— No pretendiste rechazar tres ofertas sumamente adecuadas en los meses siguientes.
Su columna vertebral se enderezó. Eso sí había querido hacerlo.
—Eran ofertas sumamente adecuadas si te gustan la vejez o la ineptitud.
—Eran hombres que deseaban casarse contigo, Felicity.
—No, eran hombres que deseaban casarse con mi dote. Deseaban hacer negocios contigo —señaló. Arthur poseía una mente privilegiada para los negocios y era capaz de convertir las plumas de ganso en oro—. Uno de ellos incluso me dijo que podía seguir viviendo aquí, si así lo deseaba.
Las mejillas de su hermano adquirieron un tono rojizo.
—¡¿Y qué tiene eso de malo?!
Ella parpadeó varias veces.
—¿Te refieres a vivir separada de mi marido en un matrimonio sin amor?
—Por favor —se burló—, ¿ahora hablamos de amor? Es mejor que te vayas metiendo tú misma en el florero, ya puestos.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Por qué? Tú tienes amor.
Arthur exhaló con fuerza.
—Eso es diferente.
Años atrás, Arthur se había casado con lady Prudence Featherstone. Lo suyo había sido un reconocido matrimonio por amor. Pru era la chica que había vivido en la ruinosa residencia que había al lado de la casa de campo del padre de Arthur y Felicity. Todo Londres suspiraba cuando nombraba a Arthur, el joven y brillante conde de Grout, heredero de un marquesado, y a Prudence, su pobre pero encantadora esposa, que no había tardado en dar a luz al heredero de su enamorado marido y que estaba actualmente en casa, esperando el nacimiento del segundo, que le serviría de repuesto.
Pru y Arthur se adoraban de una manera irracional, hasta tal punto que nadie lo creería de no haber sido testigo. Nunca discutían, disfrutaban de las mismas cosas y a menudo se les podía ver juntos por los rincones de los salones de baile de Londres, pues preferían su mutua compañía a la de cualquier otra persona.
Era nauseabundo, de verdad.
Pero no podía ser tan inalcanzable, ¿no?
—¿Por qué?
—Porque conozco a Pru de toda la vida, y el amor no es algo que le suceda a todo el mundo. —Hizo una pausa y luego agregó—: Y aun cuando sucede, suele venir acompañado de sus propios problemas.
Ella ladeó la cabeza ante aquellas palabras. ¿Qué significaban?
—¿Arthur?
Él agitó la cabeza, negándose a contestar.
—El caso es que tienes veintisiete años, y ya va siendo hora de que dejes de titubear y te cases con un hombre decente. Por supuesto, ahora lo has hecho casi imposible.
Pero ella no quería a un anciano de marido. Quería más que eso. Quería a un hombre que pudiera…, ni siquiera lo sabía. Un hombre que pudiera hacer algo más que casarse con ella y dejarla sola durante el resto de su vida, eso estaba claro.
Sin embargo, no quería que su familia sufriera a causa de sus locuras. Se miró las manos y dijo la verdad.
—Lo siento.
—Tu arrepentimiento no es suficiente.
La respuesta fue brusca. Más de lo que se hubiera esperado de su hermano gemelo, que había permanecido a su lado desde el nacimiento. Incluso antes. Buscó su mirada castaña, una mirada que conocía al dedillo puesto que era igual que la suya, y lo vio. Incertidumbre. No. Peor. Decepción.
Descendió un escalón para acercarse a él.
—Arthur, ¿qué ha pasado?
Él tragó saliva y negó con la cabeza.
—No es nada. Yo solo… pensé que tal vez teníamos una oportunidad.
—¿Con el duque? —Sus ojos se agrandaron de incredulidad—. No la teníamos, Arthur. Ni siquiera antes de decir lo que dije.
—Con… —Hizo una pausa, serio—. Con un buen partido.
—¿Acaso había un grupo de hombres reclamando conocerme esta noche?
—Estaba Matthew Binghamton.
Ella parpadeó.
—El señor Binghamton es terriblemente aburrido.
—Es tan rico como un rey —le recordó su hermano.
—No lo suficientemente rico como para que me case con él, me temo. La riqueza no compra la personalidad. —Cuando Arthur gruñó, ella continuó—. ¿Tan malo sería que me quedara soltera? Nadie te culpará porque sea incasable. Mi padre es el marqués de Bumble, y tú eres conde y heredero. Podemos prescindir de un buen partido, ¿no?
Aunque estaba totalmente avergonzada por lo que había sucedido, había una parte no pequeña de ella que sentía bastante agradecida por haber terminado con aquella farsa.
Él parecía estar pensando en otra cosa. Algo importante.
—¿Arthur?
—También estaba Friedrich Homrighausen.
—Friedrich… —Felicity ladeó la cabeza, sumida en la confusión—. Arthur, herr Homrighausen llegó a Londres hace una semana. Y no habla inglés.
—No parecía tener problemas con eso.
—¿Y no se te ocurrió que yo sí podría tener problemas con eso, ya que no hablo alemán?
Él levantó un hombro.
—Podrías aprender.
Felicity volvió a parpadear.
—Arthur, no siento ningún deseo de vivir en Baviera.
—He oído que es un lugar muy bonito. Se dice que Homrighausen tiene un castillo —hizo un ademán con la mano—, con torrecillas.
Inclinó la cabeza.
—¿Es que estoy en el mercado en busca de torrecillas?
—Puede que lo estés.
Felicity observó a su hermano durante un rato mientras alguna absurda idea le rondaba la mente, algo que no podía pronunciar en voz alta, así que se decidió.
—¿Arthur?
Antes de que pudiera responder retumbaron media docena de ladridos desde el piso superior, seguidos de unas palabras.
—Oh, santo cielo. Supongo que el baile no salió como estaba planeado, ¿verdad? —La pregunta bajó por la barandilla del primer piso tras las patas de los tres perros salchicha de pelo largo, el orgullo de la Marquesa de Bumble, quien, a pesar de tener la nariz roja por un resfriado que la había mantenido en casa, apareció con toda su elegancia, envuelta en una hermosa bata de color vino y con el pelo plateado cayéndole por los hombros.
—¿Has conocido al duque?
—De hecho, no —respondió Arthur.
La marquesa se giró para lanzar una mirada de decepción a su única hija.
—Oh, Felicity. Eso no puede ser. Los duques no crecen en los árboles, ya lo sabes.
—¿Ah, no? —preguntó ella con descaro, deseando que su gemelo permaneciera callado mientras ella trataba de ahuyentar a los perros, que ya se habían levantado sobre sus patas traseras y estaban pisoteándole el vestido—. ¡Abajo! ¡Fuera!
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