—No eres tan divertida como crees —continuó su madre, ignorando el asalto canino que se estaba produciendo abajo—. Puede que haya un duque disponible al año. ¡Algunos años, ni siquiera eso! Y ya perdiste tu oportunidad el año pasado.
—El duque de Haven ya estaba casado, madre.
—¡No lo digas como si yo no lo recordara! —señaló—. Me gustaría darle una buena charla por cómo te cortejó sin tener siquiera la intención de casarse contigo.
Felicity ignoró el soliloquio que, de todas formas, ya había escuchado miles de veces. No la habrían enviado a competir por la mano del duque de no ser porque no había otros maridos que clamaran por ella, por lo que no le importó demasiado que él hubiera elegido seguir casado con su esposa.
Aparte de que la duquesa de Haven le caía bastante bien, también aprendió una lección importante sobre la institución del matrimonio: que un hombre perdidamente enamorado era un marido extraordinario.
No es que Felicity fuera a tener la oportunidad de encontrar a un marido perdidamente enamorado. Ese barco en concreto acababa de zarpar esa noche. Bueno, había zarpado meses atrás, para ser sincera, pero esa noche se había enterrado a sí misma para siempre.
—Estoy mezclando metáforas.
—¿Qué? —gruñó Arthur.
—¿Que tú qué? —repitió su madre.
—Nada. —Hizo un ademán con la mano—. Estaba pensando en voz alta.
Arthur suspiró.
—Por el amor de Dios, Felicity. Eso no te va a ayudar a atrapar al duque —dijo la marquesa.
—Madre, Felicity no va a atrapar al duque.
—Con esa actitud seguro que no —respondió su madre—. ¡Nos invitó a un baile! ¡Todo Londres cree que está buscando esposa! ¡Y tú eres la hija de un marqués, hermana de un conde y tienes todos los dientes!
Felicity cerró los ojos por un instante, tratado de controlar las ganas de gritar, llorar, reír o hacer las tres cosas al mismo tiempo.
—¿Es eso lo que quieren los duques hoy en día? ¿Que tengamos todos los dientes?
—¡Pues es una parte importante, sí! —insistió la marquesa, y sus palabras llenas de pánico se convirtieron en una tos descontrolada. Sacó un pañuelo para cubrirse la boca—. ¡Maldito frío! ¡Si no hubiera tenido que quedarme en casa os habría presentado yo misma hoy!
Felicity dio gracias en silencio al dios que había hecho llegar el resfriado a Bumble House dos días atrás, ya que si no se habría visto obligada a bailar o incluso a tomar ratafía con el duque de Marwick.
Y a nadie le gustaba la ratafía. El motivo por el que estaba presente en todos y cada uno de los bailes seguía siendo una incógnita para Felicity.
—No podrías habernos presentado —le dijo al fin—. Todavía no conoces a Marwick. Nadie lo conocía. Porque es un ermitaño y un loco, si hemos de dar crédito a los rumores.
—Nadie se cree los rumores.
—Madre, todo el mundo cree en los rumores. Si no lo hicieran… —Se detuvo mientras la marquesa estornudaba—. ¡Jesús!
—Si Jesús tuviera algo que ver, ya se habría encargado él de casarte con el duque de Marwick.
Felicity puso los ojos en blanco.
—Madre, después de esta noche, si el duque de Marwick mostrara algún interés en mí sería un claro indicio de que es el tipo de loco de remate que corretea por esa enorme casa que tiene y colecciona mujeres solteras para ponerles vestidos bonitos y exponerlas en su museo privado.
Arthur parpadeó.
—Eso es un poco grotesco.
—Tonterías —dijo su madre—. Los duques no coleccionan mujeres. —Se detuvo antes de proseguir—. Espera, ¿después de esta noche?
Felicity se quedó en silencio.
—¿Arthur? —le instigó—. ¿Qué ha pasado esta noche?
Felicity le dio la espalda a su madre y miró a su hermano con los ojos muy abiertos y suplicantes. No podía soportar tener que relatarle la desastrosa noche a su madre. Para eso, antes necesitaba dormir. Y posiblemente un poco de láudano.
—Sin incidentes, ¿no es así, Arthur ?
—Qué lástima —respondió la marquesa—. ¿No ha picado nadie más?
—¿Nadie más? —repitió Felicity—. Arthur, ¿tú también estás buscando un marido?
Arthur se aclaró la garganta.
—No.
Las cejas de Felicity se levantaron.
—¿No, a quién de las dos?
—No a mamá.
—Oh —replicó la marquesa desde su elevada posición—. ¿Ni siquiera Binghamton? ¿O el alemán?
Felicity parpadeó.
—El alemán. Herr Homrighausen.
—¡Dicen que tiene un castillo! —chilló la marquesa antes de sumirse en otro ataque de tos, seguido de un coro de ladridos.
Felicity ignoró a su madre y no dejó de observar a su hermano, que hizo todo lo posible para evitar mirarla antes de responder al fin con tono irritado.
—Sí.
La palabra desbloqueó el pensamiento que había estado rondándole antes por la cabeza a Felicity.
—Son ricos.
Arthur le lanzó una mirada enfurruñada.
—No sé a qué te refieres.
Ella se giró hacia su madre.
—El señor Binghamton, herr Homrighausen, el duque de Marwick. —Miró a Arthur de nuevo—. Ninguno de ellos es mi pareja ideal. Pero todos son ricos.
—¡Cielos, Felicity! ¡Las damas no hablan sobre la situación financiera de sus pretendientes! —gritó la marquesa, y sus perros salchicha ladraron y brincaron en torno a ella como pequeños y rechonchos querubines.
—Pero no son mis pretendientes, ¿verdad? —preguntó. De repente lo comprendió todo, y dirigió una mirada acusatoria a su hermano —. Y si lo fueran, esta noche lo he echado todo a perder.
La marquesa jadeó al escucharla.
—¿Qué has hecho esta vez?
Felicity ignoró el tono, como si ya hubiera esperado que hiciera algo para espantar a sus pretendientes. El que hubiera sido justo eso lo que hizo era del todo irrelevante. Lo que importaba era lo siguiente: que su familia le ocultaba secretos.
—¿Arthur?
Arthur se volvió para mirar a su madre, y Felicity reconoció la mirada de súplica frustrada de cuando eran niños, como cuando robaba la última porción de tarta de cereza o cuando le pedía que la dejaran ir con él y sus amigos al estanque por la tarde. Siguió su mirada hasta donde se encontraba su madre, vigilando desde arriba y, por un momento, se preguntó cuántas veces habían estado ya en aquella misma posición, los niños abajo y uno de sus padres arriba, como Salomón, esperando una solución a sus ínfimos problemas.
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