeitársela.

Cuando de pronto apartó la mano, Leighton no hizo ademán de retenerla.

—No, señorita Fiori. No me preocupa su reputación.

Por supuesto que no.

—Pero me preocupa la mía.

Lo que entrañaban aquellas palabras, que ser descubierto con ella —verse relacionado con ella en cualquier sentido— podía dañar su reputación, resultaba doloroso, incluso más que las heridas que se había hecho aquella noche.

Juliana respiró hondo, preparándose para el siguiente asalto de su batalla verbal, pero se vio interrumpida por una voz furiosa procedente de la entrada.

—Si no le quitas las manos de encima a mi hermana ahora mismo, Leighton, tu preciada reputación será el menor de tus problemas.

2

«Hay una razón por la que las faldas son largas y los cordones de las botas, complicados. Las damas refinadas no deben mostrar los pies. Nunca».

Tratado de las damas más exquisitas

«Parece ser que los vividores reformados consideran el deber fraternal algo así como un reto…».

El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

Era muy posible que el marqués de Ralston tuviera intención de matarlo, pese a que Simon no tenía nada que ver con el actual estado de la muchacha.

No fue culpa suya que acabara en su carruaje después de pelearse con, por lo que podía adivinar, un arbusto, los adoquines de las caballerizas de Ralston y el lateral de su carruaje.

Y con un hombre.

Simon Pearson, undécimo duque de Leighton, ignoró la ira virulenta que amenazó con dominarlo al pensar en el moratón púrpura que decoraba la muñeca de la chica y volvió a dirigir su atención al airado hermano de esta, que en ese momento recorría el perímetro del estudio de Simon como un animal enjaulado.

El marqués se detuvo delante de su hermana y dijo finalmente:

—Por el amor de Dios, Juliana. ¿Qué demonios te ha pasado?

Su lenguaje hubiera hecho sonrojar a una mujer menos refinada. Juliana ni siquiera pestañeó.

—Me caí.

—Te caíste.

—Sí. —Hizo una pausa—. Entre otras cosas.

Ralston levantó la vista al techo como si intentara armarse de paciencia. Simon comprendió su desesperación. Él también tenía una hermana, una que le había hecho sentir frustrado en más de una ocasión.

Y la hermana de Ralston era más exasperante que cualquier mujer que hubiera conocido.

Y también más hermosa.

El duque se tensó ante aquel pensamiento.

Por supuesto que era hermosa. Era un hecho empírico. Incluso con aquel vestido manchado y desgarrado, dejaba en ridículo a la mayoría de las mujeres londinenses. Era una maravillosa mezcla de delicadeza inglesa —piel de porcelana, ojos de un azul líquido, nariz perfecta y mentón insolente— y exotismo italiano, con aquellos revoltosos rizos color azabache, labios carnosos y curvas generosas, ante lo cual ningún hombre en su sano juicio podría resistirse.

Y él era un hombre perfectamente cuerdo. Pero no estaba interesado. Un recuerdo apareció en su mente.

Juliana entre sus brazos, de puntillas, los labios de ella pegados a los suyos.

Simon se peleó con esa imagen.

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