1 ...6 7 8 10 11 12 ...24 También en todos estos ejemplos se pueden ver las demandas y exigencias de las fuerzas productivas en relación con las instituciones y la cultura que facilitará su expansión. Esta expansión de las fuerzas productivas es el hecho básico que permite explicar todo cambio social como respuesta al mismo. Las instituciones y las formas culturales existen porque sirven para respaldar relaciones económicas, igual que una casa se apoya sobre sus cimientos. Y las relaciones económicas existen porque hacen posible el crecimiento de las fuerzas productivas causado por los cambios tecnológicos y demográficos.
Pero una cosa es afirmar que las instituciones existen por su funcionalidad y otra, más trivial, sostener que desaparecen al revelarse disfuncionales. Cuando la ley de herencia hizo imposible la explotación en Inglaterra de los recursos naturales, devino económicamente disfuncional. Como consecuencia de ello, surgió la necesidad de cambiarla. Pero no puede afirmarse que la ley se promulgara por su utilidad económica. Puede, y de hecho es lo que ocurrió, que naciera para favorecer intereses familiares y ambiciones dinásticas. Por otro lado, las instituciones sociales pueden ser económicamente disfuncionales y, pese a ello, seguir vigentes porque cumplen otras funciones o, simplemente, por el apego que las tenemos precisamente por ser “nuestras”. La política del Shogunato Tokugawa, que determinó el aislamiento de Japón del resto del mundo entre 1641 y 1853, era equivocada desde un punto de vista económico, ya que impidió el desarrollo del comercio internacional que después fue tan beneficioso para el país. Pero era funcional en otro sentido, pues gracias a ella Japón disfrutó de un largo periodo de paz que cuenta con pocos paralelos en la historia de otras naciones y desarrolló la refinada cultura sintoísta a la que, entre otras cosas, debemos las hermosas salas de consuelo para muertos.
Pero entonces, ¿cuál es la utilidad de la teoría marxista de la historia? Es cierto que no puede negarse que existe una red de conexiones entre la vida económica y social, pero no es posible determinar cuál es el efecto y cuál la causa, puesto que no podemos realizar experimentos para verificar nuestras hipótesis. Puede afirmarse, pues, que en la práctica la teoría marxista de la historia no supone tanto una explicación cuanto un cambio de acento. En lugar de estudiar, como han hecho otros, el derecho, la religión, el arte o la vida familiar, los marxistas se centran en el análisis de las realidades “materiales”, es decir, en la producción de alimentos, casas, maquinaria, mobiliario y medios de transporte. Si se es suficientemente selectivo, puede dar la impresión de que la producción de bienes es el verdadero motor del cambio social, pues, al fin y al cabo, sin ellos ningún otro bien puede existir. Aunque esto sin duda es un poderoso estímulo para la búsqueda de hechos relevantes, no es en modo alguno una explicación causal, y puede resultar engañoso describir sobre esta base la historia moderna, en la que las innovaciones jurídicas y políticas han sido con tanta frecuencia tanto causa del cambio económico como resultado del mismo.
Para los historiados marxistas de la generación de Hobsbawm, la noción de clase ha sido todavía más importante. Como veremos en nuestro análisis de la obra de Perry Anderson (Cap.7), estos historiadores se han centrado en estudiar los períodos de convulsiones sociales y rebelión con la esperanza de descubrir en ellos evidencias de esa “lucha de clases” que alimenta la agitación social y política. A este respecto Marx diferenció la “clase en sí” de la “clase para sí”. En un sistema capitalista el proletariado está formado por todos aquellos que no tienen ningún bien que intercambiar excepto su fuerza de trabajo. Objetivamente hablando, los miembros del proletariado forman una clase porque poseen intereses económicos comunes, en concreto, liberarse de la “esclavitud del salario” y controlar los medios de producción. También los burgueses constituyen una clase por idéntico motivo, es decir, por el interés que comparten en mantener el control de los medios productivos. De esa contraposición de intereses surge la “lucha de clases”, que es un conflicto que se desarrolla en el ámbito de las fuerzas materiales y de la que puede que los propios participantes no sean del todo conscientes.
Pero las personas no solo tienen intereses económicos. A veces son conscientes de ellos. Y al hacerse conscientes, desarrollan narrativas para justificar su derecho y la justicia o injusticia de su situación. Cuando sucede esto, y se comparte esa conciencia de los intereses comunes, nace la “clase para sí”. Y, según Marx, este es el primer paso necesario para la revolución.
Todo esto resulta tan poético como emocionante. La cuestión que deben importarnos es si es verdad. Y si lo es, ¿exige una forma nueva de hacer historia? Para Hobsbawm, Thompson, Hill, Samuel y Miliban, la respuesta a ambas preguntas es “sí”. Por ello se propusieron reescribir la historia del pueblo inglés como una historia de “lucha de clases”. El resultado es un continuo énfasis sobre los bienes materiales y las ventajas sociales de la clase media en ascenso, y en el consiguiente empobrecimiento y degradación de la clase trabajadora. Ofrezco a continuación un extracto típico de Hobsbawm sobre el reinado de Enrique IV, que sigue a una amplia burla de la aristocracia rural y de su afición por la caza, los disparos y las escuelas públicas:
«Plácida y próspera por igual era la vida de los numerosos parásitos de la sociedad aristocrática rural, alta y baja: aquel mundo rural y provinciano de funcionarios y servidores de la nobleza alta y baja, y las profesiones tradicionales, somnolientas, corrompidas y, a medida que progresaba la Revolución industrial, cada vez más reaccionarias. La iglesia y las universidades inglesas se dormían en los laureles de sus privilegios y abusos, bien amparados por sus rentas y sus relaciones con los pares. Su corrupción recibía más ataques teóricos que prácticos. Los abogados y lo que pasaba por ser un cuerpo de funcionarios de la administración, seguían sin conocer la reforma»[4].
No hay duda de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero lo expresa con la terminología de la lucha de clases y en un lenguaje que no permite disculpa alguna de la gente de la que habla ni del sistema en que vivía. También podrían haber sido considerados “parásitos” los mercaderes y comerciantes, y “reaccionarios” los profesores, doctores y agentes que, con todos sus defectos, hicieron posible la transmisión del capital social y su desarrollo a lo largo del siglo XIX. Al igual que en cualquier otro periodo, también en aquella época existieron personas buenas y muchas se opusieron a las costumbres corruptoras. El propio Hobsbawm reconoce que había duras críticas a la corrupción de la iglesia, pero las subestima por ser “más teóricas que prácticas”. En cuanto a los abogados y funcionarios, a ellos ni siquiera se les reconoce el derecho de audiencia. Hasta la extraordinaria movilidad social del siglo XIX inglés —que hizo que Sir Robert Peel, padre del primer ministro, ascendiera de clase social y se convirtiera en un importante industrial—, se envuelve con el mismo estilo reivindicativo, como si fuera un fallo del sistema de clases hacer posible que la gente se abriera camino en él.
Sin embargo, la nueva clase trabajadora se describe con la tendencia opuesta. Su mundo tradicional y su antigua “economía moral”, como Thompson la describe, habían quedado destruidas por la Revolución Industrial. Los trabajadores, confinados en las nuevas ciudades en expansión y con el permanente recuerdo de su “exclusión de la sociedad humana”, se veían obligados a trabajar a precio de mercado, que, según los economistas liberales, era la tasa más baja por la que se podía intercambiar trabajo por dinero. Pero, cuando eran despedidos, lograron salvarse de la inanición gracias a la ley de pobres, establecida «no tanto para ayudar al desafortunado, como para estigmatizar los propios fracasos de la sociedad»[5].
Читать дальше