Rafael Trujillo Navas - Los mosaicos ocultos

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Con la lectura de
Los mosaicos ocultos el lector o la lectora caminarán al lado de Emilio de la Rocha. Los lectores sabrán de las experiencias tempranas de este personaje. Algunas de sus experiencias lo marcarán durante muchos años, tales como el hundimiento económico y social de su familia y relación simbiótica con su prima Berta, una relación que se prolongará de un modo discontinuo y contradictorio en el tiempo. Es en Turquía donde Emilio de la Rocha, arqueólogo principal, se relaciona con un elenco de personajes con una concepción sobre el patrimonio arqueológico en su propio beneficio.Los personajes definidos con solidez desde una perspectiva psicológica dan vida a las tramas que surgen y conectan en distintos tiempos a raíz del hallazgo en la Villa del Avestruz (Turquía) de un mosaico grecorromano de extraordinario valor construido durante la dinastía Flavia. Los lectores irán descubriendo cómo a lo largo de las seis secciones del mosaico se describe una historia brutal con visos de realidad en tiempos de la dinastía Flavia, que se suma a las tramas sustanciales que cada personaje aporta al argumento general de la novela. La acción y los comportamientos de los múltiples personajes que habitan en la novela aseguran la intriga y el misterio, condiciones indispensables en una obra literaria.

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Desde la cocina escuchaba una pieza musical majestuosa e innominada para él. Volcó la cafetera sobre uno de los vasos sucios dejados en el fregadero y atacó el trozo de empanada del día anterior. El sabor del atún y del café frío y amargo se le mezcló en el paladar. En un arranque impulsivo apagó la luz de la cocina y abrió la ventana que daba al patio. Se abrió el pijama y expuso su pecho al sol en actitud retadora. ¡A la puta mierda la oscuridad! Arreglaría la cocina y las camas más tarde, cuando terminase el inventario de los cacharros de pintura; las herramientas y el material que faltaran las pagarían ellos de su bolsillo, un regalo ridículo para Mauricio. Bajó hacia el patio en batín y pantuflas, con la última porción de empanada envuelta en una servilleta de papel. Tocó la puerta de una de las cocheras, la madera estaba áspera, astillada en la parte de abajo. Después de haber adecentado el paredón les daría varias manos de Titanlux a esas puertas y a la baranda. Él había pintado en el pabellón de internos muchos metros de pared y también muchos hierros a las órdenes de los reclusos de oficios. En el molino tenía tajo donde seguir aplicando lo aprendido. Con la boca llena de empanada, resoplando gansamente, dispuso sobre el empedrado la hilera de rodillos y de brochas. Poca cosa podría aprovecharse de aquel montón; salvo las cubetas, los mangos y algunas brochas planas, lo demás era mejor tirarlo. Teófilo, hizo y rehízo una lista mental con lo imprescindible para empezar con el muro. Subió las escaleras excitado, repasando a viva voz cada artículo, convencido al fin de que estaba fuera del centro penitenciario, exento del horario marcado, de las reglas, de la hostilidad flotante en la atmósfera, siempre a punto de estallar, bastaba una mala contestación, un empujón casual, los ánimos cargados, la inquina hacia el nuevo o hacia el del al lado… Porque a mí me sale de los huevos, eso decían algunos antes de agarrar por el cuello. Nada más estar obligados a verse todos los días o por estar hacinados en una granja de hombres defectuosos; de soportar la peste a cocido de col, a salchichas, a detergente, pegada a las paredes, al pelo, a las pieles algo crudas de quienes llevan más tiempo.

Al entrar de nuevo en la casa abrió el balcón, ahora sí de par en par, y permaneció de pie, mirando a la carretera. Por fin había dejado de esconderse de la luz natural, de quienes pasaban por la acera y fortuitamente apuntaban la vista hacia la fachada, hacia la puerta del molino, hacia donde él estaba ahora. Teófilo se exhibía en el voladizo, atribuyéndole gratuitamente a quienes pasaban posibles juicios susurrados al oído de quienes llevaban al lado. Debe ser el marido de Raquel Mur, la guapa de las dos hermanas. Ahora están viviendo de la caridad, en el molino de los Viaga. Ese hombre es el marido de Raquel Mur, sale poco a la calle, apenas se le conoce… ¿En batín y tomando el sol a estas horas?, quizás está enfermo, operado de cáncer. Teófilo se sonrió de sus propias suposiciones. ¡Qué más da si murmuran!, pensó, cortando el aire con la mano. Compuso la ropa de la cama como le había indicado Raquel y sin solución de continuidad la de sus hijos, dos cafres que han aprendido a tumbarse sobre la colcha con los zapatos puestos. Antes, cuando estaban bajo la batuta de los Salesianos, el aseo y los modales formaban parte de ellos mismos, como sus huesos y sus uñas. Olió las almohadas de sus camas. Minutos antes había hecho lo mismo con la suya, frotó su nariz roma en la leve ondulación dejada por la cabeza de Raquel. Los había pisoteado. «Raquel, no preguntes, todo lo que hago es en beneficio de los tres… ¡Mira este chalet!, ¡mira cómo van vestidos tus hijos, su colegio!» Teófilo se propinó a sí mismo un puñetazo en la boca. Se pasó el dorso de la mano por el labio inferior y se fijó en el manchón de sangre. Lo he hecho por mí y no por ti, Raquel, ni por los niños; he tenido hambre de más y más; he mirado con ojos de ciego el vaso para no ver dónde estaba el borde, para ganar dinero con desahogo y no decirme: ¡quieto Teo, ya no más! Así debería haberle hablado a ella y más tarde a Alfonso y a Milo. Muchas noches había llenado sus insomnios en la celda 304, con esa confesión imaginaria, pero nunca dicha.

La presencia de Milo sorprendió a Teófilo remangado sobre el fregadero, con las manos atareadas entre platos costrosos de salsa, cubiertos y la olla a presión. No lo había escuchado entrar. El tiempo había volado para su padre y había dado de sí en el instituto para el hijo. Teófilo le dio explicaciones a Milo sobre el trocito de papel higiénico pegado en el labio, un choque tonto con el mango de un rodillo. Milo se adentró en las habitaciones y se fijó con alegría en el balcón y en las ventanas abiertas, en las lámparas apagadas. «¡¿Ya no te vienen arcadas con la luz del día, papá?!» Lo miró con una felicidad nerviosa, presionando su cabeza sudorosa contra el costado de Teófilo. «No las cierres, hijo, que las vea abiertas tu hermano», le pidió a Milo. Este también se remangó la chaqueta del chándal y se dedicó a prepararle a su hermano las patatas y sacar del frigorífico el tupper de carne guisada. No tardarán, pensó Milo mientras recogía las mondas de las patatas y las arrojaba a la bolsa de basura. Él sabía lo que se tardaba desde la estación de autobuses al molino, porque antes había sido él quien esperaba a su madre plantado en el andén. Milo dejó de acompañarla un día, antes de la excarcelación de Teófilo, sin esgrimir motivo alguno. Abominaba estar a solas con ella, ver la televisión juntos, reírle las bromas y sus chistes sin gracia, sus ñoños relatos sobre la juventud de Raquel y de Eulalia entre Granada, Baena y Córdoba. La distancia de Milo con respecto a su madre parecía irreversible. Milo se escapaba a las alamedas, a Iponúba, a poner trampas para pájaros, a navegar temerariamente en el lago de la antigua vía del ferrocarril sobre un par de travesaños embarrados atados con sogas (perdía el que caía antes al agua y se emporcaba de cieno); pero de estos avatares nada sabían Raquel y Alfonso, tan dado este a los chivatazos por el placer de presenciar una discusión. Raquel atribuía la cerrazón afectiva y la rebeldía de Milo al crecimiento; su voz sonaba a catarro nasal y si estaba soliviantado desafinaba con gallos estridentes. Por otra parte, Milo no tenía el mismo aguante que Alfonso. Este había sobrellevado la debacle familiar con una entereza casi de adulto, quizás por eso Raquel tenía en su mente y muy adentro de su corazón al menor de sus hijos, el más problemático y querido. A Teo sí le seguía sus chascarrillos y le pedía que le contase anécdotas carcelarias, ¿qué cosas hacían?, ¿cómo era la gente en aquel sitio…? Los de fiar, los peligrosos, las peleas. Milo se adhería a cualquier propuesta de Teo, aunque fuese una de sus fantasías, como la de recorrer España por la costa, cuando pudiesen cambiar el embrague desgastado del Renault desechado por Eulalia. Con el tiempo, Milo volvería a ser el mismo, esperaba Raquel con la aprensión y la culpa de que el desahucio sumado a lo de Teo le hubiese creado al niño un trauma verdaderamente serio.

Teófilo comenzó su aseo a la hora del almuerzo, mientras llegaban Raquel y el mayor. Cantaba una canción de Serrat; en realidad un chapurreo. ¿Qué momento sería el bueno para hablarle de Raquel y de Mauricio?, se preguntaba Milo. Desde que Teófilo llegó, Milo había perdido algunas oportunidades de informarle de lo sucedido en el molino mientras estuvo en prisión. No era tan difícil, se lo diría de corrido: Mauricio ha venido de visita mientras tú no estabas, con eso sería suficiente. Por lo menos la rabia y la vergüenza ya no serán para mí solo, volvió a decirse Milo, tras apagar la radio y ver a Teófilo surcar el salón en calzoncillos y pantuflas, agazapado entre los muebles, con espuma de afeitar en los lóbulos de las orejas.

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