José María Arnaiz - El papado en la iglesia y en el mundo de hoy

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El Centro marianista de Formación de la antigua Provincia marianista de Madrid llevaba años organizando ciclos anuales de conferencias para los religiosos, religiosas y laicos agrupados en esa familia religiosa. Debido a las circunstancias eclesiales, pareció oportuno centrar el ciclo del curso 2013-2014 en torno al tema del papado, proporcionando así a los interesados una herramienta para comprender y situar mejor todo lo que estaba pasando de una manera tan inesperada y sorprendente. Desde el principio se quiso rehuir la anécdota para centrarse en la categoría. No se pretendió tanto informar de lo que iba ocurriendo, sobre la personalidad de Benedicto XVI y el papa Francisco, etc., cuanto presentar las grandes líneas del papado en su origen, en su doctrina y evidentemente también en su actualidad. Estas páginas son el magnífico fruto de aquel ciclo de conferencias.

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Este conjunto de datos deja entender que la Iglesia en que se escribe el cuarto evangelio reconoce a Pedro una categoría especial en el discipulado y admite que pueda ser el dirigente o garante principal de la fe de otras comunidades; pero esta Iglesia –designada convencionalmente como joánica– exige su autonomía respecto de Pedro. Ella se funda sobre la experiencia y testimonio del DA, testimonio que considera más directo e inmediato que el de Pedro, de mejor garantía. Esta comunidad exalta de tal modo el rango del DA, que lo presenta apoyado en el pecho de Jesús (Jn 13,23: en tô kolpô tou Iêsou), al igual que Jesús está eternamente vuelto hacia el pecho del Padre (Jn 1,18, gr.: eis ton kolpon tou Patros).

Este relativo emparejamiento y a la vez cierta contraposición entre Pedro y el DA es del máximo interés para la historia del primitivo cristianismo: pluralidad de grupos, cada uno con su apóstol o testigo de referencia y de preferencia. En el siguiente apartado veremos algunos intentos de acercamiento de estos diversos grupos.

7. Pedro en tres obras tardías del NT

Unimos en este apartado tres escritos bastante heterogéneos entre sí, pero que tienen un interesante rasgo en común: son el testimonio de cómo diversas comunidades cristianas van limando aristas y concurriendo hacia la formación de la Gran Iglesia. El hecho irá acompañado del intercambio de libros normativos, con la consiguiente constitución del canon del Nuevo Testamento.

a) Pedro en Jn 21

Prescindiendo del arduo problema de cuántas manos intervinieron en la composición del cuarto evangelio, podemos quedarnos con un hecho de aceptación general: Jn 21 es un añadido a una obra ya concluida, de la que viene a matizar algunas tendencias.

Hemos visto cómo, en los capítulos de la pasión-resurrección de Jesús, el cuarto evangelio deja a la figura de Pedro un tanto postergada, relegada a un segundo lugar, ya que el DA le supera en todo (excepto en «espontaneidades presuntuosas»): en proximidad a Jesús (vuelto hacia su pecho), en fidelidad (siguiéndole hasta la sala de juicio y hasta el calvario), en llegar a la fe en la resurrección (al ver el sepulcro vacío)…

Como compensación, el capítulo 21 insiste en el liderazgo y autoridad de Pedro, del que se hacen cinco afirmaciones fundamentales: a) reúne a un buen grupo de compañeros (quizá incluido el DA, pues dos quedan anónimos) y dirige sus tareas pesqueras (¿simbolismo?); b) él solo saca toda la red (21,11) con la abundante pesca; c) es el único del grupo que se echa al agua para encontrarse con el Resucitado; d) recibe un encargo muy especial de Jesús: apacentar las ovejas del Señor (sin exclusión expresa de nadie; e) recibe la promesa de seguir a Jesús con una muerte semejante a la suya.

Este engrandecimiento de la figura de Pedro tiene solo un límite: Jesús no le permite un control total sobre el DA; a la pregunta: «Y ese ¿qué?» (21,21), Jesús le da una respuesta misteriosa y aparentemente evasiva, dejándole entender que debe seguirle sin inmiscuirse en lo que no le incumbe. Todo parece indicar que la comunidad del DA se está acercando a la de Pedro, cuya autoridad no discute. Así el grupo del DA y los escritos que se apoyan en él serán reconocidos por el grupo petrino, e incluso podrán integrarse en él, si la comunidad joánica reconoce a Pedro y su primacía. Pero esa comunidad joánica tiene su especificidad, que no debiera ser absorbida; tiene una aportación propia al conjunto del cristianismo, que Pedro mismo debe respetar como algo querido y protegido por el Señor. De ahí que no se le conceda un control completo sobre lo joánico.

A este acercamiento de comunidades diversas pudiera responder indirectamente un texto que nos ha llegado por un escrito tangencial del mundo joánico: Ap 11. Aun contando con la oscuridad y la polisemia de los textos apocalípticos, una interpretación muy probable es que «los dos testigos» (o «dos candelabros», o «dos olivos») de que allí se habla y a los que la bestia hace la guerra son Pedro y Pablo, asemejados respectivamente a Moisés y Elías y martirizados «en la plaza de la gran ciudad» 28; esta, llamada simbólicamente Sodoma y Egipto, es inconfundiblemente Roma, lugar bien conocido del martirio de los dos grandes apóstoles. Al afirmar que una voz desde el cielo grita: «Venid acá» (11,12) y que, resucitados por un espíritu de vida (pneuma zôês), suben al cielo en una nube (anebêsan eis ton ouranon en tê nefelê), el autor les está redactando una especie de «acta de canonización», acta que nos llega precisamente en un escrito joánico periférico. Si esta interpretación es correcta, Ap 11 atestiguaría el ensamblaje de la iglesia joánica con la paulina y la petrina.

b) Pedro en el escrito llamado 1 Pe

Nos adherimos a la opinión, hoy generalizada, de que estamos ante un escrito pseudónimo, surgido en los años 90 (época de la persecución de Domiciano, la primera generalizada contra los cristianos), y de que su contenido es principalmente, aunque no exclusivamente, deuteropaulino: teología bautismal, mística del sufrir con Cristo, etc.:

Esa teología es en muchos puntos tan claramente paulina, que se podría atribuir, como se ha hecho a menudo, si no fuera por la indicación del nombre en 1,1, a un discípulo de Pablo y no al apóstol Pedro 29.

Del mundo paulino son los destinatarios y otros personajes nombrados en la pseudocarta, y de Pablo proceden igualmente varias fórmulas utilizadas, v. gr., el encabezamiento epistolar, la expresión «en Cristo», etc. Se ha dicho de este escrito que, de Pedro, solo tiene la primera palabra y que todo en él sería más inteligible si nos hubiese llegado a nombre de Pablo 30.

Cuatro datos principales merecen ser destacados: a) los destinatarios se encuentran en regiones de Asia Menor evangelizadas por Pablo: Galacia, Asia, Bitinia…; b) el autor dice escribir desde «Babilonia» (5,13), criptograma de la apocalíptica tanto judía como cristiana para designar a Roma; c) a dicho autor se lo tiene por un pastor modélico del rebaño (cf. Jn 21), del que los demás pastores deben tomar nota (cap. 5); d) Silvano y Marcos (5,12s), conocidos colaboradores de Pablo (cf. 1 Tes 1,1; Flm 24), acompañan ahora a Pedro.

El conjunto nos orienta en la misma dirección que Jn 21: Pedro, que tuvo su sede en Roma (= Babilonia), capital del imperio, está llamado a dirigir también la vida de las comunidades fundadas por otros apóstoles, en este caso por Pablo, y ello se realizará sin estridencias, ya que ambos apóstoles tienen fundamentalmente la misma doctrina.

Aquí cabe mencionar un procedimiento análogo en los Hechos de los Apóstoles. En esta obra solo se encuentra doctrina paulina en dos discursos puestos en boca de Pedro: Hch 11,17 y 15,9-11; la afirmación «petrina» es que los paganos son salvados por gracia, mediante la fe. Para lo demás, el autor intenta hacer de Pedro y Pablo dos personajes idénticos: ambos son liberados milagrosamente de la cárcel (12,7-17; 16,25-27), ambos curan a un tullido (9,34; 14,10), ambos resucitan a un muerto (9,40; 20,10-12), etc. Pero, a pesar de tanta semejanza, el autor hace que Pedro ejerza allí un cierto control sobre Pablo, no «permitiéndole» que marche a predicar a gentiles 31mientras Pedro no haya abierto ese derrotero; es una cierta supremacía de Pedro dentro de la fundamental igualdad entre ambos.

De una manera más general, se ha pregunta por el motivo para atribuir este escrito precisamente a Pedro. Y la respuesta no resulta difícil. Como hemos visto, el «crecimiento» de Pedro ya había comenzado con la redacción de los evangelios:

Si, tras su muerte martirial, su figura y ministerio experimentaron una fuerte revalorización, no es extraño que se le hayan atribuido pseudoepigráficamente también algunas cartas en orden a dotarlas de una autoridad especial. No las escribía un cualquiera, sino Pedro, y, por cierto, desde la metrópoli, cuya autoridad iba creciendo progresivamente también sobre otros lugares de la cristiandad, como deja notar la primera carta de Clemente 32.

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