Sarah MacLean - Lady Felicity y el canalla

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Lady Felicity y el canalla: краткое содержание, описание и аннотация

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Un canalla entra en escena… Cuando un misterioso desconocido se cuela en la habitación de lady Felicity Faircloth y le ofrece su ayuda para que consiga pescar a un duque, ella acepta con una sola condición: en su matrimonio no puede faltar la pasión. Lady Felicity hace un pacto peligroso… Hijo bastardo de un duque y rey de las calles oscuras de Londres, Diablo se ha pasado toda la vida haciendo uso de su poder y sacando provecho de todas las oportunidades que se le presentan; y esa solterona es lo que le hace falta para poder llevar a cabo su venganza. Lo único que precisa es convertirla en una mujer irresistible, tender una trampa a su enemigo y destruirlo.Por la promesa de la pasión… Pero cuando se trata de Felicity Faircloth, las cosas son blancas o negras, y ella enseguida decide que prefiere un diablo a un duque. Así que, los planes que Diablo ha trazado tan cuidadosamente se convierten en un caos, y él se verá obligado a elegir entre todo lo que siempre ha querido… y lo único que siempre ha deseado.

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Pues ya no.

Por­que se­gu­ra­men­te no ha­bía hom­bre en la tie­rra que fue­ra más apues­to que este. Su as­pec­to acom­pa­ña­ba por com­ple­to al so­ni­do de su voz: como un mur­mu­llo gra­ve, lí­qui­do. Como la ten­ta­ción. «Como el pe­ca­do».

Un lado de su cara per­ma­ne­cía en la som­bra, pero el que po­día ver… era glo­rio­so. Un ros­tro lar­go y del­ga­do, de án­gu­los afi­la­dos y hue­cos som­brea­dos, de ce­jas os­cu­ras y ar­quea­das y la­bios lle­nos, con unos ojos que bri­lla­ban re­ple­tos de co­no­ci­mien­to, algo que su­po­nía que no com­par­ti­ría, y una na­riz que aver­gon­za­ría a la reale­za, per­fec­ta­men­te rec­ta, como si hu­bie­ra sido es­cul­pi­da por una hoja afi­la­da y de­ci­di­da.

Te­nía el pelo os­cu­ro y bas­tan­te cor­to, su­fi­cien­te como para po­der apre­ciar la re­don­da for­ma de su ca­be­za.

—Su ca­be­za es per­fec­ta.

Él son­rió.

—Siem­pre lo he pen­sa­do.

Ella dejó caer la vela y lo de­vol­vió a las som­bras.

—Quie­ro de­cir que tie­ne una for­ma per­fec­ta. ¿Cómo con­si­gue cor­tar­se el pelo tan cer­ca del cue­ro ca­be­llu­do?

Él dudó an­tes de con­tes­tar.

—Lo hace una mu­jer en la que con­fío.

Ella ar­queó las ce­jas ante la ines­pe­ra­da res­pues­ta.

—¿Sabe ella que está aquí?

—No, no lo sabe.

—Bueno, ya que ella sue­le acer­car una cu­chi­lla a su ca­be­za, será me­jor que se mar­che an­tes de que se lle­ve un dis­gus­to.

Se oyó un ru­mor gra­ve, y se le cor­tó la res­pi­ra­ción. ¿Era risa?

—No an­tes de que me diga por qué min­tió.

Fe­li­city sa­cu­dió la ca­be­za.

—Como ya he di­cho, se­ñor, no ten­go la cos­tum­bre de con­ver­sar con ex­tra­ños. Por fa­vor, vá­ya­se. Sal­ga del mis­mo modo que ha en­tra­do. —Hizo una pau­sa—. Por cier­to, ¿cómo ha en­tra­do?

—Tie­ne un bal­cón, Ju­lie­ta.

—Tam­bién ten­go una ha­bi­ta­ción en el ter­cer piso, no Romeo.

—Y una ro­bus­ta ce­lo­sía.

Per­ci­bió una chis­pa de pe­re­zo­sa di­ver­sión en sus pa­la­bras.

—Subió por la ce­lo­sía.

—En efec­to, lo hice.

Siem­pre se ha­bía ima­gi­na­do que al­guien tre­pa­ra por esa ce­lo­sía. Pero no que fue­ra un cri­mi­nal que vi­nie­ra a… ¿A qué ha­bía ve­ni­do?

—En­ton­ces su­pon­go que el bas­tón no le sir­ve de apo­yo.

—No es ese tipo de apo­yo, no.

—¿Es un arma?

—Todo es un arma si uno sabe usar­la.

—Ex­ce­len­te con­se­jo, ya que pa­re­ce que hay un in­tru­so en mi ha­bi­ta­ción.

Él chas­queó la len­gua.

—Pero uno amis­to­so.

—Oh, sí… —se bur­ló—, amis­to­so es la pri­me­ra pa­la­bra que usa­ría para des­cri­bir­le.

—Si fue­ra a se­cues­trar­la y lle­var­la has­ta mi gua­ri­da, ya lo ha­bría he­cho.

—¿Tie­ne una gua­ri­da?

—De he­cho, sí que la ten­go, pero no ten­go in­ten­ción de lle­var­la allí. Esta no­che no.

lady Fe­li­city men­ti­ría si di­je­ra que la úl­ti­ma fra­se no le so­na­ba emo­cio­nan­te.

—Ah, eso me per­mi­ti­rá dor­mir bien en el fu­tu­ro —afir­mó.

Él sol­tó una risa sua­ve y gra­ve, jus­to como la luz que ilu­mi­na­ba la ha­bi­ta­ción.

—Fe­li­city Fair­cloth, no es us­ted lo que es­pe­ra­ba.

—Lo dice como si fue­ra un cum­pli­do.

—Lo es.

—¿Se­gui­rá sién­do­lo cuan­do le gol­pee en toda la ca­be­za con este can­de­la­bro?

—No va a he­rir­me —le con­tes­tó él.

A Fe­li­city no le gus­tó lo bien que pa­re­cía en­ten­der que lo que aca­ba­ba de de­cir no era más que pura bra­vu­co­ne­ría.

—Pa­re­ce te­rri­ble­men­te se­gu­ro de sí mis­mo para ser al­guien que no me co­no­ce.

—La co­noz­co, Fe­li­city Fair­cloth. La co­no­cí en el mo­men­to en que la vi en el bal­cón del in­ver­na­de­ro clau­su­ra­do de Mar­wick. Lo úni­co que no co­no­cía era el co­lor de ese ves­ti­do.

Ella se miró el ves­ti­do, que ya ha­bía vis­to dos tem­po­ra­das y te­nía el co­lor de sus me­ji­llas.

—Es rosa.

—No es solo rosa —aña­dió en un tono mis­te­rio­so lleno de pro­me­sas y de algo más que a ella no le gus­tó—. Es el co­lor del cie­lo de De­von al ama­ne­cer.

Tam­po­co le gus­tó la for­ma en que aque­llas pa­la­bras pa­re­cie­ron lle­nar­la, como si al­gún día fue­ra a ver ese cie­lo pen­san­do en ese hom­bre y en ese mo­men­to. Como si pu­die­ra de­jar­le una mar­ca que no se­ría ca­paz de bo­rrar.

—Res­pon­da a mi pre­gun­ta y me mar­cha­ré. ¿Por qué min­tió?

—No lo re­cuer­do.

—Sí, sí que lo re­cuer­da. ¿Por qué min­tió a ese mon­tón de des­gra­cia­dos?

La des­crip­ción era tan ri­dí­cu­la que casi se rio. Casi. Pero él no pa­re­cía en­con­trar­lo di­ver­ti­do.

—No son tan des­gra­cia­dos.

—Son aris­tó­cra­tas pre­ten­cio­sos y mal­cria­dos con las ca­be­zas tan me­ti­das en el culo del res­to que no tie­nen ni idea de que el mun­do avan­za rá­pi­da­men­te y pron­to otros ocu­pa­rán su lu­gar.

Se le des­en­ca­jó la man­dí­bu­la.

—Pero a us­ted, Fe­li­city Fair­cloth —dio dos gol­pes de bas­tón en su bota—, na­die le va a arre­ba­tar su lu­gar, así que se lo pre­gun­ta­ré de nue­vo: ¿por qué min­tió?

Ya fue­ra por lo sor­pren­di­da que es­ta­ba ante su aná­li­sis o por la ma­ne­ra tan ob­je­ti­va en que lo ha­bía ex­pre­sa­do, Fe­li­city le res­pon­dió.

—Na­die desea mi lu­gar. —Él no ha­bló, así que ella lle­nó el si­len­cio—. Lo que quie­ro de­cir es que… mi lu­gar no exis­te. No está en nin­gu­na par­te. An­tes es­tu­vo con ellos, pero en­ton­ces… —Su voz se fue apa­gan­do. Se en­co­gió de hom­bros—. Soy in­vi­si­ble. —Y des­pués, sin po­der evi­tar­lo, aña­dió en voz baja—: Que­ría cas­ti­gar­los. Y que­ría que desea­ran que vol­vie­ra.

Odia­ba la ver­dad de aque­llas pa­la­bras. ¿No de­be­ría ser lo su­fi­cien­te­men­te fuer­te como para dar­les la es­pal­da? ¿No de­be­ría im­por­tar­le me­nos? Odia­ba la de­bi­li­dad que mos­tra­ba.

Y lo odia­ba a él por obli­gar­la a ex­po­ner­la.

Es­pe­ró a que él res­pon­die­ra des­de la os­cu­ri­dad mien­tras re­cor­dó con ex­tra­ñe­za aque­lla vez que ha­bía vi­si­ta­do la Real So­cie­dad En­to­mo­ló­gi­ca y ha­bía vis­to una enor­me ma­ri­po­sa atra­pa­da en ám­bar. Her­mo­sa, de­li­ca­da y per­fec­ta­men­te con­ser­va­da, pero con­ge­la­da en el tiem­po por siem­pre.

Aquel hom­bre no la cap­tu­ra­ría. Ese día no.

—Creo que voy a lla­mar al ser­vi­cio para que ven­gan a sa­car­lo de aquí. Ha de sa­ber que mi pa­dre es un mar­qués, y es bas­tan­te ile­gal en­trar en la casa de un aris­tó­cra­ta sin per­mi­so.

—Es bas­tan­te ile­gal en­trar en la casa de cual­quie­ra sin per­mi­so, Fe­li­city Fair­cloth, pero ¿le gus­ta­ría que le di­je­ra que es­toy bas­tan­te im­pre­sio­na­do por el tí­tu­lo de su pa­dre y tam­bién por el de su her­mano?

—¿Por qué de­be­ría ser la úni­ca que mien­te esta no­che?

Se hizo una pau­sa.

—Así que lo ad­mi­te.

—No ten­go más re­me­dio. Ma­ña­na lo sa­brá todo Lon­dres. Fe­li­city, la fe­liz, con su fal­so fan­to­che.

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