José María Arnaiz - El papado en la iglesia y en el mundo de hoy

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El Centro marianista de Formación de la antigua Provincia marianista de Madrid llevaba años organizando ciclos anuales de conferencias para los religiosos, religiosas y laicos agrupados en esa familia religiosa. Debido a las circunstancias eclesiales, pareció oportuno centrar el ciclo del curso 2013-2014 en torno al tema del papado, proporcionando así a los interesados una herramienta para comprender y situar mejor todo lo que estaba pasando de una manera tan inesperada y sorprendente. Desde el principio se quiso rehuir la anécdota para centrarse en la categoría. No se pretendió tanto informar de lo que iba ocurriendo, sobre la personalidad de Benedicto XVI y el papa Francisco, etc., cuanto presentar las grandes líneas del papado en su origen, en su doctrina y evidentemente también en su actualidad. Estas páginas son el magnífico fruto de aquel ciclo de conferencias.

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Sin embargo, el desarrollo de esta organización supralocal no fue uniforme en toda la Iglesia: mientras Oriente lo hará rápidamente (Alejandría será la primera en conseguir esta función centralizadora y con posterioridad Antioquía), Occidente lo hará con posterioridad: la Iglesia africana en torno al obispo de Cartago, Roma para el centro y el sur de Italia, y Milán en el norte. Este nuevo modelo de organización corría el riesgo de hacer desaparecer la conciencia de Iglesia universal atomizada entre los diferentes patriarcados.

Por otra parte, esta división se vio agudizada, sobre todo en Oriente, por la crisis arriana, que supuso no solo un enfrentamiento entre diferentes obispos e Iglesias locales, que se acusaban mutuamente de herejes, sino que cuestionó también la forma anterior de resolver los conflictos eclesiales, por medio de sínodos regionales, ya que diferentes sínodos podían contraponerse entre sí.

El primer intento de resolución ante este grave problema fue la propuesta de un sínodo ecuménico o universal en el que estuviesen representadas todas (o al menos la mayoría) de las comunidades eclesiales. Era una medida muy sensata en sus orígenes, pero tenía como punto débil el hecho de que fuera el emperador, más interesado en la paz del imperio que en la verdad, el encargado de convocar y dirigir estos concilios ecuménicos. Además, podía darse el caso, y así se dio, de que a un sínodo ecuménico se le contrapusiese otro sínodo ecuménico, con las mismas pretensiones de ortodoxia, lo que daba lugar a una especie de división interna y bucle institucional difícil de solucionar.

El segundo intento, propugnado por la Iglesia de Roma, fue la jerarquía de sínodos. Según esta propuesta los concilios menores podían ser anulados por los mayores o de más rango, una propuesta que se apoyaba en la común vinculación e intervención mutua entre las diferentes sedes principales y que tuvo entre sus principales representantes a Julio I (337-352), que en 341 convocó un sínodo en Roma en apoyo de Atanasio y Marcelo de Ancira en contra de lo acordado por los sínodos orientales, ya que para Julio I las decisiones de gran relevancia eclesial necesitaban la aprobación del obispo de Roma, como sucesor de Pedro, que había sido el primer obispo de Roma (Pablo dejaba de tener el papel tan clave que había gozado en la tradición romana):

Ahora quieren algunos, sin habernos informado y después de haber procedido a su propio arbitrio, que nosotros les demos nuestra aprobación sin haber investigado la causa. No es este el tenor de las disposiciones de Pablo, ni tampoco el que se nos han transmitido los Padres. Es una forma de proceder extraña, un uso nuevo. Lo que os escribo es para el bien general; recibidlo, por tanto, con ánimo bien dispuesto, pues lo que hemos recibido del bienaventurado Pedro es lo que yo os transmito (Atanasio, Apología contra arrianos 35).

Por último, a raíz del Concilio de Sárdica (343), donde se produjo una división irreconciliable entre los obispos orientales y occidentales, estos últimos propusieron otro intento de solución: que en caso de condena de un obispo por un concilio provincial, el obispo podía recurrir al obispo de Roma para dictaminar si se debía ratificar la condena o pedir el juicio de apelación a los obispos de su provincia (cánones 3 y 3b).

Aunque esta solución respondía a la praxis occidental y no fue aceptada por los obispos orientales, se vio como un precedente para casos similares: de hecho no será hasta inicios del siglo XIII cuando Inocencio III, papa desde el 1198 al 1216, no proponga la facultad de Roma para intervenir en las «causas mayores», es decir, aquellas que afectan al obispo de otra diócesis.

En cualquier caso la crisis arriana dejó claro que, frente a un oriente dividido y sometido al poder imperial, Roma se mostraba cada vez más firme, sólida y estable, un baluarte en los momentos de graves dificultades, a la que se podía acudir esperando ayuda y auxilio. Y en este sentido el obispo de Roma gozará de una situación privilegiada debido a su larga tradición de preocupación y solidaridad con otras comunidades eclesiales, a la eficacia demostrada en la toma de decisiones sobre materias conflictivas y a su tradición apostólica, como muestra el edicto de Tesalónica, promulgado por el emperador Teodosio I en el año 380, por el que se declaraba al cristianismo como religión oficial del Imperio y donde se ponía como garantes de la auténtica religión católica a Pedro, obispo de Alejandría, y a Dámaso, obispo de Roma, consideradas como las dos sedes más importantes de oriente y occidente respectivamente.

Bien es verdad que las expectativas no correspondían en algunos casos a la realidad y el obispo de Roma no tenía ni la capacidad jurídica, ni los recursos ni el conocimiento adecuado de las diferentes situaciones. De aquí algunas críticas a sus actuaciones, como la realizada por Basilio de Cesarea al papa Dámaso (366-384) con motivo del nombramiento del obispo de Antioquía (cf. Basilio, Carta 70).

3. Desde Dámaso (366-381) a León Magno (440-461):

un papado con pretensiones universales (sollicitudo omnium ecclesiarum)

Con Dámaso, al igual que hemos visto en Víctor I, asistimos a la aparición de un nuevo perfil del obispo de Roma, que podemos definir en gran medida como papa. Un modelo que partiendo de Dámaso, y bajo Siricio, Inocencio I y, sobre todo, León Magno llevará a un desarrollo notable de la idea del primado.

A partir de ahora los papas no solo se consideran el centro de la comunión, sino que intervienen y están presentes en todas partes, con un estilo de carácter autoritativo muy parecido al que encontramos en la corte imperial, asociando a la sede romana algunas de las características de la antigua Roma. El apoyo y los donativos de la aristocracia convertida al cristianismo, permitirá a los papas configurarse como los nuevos patronos y señores de Roma, como expresan la construcción de grandes edificios eclesiales, la organización de una numerosa burocracia y el crecimiento de su importancia en el plano eclesial y social.

Dámaso (366-381), al que podemos considerar propiamente como el primer «papa», demostró ser un buen gestor de la vida comunitaria, prestando especial atención a la liturgia y el culto de los mártires. En relación con las otras Iglesias, participó activamente –aunque de manera bastante errada– en la elección del nuevo obispo de Antioquía y promovió, en competencia con Ambrosio de Milán, el derecho del obispo de Roma a la presidencia de las Iglesias occidentales. Una autoridad confirmada, como hemos visto, por el edicto de Tesalónica, aunque cuestionada por el Concilio I de Constantinopla (381), donde leemos: «El obispo de Constantinopla, por ser esta la nueva Roma, debe tener el primado de honor después del obispo de Roma» (canon 3).

La línea de actuación iniciada por Dámaso fue continuada por Siricio (384-399), el primero en publicar las «decretales», es decir, cartas con leyes de carácter general para toda la Iglesia y asimismo el primero en atribuir al obispo Roma el «cuidado (sollicitudo) por todas las Iglesias» del que nos habla Pablo (2 Cor 11,28).

Y a Siricio vendría a sumarse Inocencio I (401-417). Ante las peticiones de consulta por parte de ciertos obispos de Galia e Hispania, afirmó que lo que había enseñado Pedro, era guardado por la Iglesia de Roma y debería ser obedecido por el resto de Iglesias. Fue en su tiempo también cuando Agustín pronunció la famosa frase Roma locuta, causa finita, después de que el papa se hubiese sumado a la condena de Pelagio, que el obispo de Hipona había encabezado.

Con León Magno (440-461), cuya muerte casi coincide con el del Imperio romano de Occidente, asistimos al final de un período y el inicio de otro, marcado por el gobierno de los pueblos germanos y la división en naciones independientes del antiguo territorio imperial. A este cambio de sociedad se corresponde un nuevo concepto de papado y una nueva manera de ser obispo de Roma, que encontró en la persona de León a su más brillante ejecutor.

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