—Así es el mercado matrimonial. —Se detuvo antes de continuar—. Pero no importa. No soy la adecuada para él.
—¿Por qué no? —No le importaba.
—Porque no estoy hecha para un duque.
«¿Por qué diablos no?».
No expresó la pregunta en voz alta, pero ella contestó de todas formas, con frivolidad, como si estuviera hablando en un salón repleto de damas a la hora del té.
—Hubo un tiempo en el que pensé que sería posible —dijo más para sí misma que para él—. Y entonces… —Se encogió de hombros—, no sé qué pasó. Supongo que todas esas otras cosas. Sosa, poco interesante, demasiado mayor, florero, solterona. —Se rio—. Supongo que no debería haber perdido el tiempo pensando que podría encontrar un marido, porque no sucedió.
—¿Y ahora?
—Y ahora —continuó en tono resignado—, mi madre busca una apuesta fuerte.
—¿Qué es lo que busca usted?
El ruiseñor de Whit arrulló en la oscuridad y ella respondió nada más terminar el sonido.
—Nadie me ha preguntado eso nunca.
—¿Y? —insistió, a sabiendas de que no debería hacerlo. A sabiendas de que debería dejar a esa joven a solas en el balcón, con lo que fuera que el destino tuviera previsto para ella.
—Yo… —Miró hacia la casa, hacia la oscura galería, el pasillo y el reluciente salón de baile que había al otro lado—. Deseo ser parte de todo esto otra vez.
—¿Otra vez?
—Hubo un tiempo en el que yo… —comenzó, para detenerse después y negar con la cabeza—. No importa. Tiene usted cosas mucho más importantes que hacer.
—Es cierto, pero como no puedo hacerlas mientras esté usted aquí, milady , estoy más que dispuesto a ayudarla a resolver el problema.
Ella sonrió por el ofrecimiento.
—Es usted divertido.
—Nadie que me conozca estaría de acuerdo con eso.
Su sonrisa se ensanchó.
—No me suelen importar las opiniones de los demás.
Se percató de que había repetido lo mismo que él había dicho antes.
—Ni por un segundo he creído lo que acaba de decir.
Ella agitó la mano.
—Hubo un tiempo en que formé parte de todo esto. Estaba justo en el centro de todos los salones de baile. Era increíblemente popular. Todos querían conocerme.
—¿Y qué ocurrió?
Volvió a extender las manos, un movimiento que comenzaba a resultarle familiar.
—No lo sé.
Levantó una ceja.
—¿No sabe qué la convirtió en una florero?
—No, no lo sé —respondió por lo bajo, y su tono denotaba confusión y tristeza—. Ni siquiera me acercaba a las paredes. Y entonces, un día —se encogió de hombros—, allí estaba yo. Adherida como la hiedra. ¿Todavía desea preguntarme qué es lo que busco?
Se sentía sola. Diablo conocía la soledad.
—Quiere volver a entrar.
Ella soltó una leve risa de desesperanza.
—Nadie vuelve a entrar a menos que atrape al mejor partido de todos.
Asintió.
—El duque.
—Las madres tienen derecho a soñar.
—¿Y usted?
—Yo quiero volver a entrar. —Whit emitió otro aviso, y la mujer miró por encima de su hombro—. Es un ruiseñor muy persistente.
—Está irritado.
Ella inclinó la cabeza, curiosa, pero cuando él no se explicó, volvió a hablar.
—¿Va a decirme quién es usted?
—No.
Asintió tan solo una vez.
—Supongo que es lo mejor, ya que solo salí para buscar un poco de tranquilidad lejos de sonrisas arrogantes y comentarios maliciosos. —Señaló hacia el lugar que estaba más iluminado del balcón—. Debería volver y encontrar un lugar adecuado donde esconderme, y usted podrá volver a husmear, si lo desea.
No respondió, pues no estaba seguro de sus palabras. No confiaba en que diría lo que debía decir.
—No le diré a nadie que le he visto —añadió.
—No me ha visto —respondió él.
—Entonces tendremos la ventaja adicional de estar diciendo la verdad —contestó con amabilidad.
El ruiseñor otra vez. Whit no se fiaba de lo que estuviera haciendo allí con aquella mujer.
Y quizá tenía razón.
Ella hizo una pequeña reverencia.
—En fin, ¿regresa pues a sus viles asuntos?
El tirón de los músculos en la comisura de sus labios le era desconocido. Una sonrisa. No podía recordar la última vez que había sonreído. Esta extraña mujer la había provocado como por medio de un hechizo.
Se marchó antes de que pudiera responderle, y sus faldas desaparecieron al girar la esquina para adentrarse en la luz. Le costó la vida no seguirla para poder quedarse con una imagen de ella, del color de su cabello, del tono de su piel, del brillo de sus ojos.
Todavía no sabía cuál era el color de su vestido.
Lo único que debía hacer era seguirla.
—Diablo.
Su nombre lo devolvió al presente. Miró a Whit, que volvió a saltar el balcón y se colocó a su lado, entre las sombras.
—Ahora —dijo.
Era el momento de regresar a su objetivo, el hombre al que juró matar si alguna vez se le ocurría poner un pie en Londres. Si alguna vez se le ocurría reclamar aquello que una vez robó. Si alguna vez osaba romper el trato que habían cerrado décadas atrás.
Y acabaría con él. Pero no sería con los puños.
—Vamos, hermano —susurró Whit—. Ahora.
Diablo sacudió una vez la cabeza, pero mantuvo la mirada fija en el lugar por donde habían desaparecido las misteriosas faldas de la mujer.
—No. Todavía no.
El corazón de Felicity Faircloth había estado latiendo con fuerza durante tanto tiempo que pensó que quizá necesitara un médico.
Había empezado a acelerársele cuando se escabulló del reluciente salón de baile de Marwick House y había mirado hacia la puerta cerrada que había delante de ella, ignorando el deseo casi irrefrenable de tocarse el peinado y quitarse una horquilla.
Y sabía que de ninguna manera debía quitarse una horquilla, y mucho menos dos, ni tampoco meterlas en la cerradura que había a poco más de diez centímetros ni después forzar los seguros con paciencia.
«No podemos permitirnos otro escándalo».
Podía escuchar las palabras de su gemelo, Arthur, como si estuviera junto a ella. Pobre Arthur, desesperado por que otro hombre más dispuesto que él se ocupara de su hermana soltera, de veintisiete años y ya casi para vestir santos. Pobre Arthur, cuyas plegarias nunca serían escuchadas, ni aunque dejara de forzar cerraduras.
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