Sarah MacLean - Lady Felicity y el canalla

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Lady Felicity y el canalla: краткое содержание, описание и аннотация

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Un canalla entra en escena… Cuando un misterioso desconocido se cuela en la habitación de lady Felicity Faircloth y le ofrece su ayuda para que consiga pescar a un duque, ella acepta con una sola condición: en su matrimonio no puede faltar la pasión. Lady Felicity hace un pacto peligroso… Hijo bastardo de un duque y rey de las calles oscuras de Londres, Diablo se ha pasado toda la vida haciendo uso de su poder y sacando provecho de todas las oportunidades que se le presentan; y esa solterona es lo que le hace falta para poder llevar a cabo su venganza. Lo único que precisa es convertirla en una mujer irresistible, tender una trampa a su enemigo y destruirlo.Por la promesa de la pasión… Pero cuando se trata de Felicity Faircloth, las cosas son blancas o negras, y ella enseguida decide que prefiere un diablo a un duque. Así que, los planes que Diablo ha trazado tan cuidadosamente se convierten en un caos, y él se verá obligado a elegir entre todo lo que siempre ha querido… y lo único que siempre ha deseado.

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Cuan­do ella in­ha­ló con brus­que­dad, él apar­tó la cara de la luz.

—Una lás­ti­ma. Es­pe­ra­ba con an­sias el ser­món que pa­re­cía es­tar a pun­to de dar­me. No pen­sa­ba que se des­ani­ma­ría tan fá­cil­men­te.

—Oh, no es­toy en ab­so­lu­to des­ani­ma­da. De he­cho, es­toy agra­de­ci­da de que ya no sea el hom­bre más per­fec­to que haya vis­to nun­ca.

Él se vol­vió y su os­cu­ra mi­ra­da bus­có la de ella.

—¿Agra­de­ci­da?

—En efec­to. Nun­ca he en­ten­di­do del todo qué es lo que se debe ha­cer con hom­bres ex­tre­ma­da­men­te per­fec­tos.

Él le­van­tó una ceja.

—Lo que se hace con ellos.

—Ade­más de lo ob­vio.

Aho­ra in­cli­nó la ca­be­za.

—¿Lo ob­vio?

—Mi­rar­los.

—Ah… —res­pon­dió.

—En cual­quier caso, aho­ra me sien­to mu­cho más có­mo­da.

—¿Por­que ya no soy per­fec­to?

—To­da­vía está muy cer­ca de pa­re­cer­lo, pero ya no es el hom­bre más apues­to que haya co­no­ci­do nun­ca —min­tió.

—Creo que de­be­ría sen­tir­me in­sul­ta­do, pero lo su­pe­raré. Por cu­rio­si­dad, ¿quién ha usur­pa­do mi trono?

«Na­die. Si aca­so, la ci­ca­triz le hace más apues­to».

Pero ese no era el tipo de hom­bre al que po­día de­cir­le aque­llo.

—Téc­ni­ca­men­te, él te­nía el trono an­tes que us­ted. Sim­ple­men­te ha vuel­to a re­cla­mar­lo.

—Agra­de­ce­ría un nom­bre, lady Fe­li­city.

—¿Cómo lo lla­mó an­tes? ¿Mi po­li­lla?

Se que­dó com­ple­ta­men­te quie­to por un mo­men­to, pero no lo su­fi­cien­te como para que una per­so­na nor­mal se die­ra cuen­ta.

Fe­li­city sí se dio cuen­ta.

—Creí que ya se lo es­pe­ra­ba —dijo en tono bur­lón—. Dado que se ha ofre­ci­do a con­se­guir­lo para mí.

—La ofer­ta si­gue en pie, aun­que no en­cuen­tro al du­que apues­to. En ab­so­lu­to.

—No es ne­ce­sa­rio de­ba­tir so­bre ello. Ese hom­bre es em­pí­ri­ca­men­te atrac­ti­vo.

—Mmm… —re­pli­có, apa­ren­te­men­te sin es­tar con­ven­ci­do—. Dí­ga­me por qué min­tió.

—Dí­ga­me us­ted por qué está tan dis­pues­to a ayu­dar­me a arre­glar­lo.

Él le sos­tu­vo la mi­ra­da du­ran­te un buen rato.

—¿Me cree­ría si le digo que soy un buen sa­ma­ri­tano?

—No. ¿Por qué es­ta­ba fue­ra del bai­le de Mar­wick? ¿Qué sig­ni­fi­ca él para us­ted?

Él le­van­tó un hom­bro y des­pués lo dejó caer.

—Dí­ga­me por qué no cree que él es­ta­ría en­can­ta­do de pro­me­ter­se con us­ted.

Ella son­rió.

—En pri­mer lu­gar, por­que no tie­ne ni idea de quién soy.

Un lado de su boca se mo­vió, y ella se pre­gun­tó cómo se­ría ver­lo son­reír por com­ple­to.

Tras de­jar a un lado ese es­tú­pi­do pen­sa­mien­to, con­ti­nuó.

—Y, como dije, los hom­bres ex­tre­ma­da­men­te apues­tos no me sir­ven.

—Eso no es lo que dijo —res­pon­dió él—. Dijo que no es­ta­ba se­gu­ra de qué se de­bía ha­cer con los hom­bres en ex­tre­mo apues­tos.

Ella pen­só por un mo­men­to.

—Am­bos enun­cia­dos son cier­tos.

—¿Por qué cree que Mar­wick no le ser­vi­ría?

Ella frun­ció el ceño.

—Creo que eso se­ría ob­vio.

—No lo es.

Se re­sis­tió a con­tes­tar, y cru­zó los bra­zos como si qui­sie­ra pro­te­ger­se.

—Esa es una pre­gun­ta gro­se­ra.

—Tam­bién ha sido gro­se­ro por mi par­te tre­par por la ce­lo­sía e in­va­dir su dor­mi­to­rio.

—Así es. —Y en­ton­ces, por al­gún mo­ti­vo que nun­ca lle­ga­ría a com­pren­der, res­pon­dió a su pre­gun­ta, de­jan­do que la frus­tra­ción, la preo­cu­pa­ción y una sen­sa­ción muy real de rui­na in­mi­nen­te se apo­de­ra­ran de ella—. Por­que soy el epí­to­me de lo or­di­na­rio. Por­que no soy her­mo­sa, ni en­tre­te­ni­da, ni una con­ver­sa­do­ra ejem­plar. Y aun­que una vez pen­sé que era im­po­si­ble que aca­ba­ra sien­do una sol­te­ro­na ma­du­ra, aquí es­ta­mos, y na­die me ha que­ri­do de ver­dad. Y no es­pe­ro que las co­sas co­mien­cen a cam­biar aho­ra con un apues­to du­que.

Él per­ma­ne­ció en si­len­cio du­ran­te bas­tan­te tiem­po, y la ver­güen­za que sen­tía la so­fo­ca­ba.

—Por fa­vor, vá­ya­se —aña­dió al fin.

—Con­mi­go sí pa­re­ce ser una con­ver­sa­do­ra ejem­plar.

Ella ig­no­ró el he­cho de que él no se mos­tra­ra en desacuer­do con el res­to de sus des­crip­cio­nes.

—Es us­ted un ex­tra­ño en la os­cu­ri­dad. Todo es más fá­cil a os­cu­ras.

—Nada es más fá­cil a os­cu­ras —la con­tra­di­jo él—, pero eso es irre­le­van­te. Está equi­vo­ca­da, y por eso es­toy aquí.

—¿Para con­ven­cer­me de que soy una bue­na con­ver­sa­do­ra?

Unos dien­tes bri­lla­ron y se puso en pie, lle­nan­do la ha­bi­ta­ción con su al­tu­ra. Los ner­vios de Fe­li­city re­vo­lo­tea­ron en su in­te­rior al con­tem­plar su fi­gu­ra, her­mo­sa­men­te es­bel­ta, de an­chos hom­bros y es­tre­chas ca­de­ras.

—He ve­ni­do a dar­le lo que desea, Fe­li­city Fair­cloth.

La pro­me­sa es­con­di­da en ese su­su­rro re­co­rrió todo su cuer­po. ¿Era mie­do lo que sen­tía? ¿O algo más? Negó con la ca­be­za.

—Pero no pue­de ha­cer­lo. Na­die pue­de.

—Quie­re el fue­go —dijo en voz baja.

Ella vol­vió a ne­gar.

—No, no lo quie­ro.

—Por su­pues­to que sí. Pero no es eso todo lo que desea, ¿ver­dad? —Dio un paso más ha­cia ella, y ella pudo oler­lo, cá­li­do y ahu­ma­do, como si pro­ce­die­ra de al­gún lu­gar prohi­bi­do—. Lo quie­re todo. El mun­do, el hom­bre, el di­ne­ro, el po­der. Y algo más, tam­bién. —Se acer­có to­da­vía más, abru­mán­do­la con su al­tu­ra y su em­bria­ga­do­ra y ten­ta­do­ra ca­li­dez—. Algo más. —Sus pa­la­bras se con­vir­tie­ron en un su­su­rro—. Algo se­cre­to.

Ella dudó y odió que él, ese ex­tra­ño, pa­re­cie­ra co­no­cer­la tan bien.

Odió su de­seo de res­pon­der­le. Odió ha­ber­lo he­cho.

—Más de lo que pue­do te­ner.

—¿Y quién ha di­cho eso, mi­lady ? ¿Quién le ha di­cho que no pue­de te­ner­lo todo?

Ella le miró la mano. El man­go pla­tea­do del bas­tón re­lu­cía en­tre sus lar­gos y fuer­tes de­dos, y el ani­llo de pla­ta de su ín­di­ce le lan­za­ba des­te­llos. Es­tu­dió el pa­trón del me­tal para tra­tar de dis­cer­nir la for­ma que se ocul­ta­ba en el bas­tón. Des­pués de lo que pa­re­ció una eter­ni­dad, ella lo miró.

—¿Tie­ne un nom­bre?

—Dia­blo.

Su co­ra­zón se ace­le­ró al es­cu­char esa pa­la­bra, que pa­re­cía to­tal­men­te ri­dí­cu­la pero sen­ci­lla­men­te per­fec­ta.

—Ese no es su ver­da­de­ro nom­bre.

—Es ex­tra­ño el va­lor que le da­mos a los nom­bres, ¿no cree, Fe­li­city Fair­cloth? Llá­me­me como quie­ra, pero soy el hom­bre que pue­de dár­se­lo todo. Todo lo que desee.

Ella no le cre­yó. Es­ta­ba cla­ro. En ab­so­lu­to.

—¿Por qué yo?

Él ten­dió en­ton­ces su mano ha­cia ella, y ella supo que de­be­ría ha­ber re­tro­ce­di­do. Sa­bía que no de­be­ría ha­ber per­mi­ti­do que la to­ca­se, so­bre todo cuan­do sus de­dos le re­co­rrie­ron la me­ji­lla iz­quier­da de­jan­do un ras­tro de fue­go a su paso, como si es­tu­vie­sen de­jan­do su mar­ca so­bre ella, la mar­ca de su pre­sen­cia.

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