Así que empleaban a tantos como podían, una combinación de viejos y jóvenes, de fuertes y listos, de hombres y mujeres de todos los rincones del mundo: londinenses y norteños, escoceses y galeses, africanos, hindúes, españoles, americanos. Si llegaban hasta Covent Garden y podían trabajar, los Bastardos los colocaban en uno de sus numerosos negocios. Tabernas y rings de pelea, carnicerías y pastelerías, curtidurías y tintorerías, y otra media docena de comercios repartidos por todo el barrio.
Por si no fuera suficiente que Diablo y Whit hubieran medrado de entre la mugre del lugar, el trabajo que proporcionaban —con salarios decentes y en condiciones seguras— compraba la lealtad de los residentes del suburbio. Era algo que los propietarios de otros negocios nunca habían comprendido sobre los barrios bajos: pensaban que podían traer a trabajadores de otros lugares mientras había barrigas a tiro de piedra que se morían de hambre. El almacén que había en el extremo más alejado del vecindario, y que ahora pertenecía a los hermanos, se usó una vez para producir brea, pero había sido abandonado mucho tiempo atrás, cuando la compañía que lo construyó descubrió que los residentes no les tenían lealtad y robaban todo lo que no estaba bajo vigilancia.
Pero no había ocurrido lo mismo cuando el negocio había empleado a doscientos hombres locales. Al entrar en el edificio que ahora servía como almacén centralizado para todo tipo de negocios de los Bastardos, Diablo saludó con la cabeza a la media docena de hombres diseminados por la oscuridad que vigilaban los contenedores de licores y dulces, de cuero y de lana; si la Corona cobraba impuestos por algo, los Bastardos Bareknuckle lo vendían, y barato.
Y nadie les robaba por temor al castigo que prometía su nombre, uno que les había sido adjudicado décadas antes, cuando eran mucho menos corpulentos, cuando solían luchar con unos puños más rápidos y fuertes de lo que deberían para reclamar su territorio y no mostrar misericordia ante los enemigos.
Diablo fue a saludar al hombre fornido que dirigía la vigilancia.
—¿Todo bien, John?
—Todo bien, señor.
—¿Ha nacido el bebé?
Los dientes blancos y brillantes brillaron con orgullo sobre la piel marrón oscura.
—La semana pasada. Un niño. Fuerte como su padre.
La sonrisa satisfecha del flamante padre brilló como la luz del sol en la habitación poco iluminada, y Diablo le dio una palmada en el hombro.
—No tengo ninguna duda al respecto. ¿Y tu esposa?
—Sana, gracias a Dios. Es demasiado buena para mí.
Diablo asintió y bajó la voz.
—Todas lo son, hombre. Mejor que todos nosotros juntos.
Le dio la espalda al sonido de la risa de John para encontrarse con Whit, que estaba ahora con Nik, la capataz del almacén, una chica joven —poco más de veinte años— y con una capacidad de organización que Diablo no había conocido en otra persona. El pesado abrigo, el sombrero y los guantes de Nik escondían la mayor parte de su piel, y la escasa luz ocultaba el resto, pero extendió una mano para saludar a Diablo cuando él se acercó.
—¿Dónde estamos, Nik? —le preguntó Diablo.
La rubia noruega miró a su alrededor y luego les hizo señas para que se acercaran hacia el rincón más alejado del almacén, donde un vigilante se agachó para abrir una compuerta en el suelo que daba paso a una oscura y enorme caverna.
Diablo sintió un escalofrío de inquietud y se volvió hacia su hermano.
—Después de ti.
El gesto de Whit con la mano fue mucho más expresivo que cualquier palabra que hubiera podido pronunciar, así que se agachó y se introdujo en la oscuridad sin dudarlo.
Diablo entró después, estiró una mano para aceptar una lámpara apagada que le ofreció Nik mientras los seguía, y miró al vigilante de arriba solo para ordenarle que cerrara la puerta.
El vigilante obedeció sin dudarlo, y Diablo estuvo seguro de que la negrura de aquella gruta solo rivalizaba con la de la muerte. Se esforzó por controlar la respiración. Por no recordar.
—Joder —gruñó Whit en la oscuridad—. Luz.
—La tienes tú, Diablo —añadió Nik con un pronunciado acento escandinavo.
¡Jesús! Se había olvidado de que la llevaba en la mano. Buscó a tientas la abertura de la lámpara, pero la oscuridad y su propia inquietud hicieron que tardara más de lo habitual. Finalmente, localizó el pedernal y se hizo la bendita luz.
—Rápido, pues. —Nik le quitó la lámpara y le indicó el camino—. No queremos provocar más calor del necesario.
El área de almacenamiento, oscura como boca de lobo, daba a un estrecho corredor. Diablo siguió a Nik y, a mitad del pasillo, el aire comenzó a enfriarse. La mujer se giró hacia ellos.
—Sombreros y abrigos, por favor.
Diablo se cerró el abrigo, abotonándoselo hasta arriba, tal y como hizo Whit, y se caló el sombrero hasta las cejas.
Al final del pasillo, Nik extrajo un aro repleto de llaves de hierro y comenzó a afanarse con una larga línea de cerraduras que había en una pesada puerta de metal. Cuando todos los cerrojos se abrieron, la puerta cedió y se afanó con otra tanda de cerrojos; doce en total. Se dio la vuelta antes de abrir la puerta.
—Entremos rápido. Cuanto más tiempo dejemos la puerta…
Whit la cortó con un gruñido.
—Lo que mi hermano quiere decir —intervino Diablo— es que hemos llenado esta bodega durante más tiempo del que tú llevas viva, Annika. —Ella entrecerró los ojos ante el uso de su nombre completo, pero abrió la puerta—. Adelante, entonces.
Una vez dentro, Nik cerró la puerta de golpe y de nuevo quedaron a oscuras, hasta que ella se giró y levantó la luz para iluminar la enorme y cavernosa sala, llena de bloques de hielo.
—¿Cuánto ha sobrevivido?
—Cien toneladas.
Diablo silbó por lo bajo.
—¿Hemos perdido el treinta y cinco por ciento?
—Estamos en mayo —explicó Nik, quitándose el pañuelo de lana de la parte inferior de la cara para que pudieran oírla—. El océano se calienta.
—¿Y el resto del cargamento?
—Todo está contabilizado. —Sacó un albarán de embarque de su bolsillo—. Sesenta y ocho barriles de brandy , cuarenta y tres cubas de bourbon americano, veinticuatro cajas de seda, veinticuatro cajas de naipes y dieciséis cajas de dados. Además, una caja de polvos de maquillaje y tres cajas de pelucas francesas, que no están en la lista y que voy a ignorar, aunque supondré que quieres que se entreguen en el lugar habitual.
Читать дальше