La respuesta la atravesó en un susurro, la promesa de algo peligroso. Pero, a pesar de ello, todavía sentía aquella profunda tentación. Aunque primero debía asegurarse.
—Si acepto…
Esa sonrisa de nuevo, como si fuera un gato delante de un canario.
— Si acepto … —repitió frunciendo el ceño—, ¿él no negará el compromiso?
Diablo inclinó la cabeza.
—Nadie se enterará nunca de su mentira, Felicity.
—¿Y me querrá?
—Como al aire que respira —le respondió, y sus palabras sonaron a una maravillosa promesa.
No era posible. Ese hombre no era el diablo. E incluso aunque lo fuera, ni siquiera Dios podría borrar los acontecimientos de esa noche y hacer que el duque de Marwick se casara con ella.
Pero ¿y si pudiera?
Los tratos tenían doble filo, y este hombre parecía más excitante que la mayoría.
Quizás si no conseguía la pasión imposible que él le prometía, podría obtener algo distinto. Se enfrentó a su mirada.
—¿Y si no puede hacerlo? ¿Me deberá usted un favor?
Él se quedó en silencio antes de contestar.
—¿Está segura de que desea que Diablo le deba un favor?
—Me parece que sería un favor mucho más útil que el de alguien que sea bueno todo el tiempo —señaló.
La ceja que quedaba sobre su cicatriz se elevó divertida.
—Me parece justo. Si fracaso, puede reclamarme un favor.
Ella asintió y extendió la mano para estrechar la de él, algo de lo que se arrepintió en el momento en que su enorme mano tomó la de ella. Era cálida y grande, con la palma áspera, como si realizara trabajos de los que no solían ocuparse los caballeros.
Era deliciosa, y ella la soltó de inmediato.
—No debería haber aceptado —manifestó él.
—¿Por qué no?
—Porque los tratos en la oscuridad no conducen a nada bueno. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita—. La veré dentro de dos noches, a menos que me necesite antes. —Dejó caer la tarjeta en la mesita junto a la silla que Felicity pensó que él nunca abandonaría—. Cierre esa puerta con llave cuando salga. No querrá que entre ningún bellaco mientras duerme.
—Las cerraduras no han impedido que entre el primer bellaco esta noche.
Él sonrió de lado.
—No es la única que sabe forzar cerraduras en Londres, querida.
Ella se sonrojó cuando él inclinó el sombrero y salió a través de las puertas del balcón antes de que ella pudiera negar que forzara cerraduras, y su bastón plateado brilló bajo la luz de la luna.
Para cuando ella llegó al borde del balcón, él ya había desaparecido, amparado por la noche.
Volvió a entrar y cerró la puerta con llave para después fijar la mirada en la tarjeta de visita.
La levantó y estudió la elaborada insignia que contenía:
En la parte trasera había una dirección —una calle de la que nunca había oído hablar— y, debajo de ella, con la misma caligrafía masculina, había escrita la siguiente frase:
«Diablo le da la bienvenida».
Dos noches después, mientras los últimos rayos del sol se desvanecían en la oscuridad, los Bastardos Bareknuckle recorrían las sucias calles de los rincones más apartados de Covent Garden, donde el barrio popular por sus tabernas y teatros daba paso al conocido por el crimen y la crueldad.
Covent Garden era un laberinto de calles estrechas que se retorcían y giraban sobre sí mismas de forma que sus ignorantes visitantes quedaban atrapados en su telaraña. Un solo giro equivocado después de salir del teatro, y cualquier ricachón podía verse despojado de su cartera y arrojado a la cloaca, o algo peor. Las calles que conducían hacia el interior del suburbio del Garden no eran amables con los extraños —en especial con caballeros impecables vestidos con atuendos todavía más impecables—, pero Diablo y Whit no eran impecables ni tampoco eran caballeros, y todo el mundo sabía que era mejor no cruzarse con los Bastardos Bareknuckle fueran como fueran vestidos.
Es más, los hermanos eran venerados en el vecindario, pues ellos también provenían de los bajos fondos, habían peleado, robado y dormido entre la inmundicia con muchos de ellos, y a nadie le gustaba tanto un rico como a los pobres que habían tenido los mismos comienzos. No hacía daño a nadie que la mayoría de los negocios de los Bastardos se cerraran en ese suburbio en particular, donde había hombres fuertes y mujeres inteligentes que trabajaban para ellos y buenos chicos y chicas listas que permanecían atentos ante cualquier cosa extraña que sucediera para informar de sus hallazgos a cambio de una corona de oro fino.
Allí, una corona podía alimentar a una familia durante un mes, y los Bastardos se gastaban el dinero en la chusma como si fuera agua, lo que los convertía a ellos —y a sus negocios— en intocables.
—Señor Bestia. —Una niña pequeña tiró de la pernera del pantalón de Whit, usando el nombre que él utilizaba con todos menos con su hermano—. ¡Aquí! ¿Cuándo vamos a tomar helado de limón otra vez?
Whit se detuvo y se agachó, su voz áspera por el desuso y con el profundo acento de su juventud, que solo regresaba cuando estaba allí:
—Escucha, muñeca. No se habla de helado en la calle.
Los brillantes ojos azules de la niña se abrieron de par en par.
Whit le revolvió el pelo.
—Guarda nuestros secretos y tendrás tus dulces de limón, no te preocupes. —Un hueco en la sonrisa de la niña indicó que acababa de perder un diente. Whit le indicó que se marchara—. Ve a buscar a tu mamá. Dile que iré a buscar mi ropa limpia cuando termine en el almacén.
La niña corrió como un rayo.
Los hermanos reanudaron su camino.
—Está bien que le des a Mary tu ropa sucia —dijo Diablo.
Whit gruñó.
El suyo era uno de los pocos arrabales de Londres que disponía de agua fresca comunitaria, porque los Bastardos Bareknuckle se habían asegurado de ello. También se habían asegurado de que hubiera un cirujano y un sacerdote, y una escuela donde los pequeños pudieran aprender las letras antes de verse obligados a salir a las calles y encontrar trabajo. Pero los Bastardos no podían conseguirlo todo y, de todas formas, los pobres que vivían allí eran demasiado orgullosos para aceptarlo.
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