Rafael Trujillo Navas - Los mosaicos ocultos

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Con la lectura de
Los mosaicos ocultos el lector o la lectora caminarán al lado de Emilio de la Rocha. Los lectores sabrán de las experiencias tempranas de este personaje. Algunas de sus experiencias lo marcarán durante muchos años, tales como el hundimiento económico y social de su familia y relación simbiótica con su prima Berta, una relación que se prolongará de un modo discontinuo y contradictorio en el tiempo. Es en Turquía donde Emilio de la Rocha, arqueólogo principal, se relaciona con un elenco de personajes con una concepción sobre el patrimonio arqueológico en su propio beneficio.Los personajes definidos con solidez desde una perspectiva psicológica dan vida a las tramas que surgen y conectan en distintos tiempos a raíz del hallazgo en la Villa del Avestruz (Turquía) de un mosaico grecorromano de extraordinario valor construido durante la dinastía Flavia. Los lectores irán descubriendo cómo a lo largo de las seis secciones del mosaico se describe una historia brutal con visos de realidad en tiempos de la dinastía Flavia, que se suma a las tramas sustanciales que cada personaje aporta al argumento general de la novela. La acción y los comportamientos de los múltiples personajes que habitan en la novela aseguran la intriga y el misterio, condiciones indispensables en una obra literaria.

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Quizás el autobús se había averiado o andaba perdido en el enrevesado circuito de la campiña. Antes, cuando Raquel cubría las vacantes por las escuelas de la campiña o de la sierra, se desplazaba en el coche hasta que este se rindió en la carretera, entre girasoles chamuscados por la solana. Mauricio ha venido al molino mientras tú no estabas, algunas veces ha traído y ha llevado a mamá en su coche, ¿te lo ha contado ella?, es más claro hablarle así, aunque omitiría el hecho de haberlos sorprendido más de una vez en el rellano de la escalera, hablando entre ambos con las caras muy juntas, como un actor y una actriz que van a besarse en los labios; dicho así no se dejaría nada en el bote, salvo que los había visto como a dos perros pegados, pensó Milo, mientras su padre acudió a la llamada de la puerta.

Alfonso entró maldiciendo de la línea de autobuses blancos y rojos de Alsina Graells, con retraso a la llegada. Lanzó la mochila sobre una de las butacas y se fue hacia la cocina con una bolsa de la que asomaban hojas de acelgas. Al poco se presentó Raquel rezongando también contra la empresa de autobuses, con sus tediosas paradas: caseríos, pueblos, cruces. Llegó desfallecida, con la cartera colgada de uno de los hombros y en el otro el manido bolso de Loewe comprado en otros tiempos. Giró la cabeza hacia ambos lados con la boca abierta por la inesperada sorpresa. Los cristales de la vitrina reflejaban las casas contiguas a la carretera, la fuente del pequeño parque; las bandejas, la sopera de alpaca irisaban por la luz desbordada. Teófilo suspiró cuando sintió en su cuello la mano aprobatoria de Raquel y el calor de sus labios sin pintar. Apartó su mirada, tan pronta a las lágrimas, de ella y la fijó en las baldas de la vitrina, en la enciclopedia de Elayotécnia, cinco tomos en recia encuadernación de un verde pajoso, editados en los sesenta. Milo los observaba sin saber a qué atenerse, superado por la alegría verdadera de Raquel, por sus palabras motivadoras dedicadas a Teófilo, quien no pudo evitar los pucheros y la llantina (tan indignas para Milo en un adulto). Alfonso, se presentó en el salón secándose las manos en un delantal, ¿qué había ocurrido, coño? Milo tomó la vez de su madre y dio explicaciones a su hermano: «Ya no le asquea la luz del día como desde que llegó al molino. Mañana quiere salir a la calle». Alfonso hizo a un lado a Milo y fue hacia Teófilo con una risa eufórica. Le dio un abrazo prieto, de jugador victorioso, uno de esos abrazos pantagruélicos que solían darse los de su equipo, un tumulto de facciones acaloradas y de brazos plateados del sudor.

Durante el almuerzo, averiguado con patatas fritas y el guiso congelado del día anterior, Teófilo bien afeitado y el trozo de papel higiénico pegado al labio, con unos pantalones chinos anchos para sus caderas y sus piernas de ahora, con una elegante camisa de pana y un fino jersey negro expuso su plan inmediato de pintura. «Cuando acabe de pintar, iniciaré la búsqueda de un empleo, el que sea, Raquel. Os voy a sacar de este agujero». Los nervios y el escozor del labio partido, lo distraían del hecho de concentrarse en la comida y meter la cuchara. Raquel comía despacio, con un movimiento delicado de las mandíbulas y elevaba sus ojos hacia él, toda oídos a pesar del madrugón, del revoloteo de sus párvulos en la clase y del martirio del autobús. Durante una pausa en la que solo se oía masticar a los suyos y el paso esporádico de algún vehículo, le informó a su marido de la transferencia reciente de Eulalia. «Con ese dinero podemos comprar otro coche nuevo, barato por descontado». Calmosa, pendiente de su marido, le habló de la voluntad de su hermana de reunirse en diciembre toda la familia en La Partición. «Por estar juntos en una fecha tan especial ¿sabes?, y de paso quieren que les digas cómo pueden ayudarte a salir de la mala racha, algo así me han dicho por teléfono Damián y mi hermana. ¿Iremos, no te parece?». Teófilo asintió pero le respondió con un toque de firmeza: «Raquel, iremos si antes no encuentro un trabajo».

Después de recoger la mesa, Alfonso se fue a jugar un partido de fútbol y Raquel fue a cambiarse al dormitorio pero se quedó dormida al instante sobre la cama. Al poco, Teófilo se tumbó a su lado con los ojos activos, como si se estuviese contemplando a sí mismo evolucionando en el techo, encaramado a la escalera apoyada en el muro del jardín; se figuraba con la ropa vieja y una gorra, con un mango terminado en una espátula, rayendo las barrigas de pintura formadas por la humedad. Tenía experiencia, de hecho su primer empleo al terminar sus estudios de aparejador, había sido de comercial de pinturas para la edificación. Contaba con dieciocho meses certificados como pintor en el centro penitenciario, una experiencia valiosa que debía omitir en el curriculum y en las entrevistas, así como su último destino laboral en la sociedad inmobiliaria. «Lo haré bien», le dijo a la lámpara del brazo roto.

Milo se había trasladado al dormitorio, dos camas con colchas estampadas con dibujos de monumentos de París como trazados a brochazos. Aspiró cerca de las camas. Olía a genitales, a paja, a las pajas de Alfonso y a las suyas. Estuvo un rato sentado ante la mesa de estudio, dándole vueltas a la posibilidad de que su madre hubiese detectado el mismo olor. La cara le ardió de vergüenza. No lo haré más en el cuarto, aunque me ahogue de ganas, se juró, antes de encender el flexo y abrir un bloc de dibujo. Cogió lápiz y goma de borrar y extrajo de una caja de puros vacía una cabeza de arcilla poco más grande que una ciruela. La observó a la luz de la bombilla azulada. Su antigüedad le confería un raro poder, un alma. Había dado con ella antes de la llegada de Teófilo, en el Cerro del Minguillar. Iba con José Antonio Mora. Descendieron por un terraplén deslizándose con el culo y las nalgas sobre la tierra y los cardos secos. Tras el brusco frenazo de talón, la vio en una de sus huellas, esperándolo. «Es una figura votiva, Milo, es íbera o romana», había sospechado Mauricio sobre ella. Era la versión difundida por Milo en el instituto, ajeno entonces a que el misterio inmanente a aquella cabeza trazaría una de las líneas maestras de su vida, porque la otra tal vez había arrancado o arrancaría en poco tiempo en La Partición. Acabado otro más de los numerosos dibujos de la cabeza, de trozos de cerámica con listas rojizas extraídos de Iponuba y de piedras que por su pulimento y trazado amigdaloide le evocaban un mundo prehistórico, bajó hacia el patio. Un dulce calambre recorrió su estómago mientras cruzaba el jardín en dirección a la cochera. Faltaba un mes y algunos días más para estar en La Partición. Aquellas navidades no les darían tregua a las ratas. Saltó y se azotó en el culo como si fuese un potro espoleado, agradecido por vivir. Ahora era su compañera de caza y La Partición los que reinaban en su persona y no el desagradable asunto de Raquel y Mauricio.

Milo entró en la cochera y halló a Teófilo diluyendo con aguarrás la pintura encostrada en las herramientas, restregándolas fuertemente con el estropajo de la cocina. Le ayudó a organizar un rincón donde poner las herramientas y los bidones de pintura. Esa misma noche sacaría la carabina de su funda de saco para aceitarla, ideó. «¡Milo!, te estoy hablando… estás alelado», se quejó Teófilo en guantes de goma y con un estropajo en la mano. Entre la tufarada de aguarrás y la brusca inmersión en la realidad por la llamada de Teófilo se esfumaron las complacientes imágenes de Milo. «Verás, Milo —Teófilo le habló algo apurado—, Alfonso tiene mañana un examen de Química a primera hora y no puede acompañarme a la droguería, así que… he pensado que tú… Mamá podría justificar tu ausencia en el instituto», le dijo Teófilo mirando los aperos colgados de las paredes, con un tono de falsa indiferencia. Milo se puso el dedo índice en los labios con ademán de estar sopesando la petición de su padre, hasta que al fin accedió a acompañarlo con una satisfacción delatada por la expresión de su cara.

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