«No podemos permitirnos otro escándalo».
Tampoco habían podido permitirse el último. Ni el anterior. Pero su familia no quería admitirlo. Y allí estaban, en el baile de un duque, fingiendo que no era esa la verdad, que todo era posible.
Atreviéndose a creer que la sosa, imperfecta y repudiada Felicity podía ganar el corazón y la mente y —lo que era más importante— la mano del duque de Marwick, sin importar que fuera un ermitaño asocial.
Sin embargo, ella misma podría haberlo creído tiempo atrás, que un duque ermitaño caería de rodillas para suplicar a lady Felicity que se fijara en él. Bueno, tal vez no tanto como caer de rodillas y suplicar, pero sí que habría bailado con ella. Y ella le habría hecho reír. Y tal vez…, se hubieran gustado.
Pero eso podría haber sido cuando ni siquiera podía imaginar que observaría a la sociedad desde fuera, que ni siquiera existía un fuera. Ella estaba dentro, después de todo, y era joven, de buena posición, con título e ingeniosa.
Tenía docenas de amigos y cientos de conocidos, al igual que montones de invitaciones para visitas y fiestas y paseos por el Serpentine. No valía la pena asistir a ninguna velada si ella y sus amigas no estaban presentes. Nunca había estado sola.
Y entonces…, todo cambió.
Un día, el mundo dejó de brillar. O mejor dicho, Felicity dejó de brillar. Sus amigos se desvanecieron y, lo que es peor, le dieron la espalda sin siquiera intentar ocultar su desdén. Habían disfrutado rechazándola. Como si no hubiera sido una de ellos antes. Como si nunca hubieran sido amigos.
Lo cual suponía que era cierto. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo no se había percatado de que nunca la habían apreciado de verdad?
Y la peor de todas las preguntas: ¿por qué no la habían apreciado? ¿Qué había hecho?
Felicity, la tonta, en efecto.
La respuesta ya no importaba, pues había pasado tanto tiempo que dudaba de que alguien lo recordara. Lo que importaba era que ya casi nadie se fijaba en ella, excepto para mirarla con lástima o desdén.
Después de todo, a nadie le gustaba menos una solterona que a la sociedad que la había convertido en una.
Felicity, que una vez fue un diamante de la aristocracia —bueno, puede que no un diamante, pero quizá un rubí o un zafiro, seguro, porque era hija de un marqués y tenía una dote a su nivel—, era una verdadera solterona destinada a llevar sombreritos de encaje y a esperar con ansias invitaciones enviadas por lástima.
Si al menos consiguiera casarse, como solía decir Arthur, podría evitar todo aquello.
Si al menos consiguiera casarse, como solía decir su madre, ellos podrían evitarlo. Porque aunque la soltería fuera humillante para la mujer en cuestión, también lo era para la madre, y más cuando esta había conseguido atrapar a un marqués.
Por tanto, la familia Faircloth ignoraba la soltería de Felicity y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirle un buen matrimonio. También ignoraban los verdaderos deseos de Felicity, aquellos por los que el hombre entre las sombras había sentido instantánea curiosidad.
La verdad era que deseaba la vida que le habían prometido. Deseaba formar parte de todo ello de nuevo. Y si no podía conseguirlo —lo cual, francamente, veía imposible, porque después de todo no era tonta—, quería algo más que el consuelo de un matrimonio. Ese era el problema con Felicity. Siempre había querido más de lo que podía conseguir.
Lo cual la había dejado sin nada, ¿verdad?
Felicity lanzó un suspiro impropio de una dama. Su corazón ya no palpitaba con fuerza. Suponía que eso era bueno.
—Me pregunto si podré marcharme sin que nadie se dé cuenta.
Justo acababa de decir aquellas palabras cuando se abrió la enorme puerta de cristal que daba al salón de baile y asomaron por ella media docena de invitados con una sonrisa en los labios y una botella de champán en las manos.
Ahora le tocó a Felicity esconderse entre las sombras y apretarse contra la pared mientras se acercaban a la balaustrada entre risas estridentes y casi sin aliento. Los reconoció.
«Por supuesto».
Eran Amanda Fairfax y su esposo, Matthew —lord Hagin—, junto con Jared —lord Faulk— y su hermana menor, Natasha, y dos más, una pareja joven, rubia y reluciente como juguetes nuevos. A Amanda, Matthew, Jared y Natasha les gustaba captar a nuevos discípulos. Al fin y al cabo, ya habían captado antes a Felicity.
Ella fue una vez la quinta de su cuarteto. Amada, hasta que dejó de serlo.
—Ermitaño o no, Marwick es terriblemente apuesto —dijo Amanda.
—Y rico —señaló Jared—. He oído que llenó esta casa de muebles la semana pasada.
—Yo también lo he oído —dijo Amanda con voz alterada y casi jadeante—. Y también he escuchado que está haciendo la ronda de los salones de té de las matronas más influyentes.
Matthew gimió.
—Si eso no lo convierte en sospechoso, no sé qué lo hará. ¿Quién quiere tomar el té con una veintena de viudas?
—Un hombre que busca esposa— respondió Jared.
—O un heredero —añadió Amanda, con anhelo.
—Ejem , esposa —bromeó Matthew, y todo el grupo rio, haciendo que Felicity recordara por un segundo cómo era ser acogida entre sus bromas, chistes y chismes. En una parte de su resplandeciente mundo.
—Tuvo que reunirse con las viudas para atraer a todo Londres aquí esta noche, ¿no? —intervino la tercera mujer del grupo—. Sin su aprobación, nadie habría venido.
Se hizo un silencio, y luego el cuarteto original rio, pero aquel sonido pasó de la camaradería a la crueldad. Faulk se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos en la barbilla a la joven rubia.
—No eres muy inteligente, ¿verdad?
Natasha atizó a su hermano en el brazo y fingió regañarle.
—Jared, vamos. ¿Cómo va a saber Annabelle cómo funciona la aristocracia? ¡Se casó tan por encima de sus posibilidades que nunca le hizo falta!
Antes de que Annabelle pudiera asimilar aquellas hirientes palabras, Natasha se inclinó.
—Todo el mundo habría venido a ver al duque ermitaño, querida —susurró con claridad y lentitud, como si la pobre mujer fuera incapaz de comprender el más simple de los conceptos—. Podría haber aparecido desnudo y todos habríamos estado encantados de bailar con él y fingir no darnos cuenta.
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