Carlos saltó desde la poltrona de padre Ubú al entarimado. Abrió los brazos y con voz altisonante y ademan engolado tomó prestadas las palabras de Lope de Vega referidas a las musas y se las endilgó a un público imaginario: «más de ciento, en horas veinticuatro, pasaron de las musas al teatro». Se volvió con los brazos en cruz hacia Emilio y le dijo: «Todo tu cuerpo me grita que ya no amas la magia del teatro». Había resignación en las palabras de Carlos, una soledad limpia de clichés interpretativos a pesar de la teatralidad de sus palabras y de sus gestos. Se dirigieron en silencio a uno de los camerinos y recogieron sus mochilas. Emilio apagó el foco de la diabla y encendió la de la puerta de salida. «Es que me cuesta entender tus cambios, te lo digo en serio, Emilio. De un tiempo a esta parte, solo tienes ojos para este cacho de ánfora, aquel jeroglífico escrito a punzón o aquel túmulo, ¿qué grandeza ves en eso, comparada con la de poder multiplicarte en incontables personajes?». Emilio le habló de la salud mental de cambiar de forma de pensar y de sentir, de ejercitarse en cambiar de vez en cuando el mobiliario interior. Carlos desechó la abstracción de Emilio con un gesto despectivo de la mano y le dijo diabólicamente al oído: «No quieres disgustar a tu benefactor, ¿a que por ahí van los tiros?» El rostro de Emilio denotó crispación. Le replicó con un «¡Bah!» y apretó el paso por una de las aceras del puente de San Telmo. Le extrañaron las miradas largas, los cuchicheos, las risas ahogadas o explícitas de quienes se cruzaban con ellos en sentido contrario. ¡¿Qué miráis, coño?! , decía el ademán altivo de Emilio. Carlos se esforzó en mantener el paso de su amigo, lo retuvo del hombro al final del puente y le pidió disculpas. «Carlos, ¡me cago en diez! Me jode que lo metas a él. Y todo porque tu creación, Buhofante, se halla ido a la porra. Necesitas hacer pupa porque estás frustrado». Malavé repitió sus disculpas y le chocó la mano a la fuerza. «Cuento con ayuda económica, es cierto; pero nadie ha condicionado mi elección profesional, he podido elegir Bellas Artes o Biología. Al final me he decantado por la Historia Antigua, para hacerme arqueólogo, porque, al menos por el momento, es lo que más me llena. Ha sido una decisión muy pensada, autónoma y no compartida». Su compañero lo comprendió antes de que Emilio le contase nada, sabía cómo era Emilio. Quizás para enfriar los ánimos, le dijo: «Tampoco es malo necesariamente decidir influenciado, todos, queramos o no, estamos influenciados —echó el brazo amistosamente sobre los hombros de Emilio—. Mi abuelo Carlos era médico y a veces creo que su fantasma, una mañana de septiembre, me trincó de la oreja y me llevó a la Facultad de Medicina. Lo admito y no sufro por ello». Emilio intentó calmarse, pero quiso legitimar su elección de estudios en su propia biografía: «Te acuerdas cuando venías invitado al pueblo, te acuerdas de nuestros recorridos por el cerro de Iponuba, de aquellas cajas de zapatos repletas de cascotes de cerámica íbera, de la pequeña cabeza de buey que conservo como talismán». Carlos asintió y le contestó sin mal rollo: «Las caminatas por Iponuba, mis resbalones en aquel cerro fueron un castigo para mí, so cabrón; me hacías arrancar con las manos trocitos de cerámica rojiza que atesorabas para mostrárselas a Mauricio cuando se pasase por el molino».
Carlos había neutralizado el malhumor de su amigo antes de llegar a la Plaza del Altozano. Le confesó que no le apetecía encontrarse con los del grupo, que le iba a deprimir demasiado asistir al entierro de Buhofante. Emilio se fijó en la gente anquilosada en torno a las mesas altas cubiertas de vasos y de tapas, contiguas a las puertas de los bares. Una humareda con olor a pescado frito recorría los chiringuitos a la vera del río. Carlos le propuso a Emilio «ponerle cuernos al puto grupo». Podían meterse a ver la película de Anthony Minghela, El paciente inglés, que la crítica la ponía bien, que Miriam, Teresa y Bustos la habían visto y hablaban maravillas de ella. «¿Entonces, nos damos la vuelta?», le preguntó Carlos. Emilio miró a Carlos con grima, abrió los ojos y la boca y se palpó la cara. Advirtió en ese momento que habían olvidado quitarse el maquillaje de padre Ubú y madre Ubú. La risotada a dúo y sus retorcimientos atrajeron las miradas de los curiosos, que rieron por contagio. Cuando se calmaron, Emilio entró avergonzado en la primera farmacia de guardia que encontraron y compró algodón y toallitas desmaquillantes. Sentados en el escalón de una sucursal del Banco Santander se limpiaron recíprocamente las caras entre risas convulsivas. Arrojaron los algodones y las toallitas sucias a una cuba de obra y se dirigieron con una sensación de liviandad en la cara hacia el punto de reunión. «Joder, joder, tenemos la cabeza en el culo, Carlitos». Habían salido del teatro y entregado las llaves en el rectorado de la universidad. En la conserjería nadie había reparado en ellos. Luego caminaron un buen trecho y no habían sentido quemazón, peso o tirantez en la cara. «Así nos miraban y se reían de nosotros —dijo Emilio palpándose la cara algo escocida—; pero lo más curioso es que nos hemos visto el careto uno a otro y como si nada, estamos volados».
Desde lejos podían distinguir a través de las ventanas alargadas a los miembros de Buhofante. Carlos, tuvo la impresión de estar recordando una escena interpretada por el grupo Buhofante tras unos cristales y no la de estar viendo a sus componentes de carne y hueso en La Prensa, tomando cervezas y altramuces, cascando sin aliento. Quiso traducir los gestos desmañados de Esteban Varo; la languidez del braceo de Bustos por encima de la mesa; el porte insulso de Miriam yendo a la barra. Se fijó en el simpático encuadre de Cándido Ugía y de Rosi Calero anticipando los polvos de la noche en el piso de ella. A estas alturas, la presencia de Miriam le produjo a Carlos un rechazo evidente. Se había esforzado mucho con Miriam, habían repetido durante horas en el parque o en el piso de esta, movimientos de danza, de expresión corporal, de dominio del espacio escénico. Después de tanta dedicación no había conseguido de ella ni siquiera una figurante de medio pelo. Quizás las causas habían sido, pensó, además de sus modales cursis, aprendidos en la televisión, la austeridad de su mente, cuya principal comportamiento intelectual era el de retener artículos legales y jurisprudencia. Carecía de la plasticidad espiritual necesaria para negarse a sí misma y ser otra distinta, incluso antagónica a su naturaleza, sobre un escenario. Cuando entraron en el bar, a Emilio lo invadió una dulzura insufrible para Carlos. La mirada cachonda de Miriam atravesó la atmósfera viciada del bar y se prendió a Emilio. Carlos observó a Miriam, el trazo redondo de su cara, su indumentaria con prendas tejanas y un pañuelo con estrellitas metálicas en la cabeza, a sabiendas de que a Emilio le privaba la ropa vaquera en una chica. Carlos, vitoreado por los componentes de Buhofante, ocupó el lugar destacado que le habían reservado. La congoja por la pérdida del grupo no le dejó abrir la boca, solo pudo ofrecerles a ellos (y sobre todo a sí mismo) algunas lágrimas muy sentidas. Recibió besos, abrazos, palabras reconfortantes. Emilio, en nombre de Buhofante, le hizo entrega de una máscara de la tragedia clásica, con una leyenda en la placa del basamento:
En agradecimiento a Carlos Malavé Ruiz
Director del grupo de Teatro Universitario Buhofante
Emilio, a pesar de ser partícipe y promotor de aquel reconocimiento, le resultaban faltos de hondura los agasajos dedicados a su buen amigo. Se mantuvo en un segundo plano al grupo y vio a Carlos sofocado bajo un laberinto de interpelaciones cruzadas, alternas con aspavientos y expresiones elegíacas por la extinción de Buhofante. Carlos Malavé interpretó como pudo el papel de homenajeado, aunque tenía claro que la extinción del grupo, suponía para los demás la liberación de los ensayos y de la servidumbre de dar representaciones en universidades de todo el país. Y no le faltaba razón, Miriam, seguida por Esteban Varo y Teresa Luque estaban festejando su cese permanente como actores y la libertad ganada, y no precisamente la liquidación de una actividad desarrollada durante dos cursos, con momentos inolvidables y divertidos, pero onerosa para sacar los cursos año por año.
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