—Por el momento, la Zona A queda vedada para todos excepto para vosotros, la técnica de GIPH, Adnan y el personal de oficios que este seleccione, dos o tres personas a lo sumo. Por cierto, no quiero ver en esa zona al tierno amigo de Adnan.
—Podemos acotar la zona en un recinto especial, si quieres —propuso Emilio.
—Tendríamos en ese caso un recinto pequeño dentro del perímetro autorizado —describió Cemal ni a favor ni en contra.
—La propuesta de Emilio es interesante. Cemal, hablamos de asegurar lo más valioso de la villa, la Pars Dominica —las últimas palabras las pronunció Nazim con una tonalidad grandilocuente.
La reunión se prolongaba. Cenaron los tres solos en uno de los comedores de la primera planta, y sin solución de continuidad se vieron de nuevo en el estudio.
—Repasa estos papelotes. —Nazim sopesó durante un minuto la carpeta con el escudo de la universidad y la dejó caer a plomo sobre el escritorio.
Nazim y Cemal hablaban en turco mientras Emilio leía las condiciones. Miriam habría detectado de un vistazo cualquier inconsistencia en las condiciones estipuladas entre GIPH y la Universidad de Ankara; sin embargo, la sola idea de pedirle a ella ese favor enervaba a Emilio. Cemal miraba con arrobo las páginas de un manuscrito en piel de becerro nonato sobre las invasiones bárbaras en la isla de Iona, adquirido en Zaragoza por Nazim a través de su intermediario europeo, sir Gareth Cranston. Emilio se sumó con el contrato firmado en la mano a la contemplación de las miniaturas y los ornamentos en oro y plata que embellecían los pliegos de vitela. El catedrático gozó viéndolos entusiasmados con las láminas hasta más allá de la media noche.
CAPÍTULO 7
La despedida del grupo de Teatro Universitario Buhofante había finalizado hacía horas. Carlitos Malavé y Emilio de la Rocha estaban aún sobre el escenario desierto, sentados en los tronos de pan de oro del atrezo. En su última actuación, el grupo había puesto en escena la versión más injuriosa de las compuestas por Carlitos basada en la obra Ubú rey, de Alfred Jarry. La versión de Carlitos tenía un punto de ingenio. Partía de un Ubú rey cuya ceguera iba en aumento conforme crecía su despotismo, de tal modo que tras muchas tropelías cometidas en calidad de rey solo podía verse así mismo, mientras los demás aparecían ante sus ojos como una procesión de sombras.
Los dos actores aficionados habían presenciado cómo la platea se había vaciado de público al término de la declaración de Carlitos Malavé sobre la disolución de Buhofante, seguida de las reverencias emocionadas de los actores del reparto y de una ovación poco entusiasta de los espectadores. El grupo de teatro al completo desmontó los decorados e hizo acopio de los elementos del atrezo en la zona de camerinos. Solo aquellas dos pomposas poltronas, destinadas en la obra a padre Ubú y madre Ubú, ocupadas ahora por Emilio y por Malavé, estaban en su emplazamiento original. Los restantes miembros del grupo marcharon hacia el bar La Prensa donde sellarían entre cervezas y tapas la extinción de Buhofante. Pese a la insistencia de Miriam y la de algunos miembros más para que fuesen juntos al bar, Emilio y Carlitos se resistieron a abandonar con tanto desapego el teatro. Al parecer, solo ellos dos compartían la sensación de pérdida, de haber sacrificado por su propia mano un sueño, o al menos la de haberlo despachado prematuramente.
Encastillados en sus tronos burlescos, dentro del círculo luminoso proyectado por un foco de la diabla, contemplaban los asientos corridos del patio de butacas, el entarimado del escenario donde habían gastado muchas horas birladas al estudio y al dulce abandono de deambular por las calles del casco antiguo, por los cines donde daban películas de ensayo, por las fiestas universitarias, transitando de una cama ajena a otra. «Nos han faltado huevos, Emilio. Podíamos haber vendido los apuntes y los libros. A tomar por culo las carreras y luego habernos dedicado al teatro ¿sabes? A la puta mierda el rollo de sacrificarnos por conseguir cobijo tras una licenciatura». Emilio lo miró. No le apetecía discutir sobre lo de siempre, que si la juventud malgastada, que si la satisfacción de obrar según el deseo y no sobre un deber inventado y relativo. Pero Carlos continuó su soliloquio: «Nos armamos hasta los dientes para lidiar con una quimera llamada PORVENIR, que nos acecha con un millón de ojos desde el futuro», dijo Carlos repantingado, con las manos cruzadas tras la nuca. Emilio le argumentó que era otra quimera vivir pegado al presente: «No digas tonterías, la previsión o la planificación está dentro de nuestro cerebro, es como un defecto de fábrica», teorizó este con la cabeza posada en el incómodo respaldo de la poltrona de padre Ubú. Carlos abrió una lata de Coca-cola, bebió un poco y se la ofreció a Emilio. «¡No son jilipolleces, filósofo de los cojones! —saltó Carlos con voz desafinada—. Nos adiestran para controlar el tiempo antes de que nazca, como si los días por venir fuesen ya cosa cierta, un patrimonio seguro, ¡qué estupidez!». Emilio silbó un chorro de aire mudo, giró la cabeza sobre el respaldo de la poltrona, harto de la ociosa disquisición de Carlos. «Creo que le estás dando un sesgo trascendente al simple hecho de que se nos ha acabado el chollo del teatro. Te veo muy jodido con el tema, supéralo».
Emilio escrutaba el armazón de cables y poleas de la tramoya; contó sin finalidad las tablas horizontales del escenario, madera castigada por pasos firmes o dubitativos, o tan leves como los de un fantasma; por taconeos, danzas, mimos y ejercicios ensayados hasta el límite por la vehemencia de Carlitos Malavé, director de Buhofante. Desde el fondo del patio de butacas, a través de la puesta abierta, veía carteles de las películas de Pasolini y del teatro independiente Tabanque y le parecieron papeles rancios, de los primeros tiempos en la universidad. «¿Te acuerdas, Emilio? Al poco de ensayar en este teatro acariciaste la idea de abandonar la carrera y trasladarte a Madrid para dedicarte a la interpretación de verdad, ¿te acuerdas? —Malavé rio con amargura y continuó hablándole —: Te empapaste el método Stanislavki y acto seguido el de Grotowski». Emilio, con la mirada perdida en los mecanismos de la tramoya y la mata de pelo caída hacia atrás, tosió. «Y aquella pasión temporal me valdrá siempre Caaaaarloooos, especialmente el concepto de teatro pobre de Grotowski —arrugó la lata en su mano y se la lanzó a Malavé que la cogió al vuelo—. Todavía me gusta darle vueltas al planteamiento del teatro pobre. —Descendió de la poltrona, echó el culo hacia las butacas y se pegó un peo estentóreo. Luego, se aupó de nuevo en el sillón real—. Lo vivido en Buhofante ya forma parte de nuestro acervo y se reflejará más tarde o más temprano en nuestros actos, en nuestro modo de pensar, a veces de un modo latente, sin darnos cuenta». Carlitos lo había escuchado arrancándose pelos de las cejas, una de sus manías. «¿Y me acusas a mí de filosofar, so cabrón?», inquirió Malavé, liado con sus cejas. Durante un momento miró con una matiz retador a Emilio: «Pues sabes qué te digo, Heródoto de pacotilla, que mañana va a ir a la clase de Anatomía Patológica su puta madre. Prefiero dirigir a un grupo de teatro callejero que pasar la vida pasando consulta en un ambulatorio».
Emilio descendió del asiento con mal pie y rodó sobre el escenario. Las carcajadas de Carlos resonaron en el teatro. «Te gusta exagerar, eres un profesional en eso, Carlitos. Llevas el drama en la sangre, no te lo discuto —se quejó del golpe en la cadera e hizo acopio de mala leche—. Me estoy acordando ahora de tus caídas en el campo de fútbol de los salesianos, montabas la de Dios por un porracillo de mierda…, ahí estaba el Malavé con la cara descompuesta, enroscado en el césped y los ojos casi fuera de sus órbitas; y a la postre el padre Lázaro te daba agua de la cantimplora y te pegaba una tirita en la rodilla y listo, al partido otra vez. Y tú salías al campo como si nada, entre aplausos, con ese brío heroico que tanto te molaba».
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