Tres notas caracterizarían la comunidad cristiana de Roma de este período: su estructura de gobierno presbiteral y colegial (de origen judeocristiano), su carácter fragmentario y la alta estima de que gozó en el resto de Iglesias.
En primer lugar, la comunidad romana de estos años es una Iglesia de impronta fuertemente judeocristiana, gobernada de manera colegial por un grupo de presbíteros («ancianos»), como muestran tanto 1 Clem como Hermas (un laico cristiano de Roma que habría escrito la obra el Pastor por los años 150) 3, comunidad en la que habría una serie de responsables comunitarios encargados de presidir la eucaristía, según describe Justino mártir hacia el 154 en su Primera apología:
El día que se llama del sol, se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos (1 Apol 67,3-4).
La ausencia de obispos propiamente en Roma durante este tiempo no deja de ser sorprendente –existen episkopoi, pero dedicados a la hospitalidad y atención caritativa 4–, sobre todo cuando lo comparamos con el resto de comunidades cristianas, especialmente las más desarrolladas organizativamente, como Siria o Asia Menor, que se habían configurado desde una estructura de gobierno en cuya cúspide se encontraba un único obispo (episcopado monárquico).
En segundo lugar, la Iglesia de Roma tiene un carácter bastante fragmentario, debido en gran medida a la procedencia tan plural y diversa de sus miembros, aunque mayoritariamente eran de origen oriental (de aquí el que la liturgia de este tiempo fuese en griego). Este origen favoreció la existencia de comunidades muy plurales no solo étnica sino también doctrinalmente, pues como capital del Imperio Roma era un foco de atracción para todo tipo de intelectuales, por supuesto también cristianos, deseosos de propagar sus doctrinas: al nombre de Marción habría que añadir los de los gnósticos Valentín y Tolomeo, o el propio Justino, por poner algunos ejemplos. Una pluralidad posiblemente recogida en esta estructura colegial de gobierno, que a partir del año 160 empezó a orientarse –de manera muy parecida a lo que estaba sucediendo en Alejandría– hacia un episcopado de carácter monárquico.
La tercera y última característica de la Iglesia de Roma es la altísima estima de que gozó entre el resto de comunidades cristianas, sobre todo por la preocupación y generosidad que había mostrado hacia otras Iglesias así como por su origen apostólico.
Una preocupación que se expresa en ocasiones de manera autoritaria, como descubrimos en 1 Clem:
Nos procuraréis una gran alegría si obedecéis lo que os hemos escrito bajo la guía del Espíritu Santo… Si algunos desobedeciesen a las amonestaciones que por nuestro medio Él [Dios] os ha dirigido, sepan que se harías reos de no pequeño pecado y se exponen a grave riesgo (1 Clem 53 y 59).
Y una generosidad que cuenta con los bellos testimonios de Ignacio de Antioquía y Dionisio de Corinto. El primero escribió por el año 110 en una carta a la comunidad de Roma:
Ignacio, también llamado Teóforo, a la Iglesia que ha recibido la misericordia de Dios en la gloria del Padre supremo y de Jesucristo, su único Hijo, que es la amada e iluminada por voluntad de aquel que ha querido que todo exista según el amor de Jesucristo nuestro Dios, que tiene la primacía en la región de los romanos, digna de Dios, digna de honor, digna de ser llamada bienaventurada, digna de alabanza, digna de éxito, digna de santidad, que preside en la caridad, seguidora de la ley de Cristo, que lleva el nombre del Padre; yo la saludo en el nombre de Jesucristo... (Carta a los romanos 3,1).
Tremendamente significativa en este caso es la ausencia de cualquier noticia en relación a los obispos en una carta dirigida a los romanos, cuando es un tema recurrente en el resto de los escritos de Ignacio de Antioquía.
El segundo testimonio sobre la generosidad de la Iglesia de Roma lo encontramos unos sesenta años más tarde, en la carta que Dionisio, obispo de Corinto, dirigió a Sotero (166-175), obispo entonces de Roma, carta en la que escribirá:
Desde el principio tenéis esta costumbre, la de hacer el bien de múltiples maneras a todos los hermanos y enviar provisiones por cada ciudad a muchas Iglesias; remediáis así la pobreza de los necesitados y, con las provisiones que desde el principio estáis enviando, atendéis a los hermanos que se hallan en las minas (Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica IV,23,10).
El origen apostólico de la comunidad de Roma la convirtió en un lugar privilegiado de la memoria de la tradición cristiana, al confluir en ella los dos personajes más influyentes del cristianismo, Pablo y Pedro, que habrían sufrido martirio en esta ciudad y cuyas tumbas se encontraban allí.
A todo ello vendría a unirse el hecho de que, mientras en la parte oriental del Imperio había muchas ciudades –como Antioquía, Éfeso o Corinto– vinculadas con los apóstoles, Roma era la única sede apostólica en Occidente (Cartago jamás tuvo esta pretensión), lo que le otorgó un mayor prestigio en esta zona.
Las crisis gnóstica, marcionita y montanista que se produjeron a mediados del siglo II, dieron como uno de sus resultados el reforzamiento de la autoridad de los obispos por diversos medios, entre los que jugaron un papel clave las listas sucesorias episcopales, en cuyo origen se debía encontrar un apóstol.
Haber mantenido una estructura presbiteral de gobierno por más tiempo que otras comunidades no fue inconveniente para que Roma incluyese en sus listas episcopales a algunos de sus más destacados presbíteros, como podemos descubrir hacia el 180 en Ireneo de Lyon, el testimonio más antiguo conservado sobre la sucesión episcopal en Roma y el que tendrá una mayor transcendencia. Hablando de la tradición pública, segura y contrastada de los católicos, certificada por las listas episcopales, frente a las tradiciones secretas de los gnósticos, presenta a la comunidad romana como la única plenamente reconocida en la parte occidental del Imperio (Ireneo escribe desde la Galia) y la que goza de una especial autoridad en este campo:
La tradición de los apóstoles…, que ha sido manifestada en todo el mundo, puede ser considerada en cualquier Iglesia por todos cuantos deseen ver las cosas verdaderas. Y podemos enumerar a quienes fueron instituidos obispos por los apóstoles en las Iglesias y a quienes les han ido sucediendo hasta nosotros: ninguno de ellos ha enseñado ni conocido divagaciones heréticas... Pero, como sería muy prolijo enumerar las sucesiones que se han producido en todas las Iglesias, hablaremos de la mayor de ellas, la más conocida y la más antigua de todas, fundada y constituida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo; la que posee la tradición de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres, llegada a nosotros en virtud de la sucesión episcopal; de este modo confundiremos a todos cuantos de una u otra manera, ya por presunción, ya por vanagloria, ya por obcecación y juicio erróneo, se agrupan inoportunamente en otra parte. Es con esta Iglesia, debido a su más poderoso origen [propter potentiorem principalitatem], con la que ha de armonizar necesariamente toda Iglesia, es decir, los que en cualquier lugar permanecen fieles, pues en ella ha sido siempre conservada, por quienes a ella acuden de todas partes, esta tradición recibida de los apóstoles. Habiendo así fundado y edificado la Iglesia, los bienaventurados apóstoles transmitieron su administración episcopal a Lino, al que Pablo menciona en sus epístolas a Timoteo. A este le sucedió Anacleto, tras el cual el episcopado recayó en Clemente, el tercero después de los apóstoles, que conoció a los propios apóstoles y habló con ellos: aún resonaba en sus oídos la predicación de estos, y tenía ante sus ojos la tradición (aunque no era él el único, pues otros muchos habían sobrevivido que habían sido instruidos por los apóstoles). En tiempos de este Clemente, y con ocasión de una muy viva discusión entre los hermanos que estaban en Corinto, fueron escritas importantes cartas por la Iglesia de Roma dirigidas a los Corintios para hacerles volver a la paz, restaurar su fe y enunciar la tradición que hacía poco habían recibido de los apóstoles (Ireneo de Lyon, Contra los herejes III,3,1-2 5).
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