Sarah MacLean - Lady Felicity y el canalla

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Lady Felicity y el canalla: краткое содержание, описание и аннотация

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Un canalla entra en escena… Cuando un misterioso desconocido se cuela en la habitación de lady Felicity Faircloth y le ofrece su ayuda para que consiga pescar a un duque, ella acepta con una sola condición: en su matrimonio no puede faltar la pasión. Lady Felicity hace un pacto peligroso… Hijo bastardo de un duque y rey de las calles oscuras de Londres, Diablo se ha pasado toda la vida haciendo uso de su poder y sacando provecho de todas las oportunidades que se le presentan; y esa solterona es lo que le hace falta para poder llevar a cabo su venganza. Lo único que precisa es convertirla en una mujer irresistible, tender una trampa a su enemigo y destruirlo.Por la promesa de la pasión… Pero cuando se trata de Felicity Faircloth, las cosas son blancas o negras, y ella enseguida decide que prefiere un diablo a un duque. Así que, los planes que Diablo ha trazado tan cuidadosamente se convierten en un caos, y él se verá obligado a elegir entre todo lo que siempre ha querido… y lo único que siempre ha deseado.

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Y es que aque­lla no­che ha­bía sido un sue­ño.

La pe­sa­di­lla ha­bía co­men­za­do poco des­pués.

Con­si­guió sa­car aquel re­cuer­do de su men­te al lle­gar al dor­mi­to­rio prin­ci­pal. Puso la mano en el pi­ca­por­te, lo giró rá­pi­da y si­len­cio­sa­men­te, y en­tró.

Su her­mano es­ta­ba de pie jun­to a la ven­ta­na con un vaso en la mano y el pelo ru­bio bri­llan­do bajo la luz de las ve­las. Ewan no se giró para en­fren­tar­se a Dia­blo. En vez de eso, dijo:

—Me pre­gun­ta­ba si ven­drías esta no­che.

La voz era la mis­ma. Cul­ti­va­da, cal­cu­la­da y pro­fun­da, como la de su pa­dre.

—Sue­nas igual que el du­que.

—Soy el du­que.

Dia­blo dejó que la puer­ta se ce­rra­ra tras él.

—Eso no es lo que que­ría de­cir.

—Sé lo que que­rías de­cir.

Dia­blo gol­peó el sue­lo dos ve­ces con el bas­tón.

—¿No hi­ci­mos un pac­to hace años?

Mar­wick se giró para de­jar ver un lado de su cara.

—Os he es­ta­do bus­can­do du­ran­te doce años.

Dia­blo se dejó caer en el si­llón bajo jun­to al fue­go y ex­ten­dió las pier­nas ha­cia el lu­gar don­de es­ta­ba el du­que.

—Oja­lá lo hu­bie­ra sa­bi­do.

—Creo que sí lo sa­bíais.

Por su­pues­to que lo sa­bían. En el mo­men­to en que al­can­za­ron la ma­yo­ría de edad, un re­gue­ro de hom­bres ha­bía ve­ni­do a hus­mear al ba­rrio pre­gun­tan­do por un trío de huér­fa­nos que po­drían ha­ber lle­ga­do a Lon­dres años an­tes. Dos va­ro­nes y una mu­jer, cu­yos nom­bres na­die co­no­cía en Co­vent Gar­den… Na­die apar­te de los mis­mos bas­tar­dos.

Na­die apar­te de los mis­mos bas­tar­dos y Ewan, el jo­ven du­que de Mar­wick, rico como un rey y con la edad su­fi­cien­te para sa­ber cómo uti­li­zar bien el di­ne­ro.

Pero ocho años en aquel su­bur­bio ha­bían con­ver­ti­do a Dia­blo y a Whit en hom­bres tan po­de­ro­sos como as­tu­tos, tan fuer­tes como in­ti­mi­dan­tes, y na­die ha­bla­ba de los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle por mie­do a las re­pre­sa­lias. Y mu­cho me­nos los fo­ras­te­ros.

Así que al en­friar­se el ras­tro, los hom­bres que lle­ga­ban hus­mean­do siem­pre aban­do­na­ban la bús­que­da y se mar­cha­ban.

Esa vez, sin em­bar­go, no era un em­plea­do quien ha­bía ido a por ellos. Era el pro­pio Mar­wick. Y con el me­jor plan de to­dos.

—Su­pon­go que pen­sas­te que al anun­ciar que bus­ca­bas es­po­sa, cap­ta­rías nues­tra aten­ción —dijo Dia­blo.

Mar­wick se dio la vuel­ta.

—Ha fun­cio­na­do.

—No pue­de ha­ber he­re­de­ros, Ewan —de­cla­ró Dia­blo, in­ca­paz de usar el nom­bre del du­ca­do en su cara—. Ese fue el tra­to. ¿Re­cuer­das la úl­ti­ma vez que in­cum­plis­te un tra­to con­mi­go?

Los ojos del du­que se os­cu­re­cie­ron.

—Sí.

Esa no­che, Dia­blo ha­bía to­ma­do todo lo que el du­que ama­ba y ha­bía hui­do.

—¿Y qué te hace pen­sar que no lo haré de nue­vo?

—Por­que esta vez soy el du­que —res­pon­dió Ewan—. Y mi po­der se ex­tien­de mu­cho más allá de Co­vent Gar­den. No im­por­ta lo du­ros que sean tus pu­ños en es­tos tiem­pos, De­von. Haré que el in­fierno cai­ga so­bre ti. Y no solo so­bre ti, sino tam­bién so­bre nues­tro her­mano. So­bre vues­tros hom­bres. So­bre vues­tro ne­go­cio. Lo per­de­rás todo.

«Val­dría la pena».

Dia­blo en­tre­ce­rró los ojos para mi­rar a su her­mano.

—¿Qué es lo que quie­res?

—Te dije que ven­dría a por ella.

«Gra­ce». La cuar­ta de su ban­da, la mu­jer a la que Whit y Dia­blo lla­ma­ban her­ma­na, aun­que no com­par­tían la mis­ma san­gre. La chi­ca a la que Ewan ha­bía ama­do in­clu­so en­ton­ces, cuan­do eran ni­ños.

Gra­ce, a quien los tres her­ma­nos ha­bían pro­me­ti­do pro­te­ger tan­tos años atrás, cuan­do eran jó­ve­nes e inocen­tes, an­tes de que la trai­ción rom­pie­ra su víncu­lo.

Gra­ce, quien, ante la trai­ción de Ewan, se ha­bía con­ver­ti­do en el se­cre­to más pe­li­gro­so del du­ca­do. Por­que era Gra­ce quien re­pre­sen­ta­ba la ver­dad del du­ca­do. Gra­ce, na­ci­da del ma­tri­mo­nio del an­te­rior du­que y su es­po­sa, la du­que­sa. Gra­ce, bau­ti­za­da como su hija a pe­sar de ser, en cier­ta for­ma, ile­gí­ti­ma.

Pero era Ewan quien, aho­ra, años des­pués, de­ten­ta­ba su nom­bre por bau­tis­mo. Quien os­ten­ta­ba el tí­tu­lo que no per­te­ne­cía a nin­guno de ellos por de­re­cho.

Y Gra­ce era la prue­ba vi­vien­te de que Ewan le ha­bía usur­pa­do el tí­tu­lo, la for­tu­na y el fu­tu­ro; un robo que la Co­ro­na no se to­ma­ría a la li­ge­ra.

Un robo que, de ser des­cu­bier­to, lle­va­ría a Ewan a re­tor­cer­se al fi­nal de una cuer­da en el ex­te­rior de New­ga­te.

Dia­blo miró a su her­mano con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

—Nun­ca la en­con­tra­rás.

Los ojos de Ewan se os­cu­re­cie­ron.

—No le haré daño.

—Es­tás tan loco como va con­tan­do por ahí tu apre­cia­da aris­to­cra­cia si crees que nos va­mos a creer eso. ¿No re­cuer­das la no­che en que nos fui­mos? Yo sí lo hago, cada vez que me miro en el es­pe­jo.

La mi­ra­da de Mar­wick se des­vió ha­cia la re­tor­ci­da ci­ca­triz de la me­ji­lla de Dia­blo, un po­de­ro­so re­cor­da­to­rio de lo poco que ha­bía sig­ni­fi­ca­do la her­man­dad cuan­do lle­gó el mo­men­to de re­cla­mar el po­der.

—No tuve elec­ción.

—To­dos tu­vi­mos elec­ción esa no­che. Tú es­co­gis­te tu tí­tu­lo, tu di­ne­ro y tu po­der. Y los tres te lo per­mi­ti­mos, aun­que Whit qui­sie­ra bo­rrar­te del mapa an­tes de que la po­dre­dum­bre de nues­tro pro­ge­ni­tor te con­su­mie­ra. Te de­ja­mos vi­vir a pe­sar de que tú pre­fe­rías a las cla­ras ver­nos muer­tos. Con una con­di­ción: nues­tro pa­dre es­ta­ba loco por un he­re­de­ro y, aun­que pu­die­ra con­se­guir uno fal­so con­ti­go, no ten­dría la sa­tis­fac­ción de que su li­na­je se per­pe­tua­ra, ni si­quie­ra es­tan­do él muer­to. Siem­pre es­ta­re­mos en la­dos opues­tos de esta lu­cha, du­que. La re­gla era que no hu­bie­ra he­re­de­ros. La úni­ca re­gla. Te he­mos de­ja­do en paz to­dos es­tos años con tu tí­tu­lo ilí­ci­to de­bi­do a ello. Pero quie­ro que se­pas una cosa: si de­ci­des in­cum­plir­lo, te des­tro­za­ré y nun­ca en­con­tra­rás ni un ápi­ce de fe­li­ci­dad en esta vida.

—¿Y crees que aho­ra es­toy ple­tó­ri­co?

Mal­di­ción, Dia­blo es­pe­ra­ba que no. Es­pe­ra­ba que no hu­bie­ra nada que hi­cie­ra fe­liz al du­que. Se ha­bía ale­gra­do del le­gen­da­rio re­ti­ro de su her­mano, pues sa­bía que Ewan vi­vía en la casa en don­de los ha­bían obli­ga­do a com­pe­tir; los hi­jos bas­tar­dos su­mi­dos en una ba­ta­lla por la le­gi­ti­mi­dad, por el nom­bre, el tí­tu­lo y la for­tu­na. Se les en­se­ñó cómo bai­lar, cómo com­por­tar­se en la mesa y cómo ha­blar con elo­cuen­cia para ocul­tar la ver­gon­zo­sa for­ma en que los tres ha­bían na­ci­do.

Es­pe­ra­ba que cada re­cuer­do de su ju­ven­tud con­su­mie­ra a su her­mano, y él mis­mo se con­su­mía de arre­pen­ti­mien­to por ha­ber­se per­mi­ti­do desem­pe­ñar el pa­pel de com­pla­cien­te hijo de un mal­di­to mons­truo.

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