Carlos lo recordó en otro tiempo, en la Partición:
Milo se le acerca por el lado de la casa de labor, bajo la luz devoradora de mediodía. Le agita la mano con júbilo y a él le cuesta imitarlo, mucha timidez entonces, quién lo diría ahora —¿tímido Carlitos, el director de Buhofante?—. Permanece junto al Volskwagen gris de su padre, el inspector Vicente Malavé Rosales. ¡Ve, Carlos!, ¡anda, ve!, le conmina el padre. Y él maleta en mano, da unos pasos vergonzosos y se ampara del sol a la sombra de los eucaliptos cercanos a la casa. Una turba de perros le ladra y a continuación lo husmean. «Deja que te huelan, quieren conocerte, no los mires», le dice su padre acercándose a Eulalia y a Raquel. La primera, la tía de Milo, lleva un sombrero de paja y unas tijeras de hojas curvadas. Parece una propia del lugar. Es una mujer animosa, que le habla de Milo y de los primos de Milo, de rosarios por la tarde y de misas. «Así que tú eres Carlos, el amigo de mis sobrinos Milo y Alfonso». Soy amigo de Milo, piensa el muchacho de orejas algo separadas y la cara atacada de espinillas. Alfonso es un metepatas rayado con el fútbol, un bocazas que nunca será mi amigo, piensa, mientras Milo viene hacia él y le da un abrazo como cuando se despidieron en el colegio de los padres Salesianos. ¿Y esa?, se pregunta para sus adentros, mientras por encima del hombro de Milo, observa a la muchacha en pantalón corto, camiseta de tirantes y el pelo tan corto como el suyo. La muchacha no se le acerca, ni lo saluda, solo lo atraviesa con su mirada azul.
Ahora, Carlos siente arrepentimiento o vergüenza, no lo sabe muy bien. «Soy el puto bocazas de siempre, Milo, no me hagas caso». Esta vez, Carlos, no oye una respuesta de perdón o de condena, debe conformarse con seguir por la acera de la catedral el ruido que hacen las hebillas de las botas de Emilio y el trajín del camión de la basura.
CAPÍTULO 8
Los mirlos lo despertaron temprano. Sus silbidos lo trasladaron durante un momento al chalet del Brillante, a la presencia intempestiva de los mirlos en los aleros, posados sobre el sauce del jardín, recorriendo a pasitos cortos y rápidos el césped. Entonces les gustaba oír sus cantos, ahora le recordaban su propio fracaso. Se tapó la cabeza con el embozo y creó su propia noche en el hueco de la sábana, un refugio íntimo y desconectado del mundo. Pero el ruido de afuera del molino y el trasteo de sus hijos en el cuarto de baño lo empujaron a la violencia del día. La luz diurna le resultó odiosa. Se encogió entre las sábanas. Esperaría a que cerrasen la puerta para levantarse. Aun le costaba mirarlos; ser visto por ellos en pijama, apagado cuando otros iban por las calles con sus rostros despiertos, inducidos por un quehacer adecuado a la lógica cotidiana, respetable aunque fuese trivial o ruin, nadie percibe eso desde fuera. Se les habrá hecho tarde, de ahí las voces destempladas del mayor, el agrio despertar heredado de su tío Juan, pensó. ¡Milo, apura, cojones! Y Milo tiraba de la cisterna del wáter y buscaba a última hora alguna chorrada, sus dibujos, sus trozos de cerámica del cerro. Llegarían tarde a la primera clase. Las prisas a última hora debidas al cuajo de Milo les disculpó del beso paterno. Los oyó bajar las escaleras a trompicones. «¡Milooo, corre!», escuchó desde la cama. En el fondo. Teófilo agradecía que no entrasen en su dormitorio. Se hubiesen dejado caer bruscamente sobre la cama y él hubiese notado el tacto vital de sus carnes jóvenes, frías, limpias; los besos con olor a dentífrico en sus bocas mal enjuagadas. Eran su freno, quizás la razón que lo obligaba a abrir los ojos cada mañana. Con su esposa el vínculo era más tenue, mucho más tenue. Ella subsistiría sin él. Seguían mirándola con secreta lujuria amigos y compañeros de su colegio, como si se imaginasen a sí mismos lamiéndole el cuello de ave. Ella podría rehacer su vida. Aventurarse en un segundo matrimonio con un hombre menos equivocado. Él había perdido mucho más que un chalet, unos ahorros y tres años y medio apartado de la vida; se había perdido a sí mismo. En la entrada de la prisión le hizo entrega al funcionario de la ropa de calle, de sus enseres y del Teófilo de la Rocha de siempre, inmaculado, porque a la celda entró aquel otro Teófilo desconocido para sus conocidos habituales, alguien perdido sin remedio, al que compadecer desde lejos, sin mirarlo, sin detenerse a saludarlo un instante, de quien hablar a otros con reticencia, a hurtadillas, a quien despellejar entre amigos por el mero hecho de sentirse a salvo de haber caído en lo mismo. Somos de una pasta mejor que la tuya, Teófilo. ¿Cómo se había comportado él, de no haber sido condenado, con alguien que había cometido el mismo error? De un modo parecido a ellos, eso era lo malo, se dijo.
Tanteó el suelo con los dedos de los pies hasta dar con las pantuflas. Se entretuvo durante un rato amasándose la cara rasposa, aún escurrida, mientras pensaba en los desconchados del muro lindero con el jardín. Se pondría manos a la obra; había visto cacharros de pintura en la cochera. Le vendría bien entretenerse para no darle vueltas a sus problemas; además, era una manera de agradecerle a Mauricio haberlos acogido. Abrió las ventanas y el balcón del dormitorio y recibió en la cara el vómito de la mañana, aquella luz que iluminaba hasta las tripas. Las encajó hasta dejar la habitación en penumbra. Dudó de si se acostumbraría alguna vez a aquella vivienda con suelo de madera. Se sentía más extraño en aquel molino y en aquel pueblo. En otros tiempos, de novios y de recién casados, habían estado en aquella casa y lo pasaron bien entonces, quizás porque su vida estaba en otro sitio, por ser un forastero. Su trabajo y su actividad en general habían estado repartidos entre la ciudad y las costas andaluzas. Toda su energía la gastaba en la promoción, construcción y venta de apartamentos de lujo o de bungalows para ahorradores de clase media, limítrofes a las playas superpobladas. El dinero entraba en la cartera apenas sin esfuerzo en aquellos tiempos.
Raquel y Eulalia sí se reconocían entre aquellas paredes, en el patio empedrado, entre las hileras de naranjos. Habían vivido allí con su familia durante los meses más intensos de la molienda de aceitunas. Para ellas aquellos meses eran como un anticipo de las vacaciones navideñas.
Miró distante el armario ropero de tres puertas, la descalzadora a juego con el ropero, rematados ambos con una cenefa de alas de ángel, la horrible lámpara con brazos de madera, uno de ellos desencajado, con la tulipa vuelta del revés. Se vistió sin pasar por la ducha, el contacto con el agua le resultaba repulsivo como les ocurre a los perros con rabia. En la prisión era al contrario, la lluvia de la alcachofa le producía la sensación de haberse zafado durante unos minutos de la estrechez a la que lo recluían las miradas de los otros. Fluyó del dormitorio principal a la sala cuya oscuridad estaba rayada por rendijas de sol de las persianas. Encendió la luz y lo envolvió la confortable sensación de hallarse de noche, a salvo de la embestida de las horas laborables. Fue hacia el mueble del radio-tocadiscos, un armatoste dejado allí por algún Menéndez Viaga. La madera no se había descascarillado, podían dar por el unos buenos dineros en un rastrillo o en un anticuario, Mauricio sabía de eso. Sintonizó al azar la radio y detuvo la aguja en la emisora de RNE de música clásica. Arriba del mueble, sobre la pared, observó las fotografías en gran tamaño de su suegro, Dionisio Mur al lado de Mauricio Menéndez Viaga (padre) delante de la máquina oleícola adquirida por el empeño del primero; a los pies de ambos, en cuclillas, sonreían a la cámara el grupo de peones de la fábrica. Según había oído, a partir de aquella máquina centrifugadora los Menéndez Viaga remozaron el equipamiento de todas sus almazaras. En otra fotografía, un grupo de personas con vasos y cubiertos entre las manos festejan en torno a un gran perol; entre ellos, el padre de Raquel con gafas de cristales ahumados y Mauricio (padre) en camisa blanca y corbata, con el brazo extendido y una copa en la mano apuntando al objetivo de la cámara, como invitando a un brindis a quienes mirasen en el futuro aquella foto.
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