En varias ocasiones despejaron la mesa de platos y vasos vacíos. Les hicieron relatar a Carlos y a Milo el papelón de ir por la calle maquillados de padre Ubú y de madre Ubú. Las cervezas y los brindis y los apretones de manos y los abrazos y las confesiones emotivas se sucedieron hasta el cierre del bar. Salieron en tropel a la calle, ansiosos de aire, de correr por las calles de puro frenesí. Así habían sido los remates de muchas de sus representaciones y ensayos, una explosión vital, de entrega al vértigo del desorden.
Bustos, encaramado a un contenedor de basura, se desnudó de cintura para arriba y recitó a dúo con Carlos Malavé a Espronceda en la Canción del Pirata y luego, sin solución de continuidad, a Niemöller en el poema Y cuando vinieron…
Avanzaron desmadrados por calles y plazas vacías. Emilio intentó hacer el pino en la Plaza de San Lorenzo, pero su cuerpo se combó y se pegó el batacazo contra el tronco de una palmera; Miriam, curada de complejos en ese momento se atrevió a ejecutar algunos pasos de ballet clásico tan groseros que fueron aclamados con silbidos burlescos y palmas lentas por Carlos Malavé y Esteban Varo. Sudaban gloria y dejaban a su paso un aroma sacrosanto de ron de caña y de hachís. Miriam, debido a la repetición de sus pasos de foutté y arabesque, acabó doblando su cuerpo y vomitando sobre el escaparate de una perfumería. Emilio acudió a socorrerla y en un segundo plano Esteban Varo, quien no pudo mantener su mirada ida sobre ella y se limitó a apartarse el flequillo de la frente con zarandeos repentinos de su cuello. Rosi Calero se desplomó sobre un banco y se negó a agarrarse del brazo de alfeñique de Cándido Ugía. Con la ayuda de Carlos Malavé pudieron ponerla de pie y confiársela a Cándido. Miriam se unió a la pareja y los tres marcharon con pasos inestables hacia el piso compartido por las dos estudiantes de Derecho.
El ambiente se había cargado de humedad. Aunque salir fuera del bar les había disipado la mente y devuelto alguna coherencia a sus palabras, los cuerpos demandaban recogimiento y extenderse sobre una cama. Los bares de la Alameda de Hércules habían cerrado y esa soledumbre aceleró la despedida de Bustos y Teresa de Carlos y de Emilio que caminaron hacia el centro.
Carlos deshizo sobre la llama del mechero la piedrecita marrón verdosa y mezcló la pasta caliente con el tabaco de un cigarro. Tenía buen tiento para liar porros, pero esta vez sus dedos perdieron tacto y le salió un churro. «Se te nota lo que llevas encima, cabrón, pásalo». Carlos lo prendió, dio una calada y mantuvo el humo encerrado en sus pulmones durante un momento, hasta despedirlo. Emilio, ajeno al monólogo de Carlos, paseó la yema de su dedo índice sobre las figuras del friso del Centro Vida; las miraba queriendo ver más allá de sus rasgos carcomidos por la intemperie, reducidos ahora a trasuntos de rostros y cuerpos abigarrados esculpidos en ladrillo. «¡Despierta, coño…trae! —le señaló el porro—. Vamos a andar rápido, así entramos en calor». Emilio, le devolvió una pava aceitosa y avanzó unos metros imitando el paso militar prusiano. Carlos hizo lo mismo hasta que ambos apoyaron la cabeza sobre una esquina y su hilaridad desbocada durante un buen rato los noqueó. Se internaron en el pub Half Moon. Sentados en sus taburetes y derrengados sobre la barra pidieron dos cubalibres de ron.
Juntaron las pesetas que llevaban y se las fundieron en frutos secos. Carlos dio un palmetazo en la barra, había recordado algo: «¿Qué hará el Bambú (como le apodaban a Cándido) con Rosi esta noche?». «Metérsela —replicó Emilio—. El canijo no pierde comba, se habrá frotado las manos al ver a Rosi pedo perdida». Emilio se fijó en el rostro picado de pequeñas depresiones de Carlos: «Mala pelleja tienes tú para el maquillaje de actor», le dijo.
Habían salido del Half Moon. Paradójicamente, gobernaban sus piernas y sus lenguas mejor que cuando entraron al pub. «Milo, yo no tengo coño, por eso me escama que estés aquí conmigo y no dándole matraca a la Pavlova», dijo con la voz borracha y sus ojos de gato apagados. Emilio, de buen humor, se fue tras él y le dio un empellón hacia adelante. «Y tú, podías haberte encamado con Teresa Luque y se me apuras con Rosi, a pesar de la ofensiva del canijo». «¡Puaf!», exclamó Carlos parado ante un indigente dormido entre cartones sobre un banco. «Por lo que sé, la noche que actuamos en Comillas, ellas se jugaron a los chinos quien de las dos lo hacía contigo primero». Emilio se detuvo y lo miró con extrañeza. Rio. Rieron a la par con ganas. «¿Y por qué no me pusiste al tanto en Comillas, huevón?, ¿cómo has permitido que esas dos hayan jugado conmigo como si fuese un playmobil?» La conversación despertó al indigente, un viejo con largas guedejas canas, con uñas largas y negruzcas, de mirada paranoica, tocado con una gorra con la bandera americana grabada en el frontal. El hombre con un fraseo ininteligible emergió de sus frazadas de cartón y le arrojó a Emilio un tetrabrik de vino tinto. «¡Fuera hijos de puta, maricones!», exclamó con una expresión espantada.
Ambos siguieron vagando. Cuando llegaron a la catedral, Carlos habló con cautela. «Debí haberte contado el juego que se traían contigo, quizás no lo hice porque me hubiese gustado ser yo la prenda de la apuesta, soy un envidioso de la hostia colega». Carlos había bajado la cabeza y comenzó a tirarse de las cejas. Milo le hizo sitio en un escalón de cara a la muralla del Alcázar. «Eres un gallo caliente Carlitos, ¿todas para ti?». Al escuchar el tono benévolo de Emilio, Carlos dejó sus cejas en paz, rio y se puso a su lado con la mirada suspendida sobre las almenas de la muralla.
Los camiones de la basura iban a punta de gas por la avenida, se detenían y al poco se escuchaba los brazos de la grúa alzar los contenedores y volcarlos formando estrépito. Las mangueras de agua arrastraban la suciedad de las aceras y el pavimento hacia los sumideros.
La reserva de Carlos comenzó a desvelarse. Carlos tenía la máscara griega entre sus manos, se la puso delante de la cara y miró a través de las pupilas agujereadas en el bronce. «Magnífica visión: las almenas se están clavando en la madrugada». «Déjate de chorradas y guarda el regalo». Y Carlos así lo hizo antes de decirle: «Emilio, espero que mis palabras y tu comprensión no se enreden por el mucho alcohol y el hachís que llevamos encima. El asunto es de más calado para ti que esa tontería de Teresa y de Rosi». Emilio se recogió el pelo tras la oreja y adoptó una pose de paciente atención. «Te noto con Miriam, cómo te diría …». Emilio puso cara de aburrimiento y lo miró: «¿Atrapado, quieres decir?». Carlos enfatizó una mueca afirmativa, respiró hondo y se rascó en las rodillas con nervio. Emilio se dirigió al perfil puntiagudo de Carlos Malavé. Abría y cerraba el capuchón del mechero. «Me pides mucho para la nochecita que llevamos —dijo Emilio con apariencia de cortar la conversación—. Hoy por hoy no sabría decirte en qué punto de cocción está mi sentimiento por ella: ¿estoy colado o medio colado o infra colado por Miriam? A veces planteas cosas de adolescente Carlos, y ya vas por tercero de Medicina, cojones». El perfil del ex director de Buhofante permaneció hierático. Cogió el mechero Zippo de la mano de Emilio y encendió un cigarro. «Nos conocemos desde la guardería, Milo, demasiado tiempo y demasiado bien, para no advertir cuando el otro está a punto de cometer un error. No te fíes de ella. Miriam es de las que guarda su ponzoña para el momento propicio». Ambos parecían estar quemados de todo, abstraídos en cómo las piedras imponían su forma y su color exacto a la penumbra cada vez más tenue. «Quieres sentir la punzada del amor por la Pavlova; pero no eres tan buen actor, no puedes con el papel, se te cae sobre el escenario y es entonces cuando veo en tu cara desamor, falta de ilusión». Emilio se puso de pie con brusquedad y todo su cuerpo reaccionó como un solo músculo en tensión. «¿Desamor?, no te entiendo un carajo, ¡qué coño desamor! —replicó iracundo—. Te cae mal porque ha sido ella la que ha convencido a los demás para liquidar el grupo de teatro. Te cae mal por su aspecto pueblerino, por su empeño de llegar a ser jueza, en alguien que no apeste a estiércol y a abono como apesta la casa donde ha vivido». Carlos miraba acobardado a Emilio, a su espléndido pelo cruzándole el rostro y el temblor prendido en las manos y en la boca. «Aunque me odies te lo voy a decir: te estás equivocando, Miriam no es la tuya, Milo».
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