Sarah MacLean - Lady Felicity y el canalla

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Lady Felicity y el canalla: краткое содержание, описание и аннотация

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Un canalla entra en escena… Cuando un misterioso desconocido se cuela en la habitación de lady Felicity Faircloth y le ofrece su ayuda para que consiga pescar a un duque, ella acepta con una sola condición: en su matrimonio no puede faltar la pasión. Lady Felicity hace un pacto peligroso… Hijo bastardo de un duque y rey de las calles oscuras de Londres, Diablo se ha pasado toda la vida haciendo uso de su poder y sacando provecho de todas las oportunidades que se le presentan; y esa solterona es lo que le hace falta para poder llevar a cabo su venganza. Lo único que precisa es convertirla en una mujer irresistible, tender una trampa a su enemigo y destruirlo.Por la promesa de la pasión… Pero cuando se trata de Felicity Faircloth, las cosas son blancas o negras, y ella enseguida decide que prefiere un diablo a un duque. Así que, los planes que Diablo ha trazado tan cuidadosamente se convierten en un caos, y él se verá obligado a elegir entre todo lo que siempre ha querido… y lo único que siempre ha deseado.

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Pero este pro­ble­ma no era ín­fi­mo.

A juz­gar por la mi­ra­da de im­po­ten­cia de su ma­dre, el pro­ble­ma era más gran­de de lo que Fe­li­city se ha­bía ima­gi­na­do.

—¿Qué ha pa­sa­do? —in­qui­rió Fe­li­city an­tes de co­lo­car­se jus­to fren­te a su her­mano—. No. A ella no. Es evi­den­te que yo tam­bién es­toy me­ti­da en esto, así que me gus­ta­ría sa­ber qué ha pa­sa­do.

—Yo po­dría pre­gun­tar lo mis­mo —re­pli­có su ma­dre des­de arri­ba.

Fe­li­city no la miró al res­pon­der.

—Le dije a todo Lon­dres que me iba a ca­sar con el du­que de Mar­wick.

—¡¿Que has he­cho qué ?!

Los pe­rros co­men­za­ron a la­drar de nue­vo, esta vez en­lo­que­ci­dos, mien­tras su ama se su­mía en otro ata­que de tos. Aun así, Fe­li­city no apar­tó la vis­ta de su her­mano.

—Lo sé. Es te­rri­ble. He ar­ma­do un buen lío. Pero no soy la úni­ca… ¿ver­dad? —La mi­ra­da cul­pa­ble de Art­hur se en­con­tró con la suya, y ella re­pi­tió—: ¿Ver­dad?

Él ins­pi­ró pro­fun­da­men­te y lue­go sol­tó todo el aire con len­ti­tud y frus­tra­ción.

—No.

—Algo ha su­ce­di­do.

Él asin­tió.

—Algo re­la­cio­na­do con el di­ne­ro.

Otro asen­ti­mien­to.

—Fe­li­city, no ha­bla­mos de di­ne­ro con los hom­bres.

—Si es así, ma­dre, de­be­rías mar­char­te, por­que ten­go la in­ten­ción de con­ti­nuar con esta con­ver­sa­ción. —Los ojos ma­rro­nes de Art­hur se en­con­tra­ron con los de ella—. Algo re­la­cio­na­do con el di­ne­ro.

Él des­vió la mi­ra­da ha­cia la par­te tra­se­ra de la casa, don­de ha­bía un lar­go y os­cu­ro pa­si­llo que fi­na­li­za­ba en una es­ca­le­ra que subía a los apo­sen­tos del ser­vi­cio, don­de dor­mía una do­ce­na de sir­vien­tes sin sa­ber que su des­tino es­ta­ba en jue­go. Igual que lo ha­bía he­cho Fe­li­city has­ta aho­ra, has­ta que su her­mano, a quien ella ama­ba con todo su co­ra­zón, asin­tió por úl­ti­ma vez.

—No te­ne­mos nada —dijo.

Ella par­pa­deó ante aque­llas pa­la­bras; por más que ha­bía re­cla­ma­do una res­pues­ta, esta era más im­pac­tan­te de lo que es­pe­ra­ba.

—¿Qué quie­res de­cir?

Él se giró, frus­tra­do, y se pasó las ma­nos por el pelo an­tes de vol­ver­se de nue­vo ha­cia ella con los bra­zos abier­tos.

—¿Que qué quie­ro de­cir? Que no hay di­ne­ro.

Ella des­cen­dió del todo la es­ca­le­ra, agi­tan­do la ca­be­za.

—¿Cómo es po­si­ble? Eres Mi­das.

Él rio, aun­que fue un so­ni­do to­tal­men­te exen­to de hu­mor.

—Ya no lo soy.

—No es cul­pa de Art­hur —anun­ció la mar­que­sa de Bum­ble des­de el re­llano—. No sa­bía que era un mal ne­go­cio. Pen­só que los otros hom­bres eran de con­fian­za.

Fe­li­city sa­cu­dió la ca­be­za.

—¿Un mal ne­go­cio?

—No fue un mal ne­go­cio —re­pli­có él en voz baja—. No me es­ta­fa­ron. Yo solo… —Ella se acer­có a él y ex­ten­dió un bra­zo para tra­tar de con­so­lar­lo. Y lue­go aña­dió—: Nun­ca ima­gi­né que lo per­de­ría.

Ella tomó las ma­nos de él en­tre las su­yas.

—Todo irá bien —afir­mó en voz baja—. Solo has per­di­do algo de di­ne­ro.

Todo el di­ne­ro. —Miró sus ma­nos en­tre­la­za­das—. Por Dios, Fe­li­city. Pru no pue­de en­te­rar­se.

Fe­li­city no creía que a su cu­ña­da le im­por­ta­ra lo más mí­ni­mo que Art­hur hu­bie­ra he­cho una mala in­ver­sión. Le son­rió.

—Art­hur. Eres el he­re­de­ro de un mar­que­sa­do. Papá te ayu­da­rá a re­cu­pe­rar tu ne­go­cio y tu repu­tación. Hay tie­rras. Ca­sas. Todo se arre­gla­rá por sí solo.

Art­hur negó con la ca­be­za.

—No, Fe­li­city. Papá in­vir­tió con­mi­go. Todo se ha es­fu­ma­do. Solo nos que­da el tí­tu­lo.

Fe­li­city par­pa­deó y se giró al fin ha­cia su ma­dre, que se­guía de pie con una mano so­bre su pe­cho, y asin­tió.

—Todo.

—¿Cuán­do?

—No es im­por­tan­te.

Ella se vol­vió ha­cia su her­mano.

—De he­cho, creo que sí que lo es. ¿Cuán­do?

Él tra­gó sa­li­va.

—Hace die­ci­ocho me­ses.

La man­dí­bu­la de Fe­li­city se des­en­ca­jó. Die­ci­ocho me­ses. Le ha­bían men­ti­do du­ran­te un año y me­dio. Ha­bían tra­ta­do de ca­sar­la con un mon­tón de hom­bres to­tal­men­te inade­cua­dos para ella, y des­pués la ha­bían en­via­do a una ri­dí­cu­la fies­ta en una re­si­den­cia cam­pes­tre para que se unie­ra a otras cua­tro mu­je­res que in­ten­ta­ban con­ven­cer al du­que de Ha­ven de que acep­ta­ra a al­gu­na de ellas como su se­gun­da es­po­sa. De­be­ría de ha­ber­lo adi­vi­na­do en­ton­ces, jus­to en el mo­men­to en que su ma­dre, quien ado­ra­ba los bue­nos mo­da­les, a sus pe­rros y a sus hi­jos —en ese or­den—, le ha­bía su­ge­ri­do que la idea de que Fe­li­city com­pi­tie­se por la mano del du­que era sen­sa­ta.

De­be­ría de ha­ber­lo sa­bi­do cuan­do su pa­dre se lo per­mi­tió.

Cuan­do su her­mano se lo per­mi­tió.

Ella lo miró.

—El du­que era rico.

Él pes­ta­ñeó.

—¿Cuál de to­dos?

—Los dos. El del ve­rano pa­sa­do. El de esta no­che.

Su her­mano asin­tió.

—Y to­dos los de­más.

—Eran lo su­fi­cien­te­men­te ri­cos.

La san­gre le lle­gó has­ta los oí­dos.

—Te­nía que ca­sar­me con uno de ellos.

Él asin­tió de nue­vo.

—Y ese ma­tri­mo­nio lle­na­ría las ar­cas.

—Esa era la idea.

La ha­bían es­ta­do usan­do du­ran­te un año y me­dio. Ha­cien­do pla­nes sin que ella lo su­pie­ra. Du­ran­te un año y me­dio. Solo ha­bía sido un peón en el jue­go. Negó con la ca­be­za.

—¿Cómo no me di­jis­te que el ob­je­ti­vo era ca­sar­me a cual­quier pre­cio?

—Por­que no lo era. No po­dría ca­sar­te con cual­quie­ra…

Se per­ca­tó de que du­da­ba al fi­nal de la fra­se.

—Sin em­bar­go…

Sus­pi­ró e hizo un ges­to con la mano.

—Sin em­bar­go.

Es­cu­chó las pa­la­bras que se que­da­ron sin pro­nun­ciar.

«Ne­ce­si­tá­ba­mos ese com­pro­mi­so».

No ha­bía di­ne­ro.

—¿Qué hay de los sir­vien­tes?

Él mo­vió la ca­be­za.

—He­mos re­cor­ta­do el per­so­nal en to­das par­tes me­nos aquí.

Fe­li­city imi­tó el ges­to de su her­mano y se vol­vió ha­cia su ma­dre.

—To­das esas ex­cu­sas…, las in­nu­me­ra­bles ra­zo­nes por las que no nos fui­mos al cam­po.

—No que­ría­mos preo­cu­par­te —le res­pon­dió ella—. Ya es­ta­bas tan…

«Aban­do­na­da. Aca­ba­da. Ol­vi­da­da».

Vol­vió a sa­cu­dir la ca­be­za.

—¿Y los arren­da­ta­rios?

Los ar­duos tra­ba­ja­do­res del cam­po. Que de­pen­dían del tí­tu­lo para sub­sis­tir. Para pro­te­ger­los.

—Aho­ra se que­dan con lo que con­si­guen —res­pon­dió Art­hur—. Son ellos quie­nes co­mer­cian con su pro­pio ga­na­do y arre­glan sus pro­pias ca­sas.

Es­ta­ban pro­te­gi­dos, pero no por el tí­tu­lo al que es­ta­ba ata­da la tie­rra.

No ha­bía di­ne­ro. Nada que pu­die­ra sal­va­guar­dar las tie­rras para las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes, para los hi­jos de los arren­da­ta­rios. Para el hijo pe­que­ño de Art­hur y el se­gun­do que es­ta­ba en ca­mino. Para su pro­pio fu­tu­ro, si no se ca­sa­ba.

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