1 ...7 8 9 11 12 13 ...27 Y es que aquella noche había sido un sueño.
La pesadilla había comenzado poco después.
Consiguió sacar aquel recuerdo de su mente al llegar al dormitorio principal. Puso la mano en el picaporte, lo giró rápida y silenciosamente, y entró.
Su hermano estaba de pie junto a la ventana con un vaso en la mano y el pelo rubio brillando bajo la luz de las velas. Ewan no se giró para enfrentarse a Diablo. En vez de eso, dijo:
—Me preguntaba si vendrías esta noche.
La voz era la misma. Cultivada, calculada y profunda, como la de su padre.
—Suenas igual que el duque.
—Soy el duque.
Diablo dejó que la puerta se cerrara tras él.
—Eso no es lo que quería decir.
—Sé lo que querías decir.
Diablo golpeó el suelo dos veces con el bastón.
—¿No hicimos un pacto hace años?
Marwick se giró para dejar ver un lado de su cara.
—Os he estado buscando durante doce años.
Diablo se dejó caer en el sillón bajo junto al fuego y extendió las piernas hacia el lugar donde estaba el duque.
—Ojalá lo hubiera sabido.
—Creo que sí lo sabíais.
Por supuesto que lo sabían. En el momento en que alcanzaron la mayoría de edad, un reguero de hombres había venido a husmear al barrio preguntando por un trío de huérfanos que podrían haber llegado a Londres años antes. Dos varones y una mujer, cuyos nombres nadie conocía en Covent Garden… Nadie aparte de los mismos bastardos.
Nadie aparte de los mismos bastardos y Ewan, el joven duque de Marwick, rico como un rey y con la edad suficiente para saber cómo utilizar bien el dinero.
Pero ocho años en aquel suburbio habían convertido a Diablo y a Whit en hombres tan poderosos como astutos, tan fuertes como intimidantes, y nadie hablaba de los Bastardos Bareknuckle por miedo a las represalias. Y mucho menos los forasteros.
Así que al enfriarse el rastro, los hombres que llegaban husmeando siempre abandonaban la búsqueda y se marchaban.
Esa vez, sin embargo, no era un empleado quien había ido a por ellos. Era el propio Marwick. Y con el mejor plan de todos.
—Supongo que pensaste que al anunciar que buscabas esposa, captarías nuestra atención —dijo Diablo.
Marwick se dio la vuelta.
—Ha funcionado.
—No puede haber herederos, Ewan —declaró Diablo, incapaz de usar el nombre del ducado en su cara—. Ese fue el trato. ¿Recuerdas la última vez que incumpliste un trato conmigo?
Los ojos del duque se oscurecieron.
—Sí.
Esa noche, Diablo había tomado todo lo que el duque amaba y había huido.
—¿Y qué te hace pensar que no lo haré de nuevo?
—Porque esta vez soy el duque —respondió Ewan—. Y mi poder se extiende mucho más allá de Covent Garden. No importa lo duros que sean tus puños en estos tiempos, Devon. Haré que el infierno caiga sobre ti. Y no solo sobre ti, sino también sobre nuestro hermano. Sobre vuestros hombres. Sobre vuestro negocio. Lo perderás todo.
«Valdría la pena».
Diablo entrecerró los ojos para mirar a su hermano.
—¿Qué es lo que quieres?
—Te dije que vendría a por ella.
«Grace». La cuarta de su banda, la mujer a la que Whit y Diablo llamaban hermana, aunque no compartían la misma sangre. La chica a la que Ewan había amado incluso entonces, cuando eran niños.
Grace, a quien los tres hermanos habían prometido proteger tantos años atrás, cuando eran jóvenes e inocentes, antes de que la traición rompiera su vínculo.
Grace, quien, ante la traición de Ewan, se había convertido en el secreto más peligroso del ducado. Porque era Grace quien representaba la verdad del ducado. Grace, nacida del matrimonio del anterior duque y su esposa, la duquesa. Grace, bautizada como su hija a pesar de ser, en cierta forma, ilegítima.
Pero era Ewan quien, ahora, años después, detentaba su nombre por bautismo. Quien ostentaba el título que no pertenecía a ninguno de ellos por derecho.
Y Grace era la prueba viviente de que Ewan le había usurpado el título, la fortuna y el futuro; un robo que la Corona no se tomaría a la ligera.
Un robo que, de ser descubierto, llevaría a Ewan a retorcerse al final de una cuerda en el exterior de Newgate.
Diablo miró a su hermano con los ojos entrecerrados.
—Nunca la encontrarás.
Los ojos de Ewan se oscurecieron.
—No le haré daño.
—Estás tan loco como va contando por ahí tu apreciada aristocracia si crees que nos vamos a creer eso. ¿No recuerdas la noche en que nos fuimos? Yo sí lo hago, cada vez que me miro en el espejo.
La mirada de Marwick se desvió hacia la retorcida cicatriz de la mejilla de Diablo, un poderoso recordatorio de lo poco que había significado la hermandad cuando llegó el momento de reclamar el poder.
—No tuve elección.
—Todos tuvimos elección esa noche. Tú escogiste tu título, tu dinero y tu poder. Y los tres te lo permitimos, aunque Whit quisiera borrarte del mapa antes de que la podredumbre de nuestro progenitor te consumiera. Te dejamos vivir a pesar de que tú preferías a las claras vernos muertos. Con una condición: nuestro padre estaba loco por un heredero y, aunque pudiera conseguir uno falso contigo, no tendría la satisfacción de que su linaje se perpetuara, ni siquiera estando él muerto. Siempre estaremos en lados opuestos de esta lucha, duque. La regla era que no hubiera herederos. La única regla. Te hemos dejado en paz todos estos años con tu título ilícito debido a ello. Pero quiero que sepas una cosa: si decides incumplirlo, te destrozaré y nunca encontrarás ni un ápice de felicidad en esta vida.
—¿Y crees que ahora estoy pletórico?
Maldición, Diablo esperaba que no. Esperaba que no hubiera nada que hiciera feliz al duque. Se había alegrado del legendario retiro de su hermano, pues sabía que Ewan vivía en la casa en donde los habían obligado a competir; los hijos bastardos sumidos en una batalla por la legitimidad, por el nombre, el título y la fortuna. Se les enseñó cómo bailar, cómo comportarse en la mesa y cómo hablar con elocuencia para ocultar la vergonzosa forma en que los tres habían nacido.
Esperaba que cada recuerdo de su juventud consumiera a su hermano, y él mismo se consumía de arrepentimiento por haberse permitido desempeñar el papel de complaciente hijo de un maldito monstruo.
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