Sarah MacLean - Lady Felicity y el canalla

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Lady Felicity y el canalla: краткое содержание, описание и аннотация

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Un canalla entra en escena… Cuando un misterioso desconocido se cuela en la habitación de lady Felicity Faircloth y le ofrece su ayuda para que consiga pescar a un duque, ella acepta con una sola condición: en su matrimonio no puede faltar la pasión. Lady Felicity hace un pacto peligroso… Hijo bastardo de un duque y rey de las calles oscuras de Londres, Diablo se ha pasado toda la vida haciendo uso de su poder y sacando provecho de todas las oportunidades que se le presentan; y esa solterona es lo que le hace falta para poder llevar a cabo su venganza. Lo único que precisa es convertirla en una mujer irresistible, tender una trampa a su enemigo y destruirlo.Por la promesa de la pasión… Pero cuando se trata de Felicity Faircloth, las cosas son blancas o negras, y ella enseguida decide que prefiere un diablo a un duque. Así que, los planes que Diablo ha trazado tan cuidadosamente se convierten en un caos, y él se verá obligado a elegir entre todo lo que siempre ha querido… y lo único que siempre ha deseado.

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Pero el ar­dor que pro­vo­ca­ba su tac­to no se pa­re­cía en nada al do­lor. Es­pe­cial­men­te cuan­do res­pon­dió.

—¿Por qué no?

¿Por qué no ella? ¿Por qué no de­be­ría te­ner lo que desea­ba? ¿Por qué no de­be­ría ha­cer un tra­to con este dia­blo que ha­bía apa­re­ci­do de la nada y que pron­to des­apa­re­ce­ría?

—De­seo no ha­ber men­ti­do —dijo.

—No pue­do cam­biar el pa­sa­do. Solo el fu­tu­ro. Pero pue­do cum­plir su pro­me­sa.

—¿Con­ver­tir la paja en oro?

—Ah, así que es­ta­mos en un cuen­to, des­pués de todo.

Ha­cía que todo pa­re­cie­ra tan fá­cil, tan po­si­ble, como si pu­die­ra ha­cer un mi­la­gro en la no­che sin es­fuer­zo al­guno.

Cla­ro que era una lo­cu­ra. No po­día cam­biar lo que ella ha­bía di­cho. La men­ti­ra que ha­bía con­ta­do, la ma­yor de to­das. Las puer­tas se ha­bían ce­rra­do en torno a ella esa no­che, blo­queán­do­le cual­quier ca­mino po­si­ble, cer­ce­nan­do su fu­tu­ro y el fu­tu­ro de su fa­mi­lia. Re­cor­dó la im­po­ten­cia de Art­hur. La de­ses­pe­ra­ción de su ma­dre. La re­sig­na­ción de am­bos. Como ce­rra­du­ras que no se po­dían for­zar.

Y aho­ra, ese hom­bre… blan­día una lla­ve.

—¿Pue­de ha­cer­lo reali­dad?

Él giró la mano, y ella sin­tió su ca­lor con­tra la me­ji­lla y a lo lar­go de su man­dí­bu­la y, du­ran­te un fu­gaz ins­tan­te, Dia­blo se con­vir­tió en el rey de las ha­das, que la te­nía cau­ti­va.

—El com­pro­mi­so es fá­cil. Pero eso no es todo lo que desea, ¿ver­dad?

¿Cómo lo sa­bía?

Su tac­to pren­dió fue­go por su cue­llo, y sus de­dos le be­sa­ron la cur­va del hom­bro.

—Cuén­te­me el res­to, Fe­li­city Fair­cloth. ¿Qué más desea la prin­ce­sa de la to­rre? Que el mun­do esté a sus pies, que su fa­mi­lia sea rica de nue­vo, y…

Las pa­la­bras se fue­ron apa­gan­do y lle­na­ron la ha­bi­ta­ción has­ta que la res­pues­ta bro­tó de lo más pro­fun­do de Fe­li­city.

—Quie­ro que él sea la po­li­lla. —Él le­van­tó la mano de su piel, y ella sin­tió una agu­da pér­di­da—. De­seo ser el fue­go.

Dia­blo asin­tió, sus la­bios se cur­va­ron como el pe­ca­do, sus ojos in­co­lo­ros se os­cu­re­cie­ron en­tre las som­bras y ella se pre­gun­tó si se sen­ti­ría me­nos cau­ti­va si pu­die­ra ver su co­lor.

—Desea que se sien­ta atraí­do por us­ted.

Un re­cuer­do le so­bre­vino, un ma­ri­do de­ses­pe­ra­do por su mu­jer. Un hom­bre de­ses­pe­ra­do por su amor. Una pa­sión que no se po­día ne­gar, todo por una mu­jer que po­seía todo el po­der.

—Sí.

—Ten­ga cui­da­do con la ten­ta­ción, mi­lady . Es una pa­la­bra pe­li­gro­sa.

—Hace que sue­ne como si ya la hu­bie­ra ex­pe­ri­men­ta­do.

—Eso es por­que lo he he­cho.

—¿Su bar­be­ra? —¿Se­ría esa mu­jer su es­po­sa? ¿Su aman­te? ¿Su amor? ¿Por qué le im­por­ta­ba a Fe­li­city?

—La pa­sión que­ma en am­bos sen­ti­dos.

—No tie­ne por qué —dijo, sin­tién­do­se de re­pen­te pro­fun­da y ex­tra­ña­men­te có­mo­da con ese hom­bre al que no co­no­cía—. Es­pe­ro po­der lle­gar a amar a mi es­po­so, pero no ten­go por qué es­tar con­su­mi­da por él.

—Quie­re ser us­ted quien lo con­su­ma.

Que­ría que ser desea­da. Más allá de la ra­zón. Desea­ba que se mu­rie­ran por ella.

—Quie­re que vue­le has­ta su lla­ma.

«Im­po­si­ble».

—Cuan­do las es­tre­llas te ig­no­ran —re­pu­so ella—, te pre­gun­tas si al­gu­na vez se­rás ca­paz de bri­llar. —In­me­dia­ta­men­te aver­gon­za­da por las pa­la­bras, Fe­li­city se dio la vuel­ta y rom­pió el he­chi­zo. Se acla­ró la gar­gan­ta—. No im­por­ta. No pue­de cam­biar el pa­sa­do. No pue­de bo­rrar mi men­ti­ra y con­ver­tir­la en ver­dad. No pue­de ha­cer que me desee. No po­dría ni aun­que fue­ra el dia­blo. Es im­po­si­ble.

—Po­bre Fe­li­city Fair­cloth, tan preo­cu­pa­da por lo im­po­si­ble.

—Era una men­ti­ra —pro­cla­mó—. Ni si­quie­ra he co­no­ci­do al du­que.

—Y aquí tie­ne la ver­dad… El du­que de Mar­wick no ig­no­ra­rá su re­cla­mo.

Im­po­si­ble. Y aun así, una pe­que­ña par­te de ella es­pe­ra­ba que fue­ra ver­dad. De ser­lo, po­dría ser ca­paz de sal­var­los a to­dos.

—¿Cómo?

Él son­rió.

—La ma­gia de Dia­blo.

Ella le­van­tó una ceja.

—Si pue­de con­se­guir­lo, se­ñor, se ha­brá ga­na­do su es­tú­pi­do nom­bre.

—La ma­yo­ría de la gen­te opi­na que mi nom­bre es in­quie­tan­te.

—Yo no soy la ma­yo­ría de la gen­te.

—Eso es cier­to, es Fe­li­city Fair­cloth.

No le gus­ta­ba la ca­li­dez que se ex­ten­dió a tra­vés de ella al es­cu­char esas pa­la­bras, así que las ig­no­ró.

—¿Y lo ha­ría por­que tie­ne un co­ra­zón bon­da­do­so? Per­dó­ne­me si no me lo creo, Dia­blo.

Él in­cli­nó la ca­be­za.

—Por su­pues­to que no. No hay nada bueno en mi co­ra­zón. Cuan­do esté he­cho y lo haya con­se­gui­do, tan­to su co­ra­zón como su men­te, ven­dré a co­brar mi deu­da.

—Su­pon­go que esta es la par­te en la que me dice que su deu­da será mi pri­mo­gé­ni­to.

Él se rio. Su risa so­na­ba con­te­ni­da y se­cre­ta, como si hu­bie­ra di­cho algo más di­ver­ti­do de lo que ella pen­sa­ba, an­tes de con­ti­nuar.

—¿Qué ha­ría yo con un bebé llo­rón?

Sus la­bios se cur­va­ron al es­cu­char­lo.

—No ten­go nada que dar­le.

La miró du­ran­te un lar­go mo­men­to.

—Se ven­de mal, Fe­li­city Fair­cloth.

—A mi fa­mi­lia ya no le que­da di­ne­ro —afir­mó—. Us­ted mis­mo lo ha di­cho.

—Si lo tu­vie­ra no es­ta­ría en este aprie­to, ¿ver­dad?

Ella frun­ció el ceño ante su ob­je­ti­va eva­lua­ción de los he­chos, ante la im­po­ten­cia que le pro­vo­ca­ron aque­llas las pa­la­bras.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Que el con­de de Grout y el mar­qués de Bum­ble han per­di­do una for­tu­na? Que­ri­da, todo Lon­dres lo sabe. In­clu­so aque­llos que no es­ta­mos in­vi­ta­dos a los bai­les de Mar­wick.

Ella hizo una mue­ca.

—No lo sa­bía.

—Has­ta que no han ne­ce­si­ta­do que lo su­pie­ra.

—Ni si­quie­ra en­ton­ces —re­fun­fu­ñó—. No lo he sa­bi­do has­ta que no he po­di­do ha­cer nada para so­lu­cio­nar­lo.

Él gol­peó el sue­lo dos ve­ces con su bas­tón.

—Es­toy aquí, ¿no es así?

Ella lo miro con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

—Por un pre­cio.

—Todo tie­ne un pre­cio, ca­ri­ño.

—Y su­pon­go que ya sabe el suyo.

—De he­cho, sí, lo sé.

—¿Cuál es?

Son­rió con pi­car­día.

—Si se lo con­ta­ra se per­de­ría la di­ver­sión.

Sin­tió un hor­mi­gueo, cá­li­do y ex­ci­tan­te, que se ex­ten­día ha­cia sus hom­bros y a lo lar­go de su co­lum­na ver­te­bral. Tam­bién era ate­rra­dor y es­pe­ran­za­dor. ¿Qué pre­cio te­nía la se­gu­ri­dad de su fa­mi­lia? ¿Qué pre­cio te­nía su repu­tación de rara pero no de men­ti­ro­sa?

¿Y qué pre­cio te­nía un es­po­so que no co­no­cía su pa­sa­do?

¿Por qué no ha­cer un tra­to con ese dia­blo?

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